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cuanto ambos disminuían los ingresos ordinarios, en que todo gobierno debe hallar los elementos de su vida misma: el de crear, con una parte de las rentas públicas, fondos especiales destinados á esa amortización, y el de cubrir las más apremiantes necesidades pecuniarias obteniendo adelantos sobre el futuro y próximo rendimiento de los impuestos, pero recibiendo en parte de esos adelantos, en proporción variable, pero siempre como dinero efectivo, títulos de crédito contra la nación. El primero de estos medios, aunque por muchos conceptos digno de reprobación, puesto que no se cubrían ni los gastos corrientes, era incomparablemente menos malo que el segundo, que constituía lo que entre nosotros se llamaba negocios de gobierno y no era sino el agio más desenfrenado y vergonzoso. Ordinariamente revestía esta forma: el prestamista, casi siempre persona con influencias ó conexiones políticas, ofrecía al Gobierno una suma en dinero, al contado ó á plazos cortos, y otra, siempre á plazos, en créditos reconocidos, recibiendo en cambio por el total, á cargo de alguna oficina recaudadora, comunmente las aduanas marítimas, órdenes admisibles en pago de una parte, mayor ó menor, de los derechos que causara, no sólo el prestamista, sino cualquier cesionario suyo. Los créditos se compraban en el mercado á vil precio (4 ó 5 por 100 de su valor nominal), y aun había veces en que ni siquiera se entregaban al erario, sino que la obligación de hacerlo se substituía por la de pagar en efectivo el monto de ese miserable valor de plaza. Los elementos de la especulación variaban, naturalmente, conforme á las necesidades del erario; mientras mayores eran éstas menor era la parte que se entregaba en dinero, más aumentaba la de créditos y mayor plazo se otorgaba para entregarlos. Una vez puestos los gobiernos en este camino, que no era más que un plano inclinado, la rapidez del descenso se acentuaba más y más hasta que llegaba un momento en que toda puerta se cerraba. Entonces se suspendía arbitrariamente el pago de las órdenes á cargo de las aduanas y sucedía una de dos cosas: ó aquel gobierno era derrocado

For algún pronunciamiento ó lograba mantenerse á fuerza de atropellos y vejaciones; en ambos casos, y tras una lucha más o menos tenaz con los agiotistas, en que éstos acababan casi siempre por vencer, el mismo ú otro gobierno volvía á hacer nuevos negocios, en que las órdenes insolutas eran refaccionadas (era el término técnico) con un corto tanto por ciento en dinero, y se volvían á poner desde luego en vigor ó entraban en un nuevo convenio por todo su importe, y á su amortización se aplicaba algún valor importante, como una rica salina, una valiosa finca nacional ó cosa parecida. Caso hubo (que por típico vamos á referir, y ocurrió en el año 1833) en que se cedieron á la casa Agüero, González y Compañía cuatro y una octava parte acciones de la Compañía de Tabaco, «que tenían una alta estimación», por la suma de $ 339.375, así formada:

En órdenes sobre las aduanas marítimas
amortizables con un 80 por 100 en di-
nero y 20 por 100 en abono de derechos.
En dinero efectivo, mitad en plata y mi-
tad en cobre. .

TOTAL.

$ 309.375

30.000

$ 339.375

Esos $ 30.000 se emplearon-según informó á las Cámaras el ministro don José María Bocanegra- en facilitar $ 18.000 á la división que marchaba al Sur á las órdenes del general don José Antonio Mejía y $ 10.000 á la del general don Gabriel Valencia, destinada á combatir á los pronunciados de Zacapoaxtla. Y no pararon aquí las cosas, sino que en lugar de los $ 309.375 en órdenes de aduana, que siquiera hubieran descargado al erario de una deuda apremiante, se admitieron créditos anteriores á la Independencia por el mismo valor, mediante la entrega de $ 36.900 en dinero efectivo. En suma, bienes que probablemente valían más de $ 500.000, se vendieron en $ 66.900, parte de ellos en cobre. Como era natural, estas especulaciones ó formaban rápida

mente cuantiosas fortunas, cuando sus autores eran bastante listos y sabían detenerse á tiempo, ó llevaban á la ruina en caso contrario; y buen ejemplo de ello fueron las casas Mackintosh y Jecker, cuyo recuerdo no se ha borrado toda

vía entre nosotros.

No faltaban, por supuesto, personas que claramente denunciaran como extraviada la senda que se seguía, haciéndose notar entre ellas el señor don Juan José del Corral, oficial mayor de la Secretaría de Hacienda y varias veces encargado del ministerio, que desde 1834 clamaba contra el agio en una exposición que la historia ha conservado para ejemplo de los extremos á que los gobiernos se ven conducidos cuando carecen de recursos y en que se quejaba explícitamente de que el vicepresidente de la República, don Valentín Gómez Fargas, hubiese confiado la cartera de Hacienda á don Antonio Garay, jefe, en unión de don Anselmo Zurutuza, de la nube de agiotistas que devoraban el cadáver de la Hacienda nacional. A pesar de todo, el cáncer cundió, y años más tarde, en 1848, el mismo señor Corral se expresaba así:

«En resumen: ya la República experimenta hoy las terribles consecuencias que por mi citada exposición anuncié en 1834. El agiotaje establecido sobre sus fondos se había apoderado de la Hacienda y créditos de todas clases, presentes y futuros; ejercía ya una poderosa influencia, y aspiraban los agiotistas al poder absoluto en todos los ramos de la administración pública. Á la vista de todo el mundo, no sólo los primeros empleos de las aduanas marítimas, sino hasta los de la última clase, que es la de celadores, han sido provistos en sus fieles servidores, y si alguno se resistía á sus leyes, pronto era removido; de esta manera, ellos han sido los dueños absolutos de esta renta, la más pingüe del Estado. Con tan seguras y positivas ventajas, han sido también los principales contrabandistas, privando á la nación, por el contrabando, de la mitad de sus ingresos, destinando la mayor parte de la otra mitad á la amortización de sus órdenes, procedentes de ruinosos contratos, dejando una corta

parte para distribuirla entre los empleados favoritos. ¿Quién no ha visto también su influencia en los demás ramos? Las comandancias generales de algunos Estados fueron provistas en personas que les sirviesen para perseguir al ciudadano que, por falta de otro recurso, contrabandeaba una hoja de tabaco cuando ellos tenían el estanco y para escoltar sus intereses de un punto á otro de la República.

>>La mayor parte de las considerables sumas que han producido las rentas públicas, ordinarias y extraordinarias, establecidas desde la Independencia, ¿á dónde han ido á parar?: à la bolsa de los agiotistas; las de los millones de créditos anteriores á la Independencia, los más sagrados por su origen, ¿en dónde están?: realizado en la bolsa de los agiotistas; los posteriores vencimientos de empleados en los ramos de hacienda, justicia, ejército y otros, ¿á dónde han ido á parar?: á la bolsa de los agiotistas, por los miserables precios del uno al seis por ciento; los bienes de temporalidades, los piadosos de Californias; los edificios públicos, sin reserva de algún hospital destinado á socorrer á la humanidad doliente, un colegio mayor donde se reunían literatos que daban honor á la República, ¿en dónde están?: se han convertido en propiedades de los agiotistas; las mejores de los particulares, principalmente las rurales, ¿quiénes las poseen?: los agiotistas; porque no encontrando los labradores dinero al cinco ó seis por ciento anual, sino al cuarenta y ocho lo menos, á que han subido los premios por el agiotaje no han podido conservarlas; ¿por quién ha contraído la nación una deuda enorme?: por los agiotistas.

>>Las mejores fincas urbanas y rurales de corporaciones religiosas han ido á parar también al poder de ellos; porque careciendo de dinero efectivo para darlo al Gobierno cuando les ha pedido algún auxilio, han dado sus fincas en hipoteca, para que presten sobre ellas los agiotistas. ¿Por qué no se paga al Hospicio de los pobres, á los hospitales y á la Academia de las Nobles Artes? Porque es más privilegiado el crédito de los agiotistas. ¿Por qué á los empleados jubilados y retirados, á las viudas y huérfanos, no se pagan sus

haberes? Porque son primero los agiotistas y porque es preciso que les regalen sus alcances para que éstos perciban su total valor en algunos contratos, ó en el iniciado banco que se ha de establecer para ellos y administrar por ellos (1).»

Así influía la deuda pública sobre el presupuesto: veamos ahora lo que pasaba con la deuda misma; y para que no se juzgue exagerado el juicio que de nuestra cuenta presentaríamos, vamos á ceder la palabra al ministro de Hacienda don Manuel E. de Gorostiza, que ya en 1838 resumía así las cosas:

«La deuda pública interior se compone de tres partes bien distintas, que merecen considerarse separadamente. Primera: la que entre nosotros se conoce especialmente por crédito público y es aquella que en concepto común nunca se ha de pagar; aquella que, habiendo recibido su carácter de la ley, no sería permitido al Gobierno redimir, aun cuando tuviese medios para ello, sin expresa autorización del legislador. Segunda: la que se ha ido formando desde la Independencia, por las cargas que ha dejado de cubrir el erario, así como de las deudas contraídas por cualquier otro motivo, que deja al Gobierno no sólo expedito, sino moralmente obligado á la satisfacción. Y tercera: la que se forma de todos los créditos contraídos por préstamos contratados á interés con los especuladores sobre la Hacienda pública.

>>Las deudas de la primera clase parece que tienen bien marcado su límite, y nada hay que decir de ellas en especial, sino que se caracterizan por el concepto que de ellas se tiene de que jamás se han de extinguir, porque ni aun es admisible la reclamación de su pago.

(1) Alude el señor Corral á un proyecto de Banco Nacional que varias veces fué propuesto á nuestros gobiernos, aunque nunca tan seriamente como en 1853, en que don Antonio Escandón solicitó establecerlo con capital de seis millones de pesos, cuatro en efectivo y dos en billetes, para encargarse durante veinte años prorrogables, de la recaudación y manejo de casi todas las rentas públicas (aduanas, derecho de consumo y de platas, contribuciones directas, tabaco y papel sellado) á cambio de abrir al Gobierno un crédito de $ 9.000.000 anuales y con derecho de hacer suya la mitad del aumento que en los productos lograse. (Véase la Memoria del señor Romero de 1870, núms. 1.463 y siguientes.)

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