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tiranía secular á la que servían de base las injusticias más irritantes, y se consumaba reprimiendo el fermento de las malas pasiones del alto clero, de los propietarios, de los ricos y, en general, de las clases superiores, contra cuya voluntad se llevaba á efecto la emancipación, á la que sólo contribuían porque estimaban perdido para siempre el poder del rey de España y no porque con ella se realizara ninguno de sus ideales ni aspiraciones.

Por su parte, los insurgentes, aunque aparentemente lograban su objeto, no podían menos de comprender que no eran ellos quienes ejercían el poder, del que se adueñaban los mismos hombres que habían influído y preponderado durante el régimen colonial. El resultado tenía que ser la formación, desde los albores de nuestra vida independiente, de dos corrientes profunda é irreconciliablemente antagónicas. Los criollos, los indios, todos los desheredados, ansiaban no ser por más tiempo los oprimidos; y careciendo en absoluto de las cualidades morales que sólo da una difícil y lenta educación social, que ellos nunca recibieron, tenían que confundir la libertad con la licencia y la anarquía. Los afortunados, los poseedores de la fuerza que da la riqueza, igualmente desprovistos de las cualidades morales y de la elevación de miras que justifican el ejercicio del poder por las clases superiores, cuando son verdaderamente ilustradas, no se cuidaban sinɔ de sus intereses materiales del momento, con el implacable egoísmo á que por siglos habían estado acostumbrados.

Ejercía el clero notoria influencia sobre todas las clases sociales. ¿Qué hizo de ella? Usarla en beneficio propio y absorber las mejores tierras y las mejores fincas urbanas, sin devolver á la colectividad ni en educación, ni en instrucción, ni siquiera en ejemplo de moralidad y cultura, las fuerzas que extraía del organismo social. Por el contrario, las comunidades religiosas llegaron á ser foco de escándalo corruptor, y contra ellas ni los prelados podían nada, porque estaban sustraídas á su jurisdicción.

Ejercían también influencia, y por muchos conceptos

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incontrastable á causa de su riqueza y de su alianza con el clero, los propietarios rurales. ¿Qué hicieron de ella? Convertirla también en provecho propio, de la manera más absurda y egoísta, porque nunca se cuidaron del bien de las clases proletarias. Por el contrario, en cada hacienda, en donde no era posible mantener al peón en una esclavitud de hecho peor que la de derecho, porque ésta protege siquiera en algo al esclavo; en esas haciendas, decimos, se instituía la tienda de raya, para arrebatar al bracero su miserable jornal á cambio de mercancías de ínfima calidad y á precios exorbitantes; y, lo que es peor todavía, á cambio de aguardiente y pulque para embrutecerlo más, para favorecer la tendencia al alcohol, ingénita en el indio y que los conquistadores notaron desde luego y aprovecharon desde los tiempos primitivos, para mejor explotar y, acaso sin saberlo bien, para condenar á inferioridad que parece irremediable á una raza infeliz y desgraciada.

Influencia también y muy importante tenían los comerciantes acaudalados, que se habían apoderado de la riqueza mobiliaria, cuya manipulación, si bien más difícil de lo que ordinariamente se cree, además de proporcionar una vida brillante y cómoda á sus poseedores, les da la influencia social que proporcionan los capitales en efectivo ó fácilmente y á cortos plazos disponibles. ¿Qué hicieron de ella? En lugar de difundirla sabia y cuerdamente, buscando en la multiplicidad de las operaciones con pequeño lucro una fuente de provecho seguro y permanente, siguieron pidiendo al monopolio y á los altos precios un enriquecimiento rápido, aunque fuese pasajero.

Junto á todo esto, penetrándolo, invadiéndolo todo, infiltrándose por todos los poros de aquel organismo enfermo, el espíritu de especulación desenfrenada que dominaba y todavía domina en México en la industria minera, á la que ni se pedía ni se pide un provecho moderado y seguro, como á cualquiera otra industria, sino la bonanza, es decir, la lotería, el azar, al que invariablemente siguen, como la sombra al cuerpo, la leyenda, la exageración y la mentira,

que con frecuencia se convierten en el engaño y el fraude, para desmoralizarlo y corromperlo todo.

Natural é irremediable producto de las enfermedades orgánicas de una sociedad así constituída, tenía que ser un gobierno débil, por ignorante y por pobre, y, en consecuencia, incapaz de realizar el bien de la comunidad. ¿De dónde habían de salir los hombres de Estado? Presidentes, ministros, gobernadores, funcionarios de todas categorías, tenían que salir de las clases superiores ó de las medias y en los pueblos aun de las inferiores. Todas eran profundamente ignorantes y desmoralizadas; y cuando por excepción llegaba á las esferas del poder un hombre superior, que más que en una ilustración de que generalmente carecía, hallaba fuentes de sana inspiración en sus sentimientos patrióticos, nada podía hacer. Las necesidades del momento, con sus ineludibles apremios: el fracaso á que las grandes ideas y las reformas trascendentales están condenadas en una sociedad insuficientemente preparada; los obstáculos, en suma, que el medio ambiente ofrece á todo progreso, por bien dirigido, por cuerdamente encaminado que esté, le quitaban todo prestigio, cuando no le deparaban por toda recompensa el ostracismo, el destierro y hasta el patíbulo.

Otros dos factores tenían que hacer sentir su influencia en el pueblo que acababa de independerse. Era el primero la falta de toda industria, con excepción de una agricultura atrasadísima y de la minería, que, como ya hemos dicho, ha sido considerada como un juego de azar. El otro era la leyenda de que los mexicanos éramos inmensa y fabulosamente ricos: nuestras montañas no se juzgaban tremendos obstáculos para el tráfico, sino depósitos inagotables de plata y oro; nuestras enormes distancias, aunque sin caminos ni población, probaban nuestra grandeza: nuestras selvas vírgenes de la tierra-caliente no se consideraban pobladas de las dificultades que encierra una naturaleza inexplotada é inculta que, como una fiera, no se deja domesticar sino devorando á los primeros que se le acercan; eran fragmentos de paraíso terrenal, en donde no había más que recoger en abundancia

y sin capital ni trabajo, maderas preciosas, frutos tropicales de alto precio y tesoros de toda especie: la falta de ríos navegables, y aun de lluvias, nada significaban como elementos adversos: nuestra ignorancia, nuestra falta de capitales y la concentración en pocas manos de los que había: la abyección del indio, el exiguo desarrollo, por no decir la absoluta carencia, de instintos sociales, vínculos impalpables cuya existencia es indispensable para constituir un sólido organismo político, nada de esto se tomaba en cuenta. Lo único que había estorbado nuestra felicidad era el español y ése ya estaba vencido; no nos quedaba más que gozar sin trabajo, sin capital, sin vías de comunicación, sin ciencia, sin moralidad, sin respeto al derecho ajeno, de las inmensas riquezas con que la naturaleza nos había dotado pródiga y generosa.

En este medio, dentro de los lineamentos de este fondo sombrio, fatídicamente iluminado por una funesta mentira, vamos á ver desenvolverse todo el cuadro de nuestro comercio interior y exterior durante la época á que hemos consagrado el presente capítulo. Que el lector nos perdone si en apariencia nos hemos apartado de nuestro tema, pues ya lo tiene dicho una respetable autoridad: «La historia. comercial carecería de sentido sin la historia política.»

Hemos insinuado arriba que las ideas directoras, al hacerse la Independencia, no habían cambiado y que los métodos y procedimientos de gobierno eran, substancialmente, los mismos que se habían empleado durante el régimen colonial. Vamos á ver cuán exacta es esta apreciación en materia mercantil.

El monopolio, la prohibición, el estanco, fueron las bases sobre que el gobierno español, sin darse exacta cuenta ni de su propio interés ni de los intereses de sus nacionales, asentó su comercio con la colonia.

¿Qué hizo ésta al independerse? ¿Otorgó la libertad,

abrió los anchos y fecundos cauces de la competencia, mostró el debido respeto al derecho individual? No, por cierto; aunque el comercio se declaró libre y los puertos se abrieron á los buques de todas las naciones, se implantó desde el primer momento, como vamos á verlo luego, el régimen de las prohibiciones, declarando vedada la importación de lo que producíamos ó suponíamos poder producir. La plata acuñada no podía exportarse «sino en razón de comercio» y afianzando que un valor equivalente había de volver en mercancías de lícito comercio: el oro y la plata en pasta fueron, durante varias épocas; de exportación prohibida: la moneda y los metales preciosos, cuando era lícito exportarlos, así como la grana ó cochinilla en sus diversas variedades y la vainilla, fueron gravadas á su extracción con un tanto por ciento de su valor; la piedra mineral y los polvillos no podían salir del país. De los estancos que las Cortes de Cádiz no habían abolido sólo se extinguieron los que producían pocos rendimientos al fisco; los demás, y por ende los más importantes, fueron conservados y aun alguno, como el de los naipes, que había desaparecido desde 1811, se restableció en 1842.

¿Qué se había, pues, cambiado en materia de principios? Nada: todos quedaron en pie y la única diferencia real estribaba en que el gobierno español, creyendo favorecer á sus súbditos, oprimía en primer lugar á los mexicanos, y después el gobierno mexicano, creyendo proteger á sus nacionales, tiranizaba en primer término á los súbditos españoles.

Con relación á los extranjeros, á quienes estuvo prohibido, en ciertos casos bajo pena de muerte, hasta venir á las colonias y residir en ellas sin estar naturalizados ó tolerados con licencia expresa del rey, las numerosas prohibiciones que sobre ellos pesaban no fueron abolidas, sino sólo declaradas «suspensas por ahora»; y aunque se les abría el territorio nacional para que viniesen á colonizarlo, se les imponían numerosas restricciones y todavía á fines de 1843 se les prohibía ejercer el comercio al menudeo.

Esta mala voluntad para con el extranjero y la odiosidad á

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