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hoy lo que se había tejido apenas ayer, para volver á tejerlo mañana y destruir de esta manera toda fijeza, base de la confianza, que ya en 22 de Marzo de 1822, es decir, antes de seis meses de haber hecho su entrada triunfal en México el ejército trigarante, se había perdido tan por completo que el Congreso declaraba que era preciso hacerla renacer.

Por la ley de 24 de Mayo de 1824 se permitió exportar el oro acuñado y labrado, pagando 2 por 100, y la plata labrada ó acuñada, 32; pero, bajo pena de comiso, continuó prohibida la salida del oro y de la plata en pasta, piedra ó polvillo, si no era en pequeñas cantidades y como curiosidad para los gabinetes de los sabios.>>

El 19 de Julio de 1828 hubo de levantarse la prohibición de exportar el oro y la plata en pasta; pero su circulación y conducción á los puertos se sujetó á numerosas formalidades y trabas y el derecho de exportación se elevó al 7 por 100, sin perjuicio de los impuestos de minería y de acuñación, apartado y demás fijados por el decreto de 22 de Noviembre de 1821.

No duró mucho esta libertad de exportación, que fué nuevamente abolida en 9 de Marzo de 1832, para ser otorgada otra vez en 17 de Octubre de 1833, aunque sólo por seis meses y limitada á los Estados de Sonora, Sinaloa, Chihuahua y Oaxaca, que quedaban muy lejos de las casas de moneda. En 9 de Septiembre de 1835 se mandó suspender el otorgamiento de permisos para la exportación de platas-pastas, lo cual prueba que de hecho esos permisos se concedían; y luego, en Enero siguiente, se autorizó al Gobierno para darlos hasta por cantidad de mil marcos de oro y mil barras de plata, renovándose en el arancel de 11 de Marzo de 1837, y bajo la pena de comiso, la prohibición de exportar oro y plata en pasta, piedra y polvillo.

¿A qué continuar fatigando al lector con la enumeración detallada de las leyes que alternativamente prohibían y autorizaban la salida de los metales preciosos no acuñados? Baste decir que la regla general fué la de prohibirla, al influjo de la falsa teoría de que la riqueza consiste en la

moneda, teoría cuyas consecuencias eran agravadas por las ideas corrientes sobre la conveniencia de favorecer la industria nacional, haciendo que los minerales se beneficiasen precisamente en el país, sin tomar en cuenta que, siendo casi nula nuestra exportación de productos agrícolas ó de otro género, era inevitable que el saldo adverso de nuestras importaciones lo pagásemos en metales preciosos. Tampoco se apreciaba el provecho que habría habido en enviar nuestros minerales ricos y capaces de soportar aún elevados fletes, á que fuesen beneficiados en el extranjero, aunque era evidente que, siendo imposible beneficiarlos en el país por múltiples circunstancias, la prohibición de exportar piedra mineral equivalía á la de explotar las minas que la producían; y sólo hasta 1855 se permitió por primera vez que del Territorio de la Baja California se extrajese la piedra mineral; y esto por tiempo limitado, por un solo puerto y pagando un derecho de 10 por 100 sobre su valor, fijado por medio de ensaye.

Otro motivo existía para mantener en pie régimen tan contrario á los intereses económicos del país; la constante penuria del tesoro público, que por razones de orden fiscal, hacía imposible la abolición de los fuertes derechos que los metales preciosos pagaban á su exportación y que en algunas épocas llegaron á exceder del 8 por 100 de su valor. Esa misma penuria impuso á nuestros gobiernos el sistema de arrendar á particulares, á cambio de anticipos más ó menos considerables, pero siempre usurarios, las casas de moneda. Hacíanse esos anticipos con calidad de reembolsables con los productos de los impuestos de acuñación, apartado, ensaye y demás que en las casas de moneda se percibieran; y, como era natural, los prestamistas á cuyas manos pasaban la administración de las casas y el cobro de esas contribuciones, cuidaban siempre de estipular que ni éstas se modificarían, ni podría permitirse la exportación de metales preciosos en pasta, piedra ó polvillo. Y como siempre había oportunidad favorable para renovar esos préstamos cuando ya estaban próximos á ser reembolsados, porque el

fisco estaba eternamente famélico, este régimen, que ataba las manos al legislador, se prolongó indefinidamente.

Ya veremos más adelante cómo los impuestos de exportación á los metales preciosos, aún acuñados, la prohibición de exportar los minerales y los arrendamientos de las casas de moneda, han sido males que no han cesado sino en nuestros días y casi pudiéramos decir que ayer mismo.

Consecuencia indeclinable de las prohibiciones que for maban la base del régimen de nuestro comercio exterior tenía que ser un cúmulo casi inverosímil de dificultades y trabas en el tráfico interior. Las mercancías importadas y los caudales que se destinaban á la exportación, no podían circular en la República sino al amparo de documentos que se denominaron guías y los cuales marcaban una ruta precisa, de la que los porteadores y fleteros no debían separarse y en la que no podían detenerse más de cierto tiempo, porque al fin de un período determinado era obligatorio presentar, en el lugar de procedencia de las mercancías, la torna-guía ó constancia de que la carga había llegado al punto de su destino. Todas estas disposiciones restrictivas llevaban como sanción la pena de comiso ó pérdida de las mercancías, y en los provechos de ella resultantes estaban interesados, como ya queda dicho, todos los funcionarios, jueces y agentes que intervenían en la aprehensión y en la aplicación de la pena; con lo cual perdían forzosamente toda imparcialidad y se convertían, de agentes serenos de la ley, en enemigos tanto más crueles é implacables de los ciudadanos, cuanto éstos eran más inocentes, pues los contrabandistas y defraudadores del fisco siempre hallaban manera de entenderse con empleados y funcionarios mal retribuídos é inseguros en sus puestos.

La falta de caminos y el deplorable descuido de los pocos que había, formaban otro obstáculo considerable, al que venían á agregarse la frecuencia con que los gobiernos, ya

de hecho y sin autorización ninguna, ó ya autorizados expresamente por leyes y decretos, se apoderaban de los vehículos y animales de carga de los particulares para colmar las deficiencias de una imperfectísima organización militar y para convertir, casi siempre sin compensación, en elementos de guerra los medios de transporte de que el comercio se servía, á costa de grandes sacrificios, para sus pacíficos fines.

La inseguridad pública, por otra parte, no sólo existía en los campos y en los caminos, alcanzaba hasta á las poblaciones aún de importancia, y los comerciantes, obligados á tener á la vista su fortuna, necesitaban vivir armados para defenderla por su mano, porque lo mismo se entregaban á la violencia y al saqueo los soldados de los gobiernos que las partidas de los revolucionarios y pronunciados.

Añádase á estas dificultades la que emanaba de un sistema de tributación tan tiránico y absurdo como todo lo demás. Aunque el primer arancel de 1821 estableció que los efectos extranjeros sólo pagarían un derecho de 25 por 100 ad valorem en el puerto ó lugar por donde se importaran, muy en breve se elevó ese derecho al 40 por 100; y lo que era peor, se establecieron bajo el nombre de derechos de internación, y otros que sería imposible enumerar, impuestos adicionales que complicaban ó más bien imposibilitaban todo cálculo, ya por la frecuencia con que se variaban sus cuotas y ya porque ni siquiera eran uniformes en todos los puertos y fronteras, pues algunos se destinaban á satisfacer necesidades puramente locales y que, por lo mismo, no eran en todas partes las mismas. El señor Lerdo de Tejada, en su obra ya tantas veces citada sobre el comercio exterior, enumera hasta ocho de estos impuestos adicionales que estaban vigentes en 1853, y ellos llegaron á penetrar de tal suerte en la organización aduanera, que la Ordenanza ó arancel de 1856, en lugar de refundirlos. todos en uno solo, no solamente los dejó subsistir, sino que los convirtió en permanentes y los clasificó en cinco catego

rías, con los nombres de derecho municipal, mejoras materiales, de internación, de contra-registro y de amortización de la deuda pública, liquidada y consolidada.

El primero consistía en un real por cada bulto de ocho arrobas de peso, y se destinaba al erario de la municipalidad del puerto; el segundo se elevaba á una quinta parte, ó 20 por 100 de los derechos de importación, y debía invertirse precisamente en el «pago de los réditos de los capitales que dentro ó fuera de la República se levanten para la construcción de caminos de fierro»; el tercero consistía en un nuevo 10 por 100 de los derechos de importación, pagadero á la salida de los efectos de los puertos y aduanas fronterizas para las poblaciones del interior; el cuarto montaba á otro 20 por 100 de los mismos derechos, pagadero á la llegada de los efectos á las capitales ó poblaciones de los Estados ó Departamentos, y el quinto consistía en otro 25 por 100 de los derechos de importación, que debía satisfacerse precisamente en la Tesorería General de la Nación, en bonos de la deuda pública liquidada y consolidada. ¿Qué cálculo mercantil era posible con una variedad semejante en las cuotas arancelarias?

Y no acababan aquí la confusión y el desorden. Igual anarquía reinaba en los derechos de puerto, pues existían el de toneladas, el de aguada, el de muelle, el de practicaje, el de capitanía de puerto, los de, sanidad y otros, que variaban de puerto á puerto; y para que nada faltase á aquella baraúnda, venian los derechos de consumo, acerca de los cuales dice el señor Lerdo de Tejada:

«En cuanto al derecho de consumo, el primero de està clase que se estableció en México sobre los efectos extranjeros, después de la Independencia, fué el que con el nombre de alcabala impuso el decreto de la Regencia, fecha 20 de Febrero de 1822, el cual ordenó que pagasen en las aduanas interiores los aguardientes y vinos el 20 por 100, en lugar de 8 que antes pagaban, cuya cuota de 20 por 100 fué aumentada á 40 sobre el aguardiente y á 35 sobre los licores, por otro decreto de 9 de Agosto de aquel mismo año. A

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