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Esto nep, ca la urrez aridad en la producción anual de las minas mexicanas, que dieron entre 170 y 1799, época en que no fa tó el mercano, más de 2.700.000 marcos de plata, mientras que en los años de escasez, de 1800 á 1802, la producción no llegó á 2.166.600 marcos. A proporción que se bajaba el precio del azogue aumentaban la producción de metales preciosos y las rentas del fisco, de suerte que una sana politica debiera haberse esforzado en beneficiar la principal, 6 más bien, la única industria del país, disminuyendo la utilidad en la venta del mercurio, que habría sido ampliamente compensada por el desarrollo de la minería y por el rendimiento de los impuestos que la gravaban.

Dadas las condiciones del comercio exterior de la Nueva España, que en las precedentes páginas quedan, aunque muy imperfectamente, bosquejadas; teniendo, por otra parte, en

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cuenta que aquí, además de muchos ramos de explotación agrícola (cultivo de la vid, del olivo, etc.), estaba prácticamente prohibido el establecimiento de toda industria que pudiera hacer sombra de competencia á las metropolitanas similares, fácil es comprender que el comercio interior casi tenía que reducirse á los artículos de primera necesidad. Y también es fácil darse cuenta de que ese comercio estuviera regido por los mismos principios de restricción y monopolio que constituían el fondo de las ideas dominantes.

Primeramente hay que considerar que estaban estancados numerosos artículos importantísimos, cuya producción ó comercio, ó ambas cosas á la vez, era prohibido á particulares. Estancados estuvieron la pesca, la nieve, la pólvora, el tabaco, los cordobanes, el alumbre, el estaño, el plomo, los naipes, el azogue, la sal y quién sabe cuántas otras cosas más.

Los males del estanco se agravaban con el asiento ở arrendamiento que de muchos de estos ramos se hacía y que, poniendo frente al interés de un particular, el productor ó el consumidor, el de otro particular, el asentista, determinaba conflictos agudos é intolerables en que de ordinario triunfaba el más poderoso y que estimulaban el contrabando, el cohecho y, en una palabra, el fraude en todas sus desmoralizadoras formas.

Y lo que no era estanco, monopolio legal, era monopolio de hecho, consumado no pocas veces por medio del acaparamiento y fundado siempre en la fuerza del capital, concentrada en manos del clero y de unos pocos comerciantes ó propietarios, en perjuicio de las clases medias y de las inferiores, y que les chupaba toda la sangre, toda la vida que ellas, con trabajo embrutecedor, sin elementos ni instrumentos de ningún género, sin escuelas y casi sin esperanza de redención, arrancaban, en medio de la ignorancia y el vicio, á este suelo fabulosamente rico en la leyenda, difícil y pobre, casi hasta la miseria, en la realidad.

Ya hemos visto cómo, según el barón de Humboldt y don Lucas Alamán, las casas fuertes ó comerciantes ricos

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acaparaban los efectos que del extranjero venían, y cómo, para impedir que los precios llegasen á lo inverosímil, los virreyes les fijaban tasa ó límite del que no se podía pasar. Usaban en esto las autoridades coloniales de expresa facultad que una ley de Indias les concediera; y á medios semejantes fué preciso ocurrir hasta tratándose del comercio de artículos de primera necesidad, como el trigo, la harina y los granos, estableciéndose en México y otras ciudades alhóndigas ó edificios apropiados, en donde los agricultores tenían obligación de venir á vender sus productos dentro de cierto plazo, sin poder alterar en el resto del día los precios á que las primeras ventas se hubiesen hecho. El acceso á la alhóndiga estaba prohibido á los panaderos hasta que los vecinos se hubiesen surtido de lo que más necesitasen, siendo vedado bajo fuertes penas el hecho de salir á los caminos á encontrar á los vendedores para rescatarles sus productos antes de que los introdujesen á la alhóndiga, así como el que los panaderos pudiesen comprar trigo ó harina, dentro ó fuera de la alhóndiga, «si no fuere cada día lo que hubiesen de amasar para otro siguiente, ó á lo más largo para dos días sucesivos (1)».

Tiempo es ya de que pongamos punto á esta breve é imperfecta reseña de lo que fué el comercio interior y exterior de la Nueva España. Omitimos, es cierto, muchos hechos que sería interesante dar á conocer, pero que no caben en la reducida síntesis á que debemos concretarnos. Queden, por lo mismo, para quienes de más espacio puedan disponer y digamos dos palabras siquiera sobre la legislación especial que regía los contratos mercantiles.

Formábase esa legislación de las Reales Cédulas ú Ordenanzas que creaban cada Consulado y que de ordinario, al instituir la jurisdicción de éste, daban ciertas reglas para

(1) Leyes todas del tít. XIV, lib. 4, de la Recop. de Indias.

decidir los pleitos ó conflictos entre comerciantes. De esas Ordenanzas, ningunas fueron tan acabadas y cuidadosamente hechas como las que se formaron por orden de la «Universidad y casa de contratación de la muy noble y muy leal Ciudad de Bilbao», á principios del siglo XVIII y que el rey Don Felipe V aprobó y mandó poner en vigor por Real Cédula de 2 de Diciembre de 1737.

La claridad y justicia de los preceptos en estas Ordenanzas contenidos y probablemente su conformidad con los buenos usos y prácticas del comercio honrado, hubieron de darles gran autoridad y, sin especial mandato del poder real, su observancia fué generalizándose de hecho, al grado de que, tanto en la metrópoli como en la Nueva España, se las llegó á otorgar universal asentimiento y se las consideró como ley obligatoria.

Al decir de los compiladores de los conocidos «Códigos españoles», rigieron en la mayor parte del reino de España hasta 1830, en que fué publicado el primer Código de Comercio, cuyas disposiciones dejan ver claramente la influencia de las antiguas Ordenanzas. En México el Consulado las consideraba vigentes ya en 1785. Hecha la Independencia, siguieron observándose hasta que se publicó el primer Código de Comercio de 1854; y todavía después de derogado éste con el conjunto de las leyes promulgadas por la administración que lo dió á luz, volvieron á estar vigentes durante muchísimos años, como adelante veremos.

CAPÍTULO II

Desde la Independencia hasta el restablecimiento de la República en 1867

Si penosa es la historia de nuestro comercio durante la época de la dominación española, no sentirá mucho alivio el ánimo del lector al recorrer las páginas que van á seguir, porque, á fuer de imparciales, no podemos presentarle más que una serie de hechos que constituyen una via dolorosa.

Ni podía ser de otra manera. Consumada la Independencia más que por el desarrollo del organismo político que la antigua colonia constituyera por la debilidad y agotamiento de la metrópoli, como lo prueba elocuentemente el hecho de que casi todas las posesiones españolas en América, aunque sin comunicación entre sí, se emanciparon á un mismo tiempo y muchas de ellas casi en un mismo día, era lógico é indeclinable que en la nueva nación mexicana siguieran prevaleciendo las ideas que hasta entonces habían dominado, aunque el fin que se persiguiera fuese otro y aun radicalmente contrario al que hasta entonces había orientado la acción gubernamental. Ya no era el interés español el que se trataba de realizar: era el interés mexicano; pero los métodos y los procedimientos tenían que ser substancialmente los mismos, porque las ideas directoras no habían cambiado al hacerse la Independencia.

Por otra parte, ésta se había iniciado por las clases inferiores al calor del odio engendrado en ellas por una

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