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«Esta fuerte contribución fué suprimida por la ley de clasificación de rentas de la Federación y de los Estados, fecha 4 de Agosto de 1824, y luego, por la de 24 de Diciembre del mismo año, se estableció ya claramente el derecho de consumo, autorizándose por ella á los gobiernos particulares de los Estados á imponer un 3 por 100 sobre los efectos extranjeros que se consumieran en sus respectivos territorios.

>>Establecido ya desde entonces ese impuesto, son muy notables las variaciones que ha sufrido posteriormente, pues por la ley de 22 de Agosto de 1829 se autorizó á los Estados para agregar un 2 por 100 sobre el 3 que ya cobraban; la del 15 de Septiembre del mismo año, derogada por la de 6 de Noviembre siguiente, aumentaba un 5 por 100 sobre las mercancías secas y 10 sobre los licores para el Tesoro Federal; la de 24 de Mayo de 1832 permitió á los Estados que gravaran con 1 por 100 más á todos los efectos extranjeros, para sus gastos municipales; y, por último, la de 26 de Noviembre de 1839 lo aumentó hasta un 15 por 100 en toda la República; pero habiendo dado lugar esta disposición á las más vivas reclamaciones de los comerciantes nacionales y extranjeros, fué luego derogada por el decreto de 16 de Octubre de 1841, que lo redujo al 5 por 100.

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>> Limitado este impuesto á esa cuota, continuó cobrándose en toda la República sin nuevas alteraciones, hasta que en 1846 y 1847 fué de hecho suprimida, así como las alcabalas que se cobraban á los frutos y efectos nacionales, por las fuerzas norte-americanas en todos los puntos que ocuparon durante la guerra que terminó á mediados de 1848; y aunque todavía después de haberse concluído el tratado de paz con aquella nación, los gobiernos de los Estados en que había sido suprimido ese impuesto resistieron por mucho tiempo su restablecimiento, aceptando el sistema de contribuciones directas para cubrir la falta de aquella renta; los otros Estados no invadidos en la guerra continuaron disfrutándola y al fin se dió una ley,

fecha 9 de Octubre de 1851, estableciéndola de nuevo en toda la República y elevando el derecho á un 8 por 100, divisible por mitad entre el Gobierno general y el de los Estados; mas habiéndose opuesto algunos de éstos á cobrar esa cuota, por considerarla excesiva, se expidió el 8 de Marzo del presente año (1853), un decreto reduciéndola al 5 por 100, que con el uno y medio, llamado de departamento y tribunales mercantiles, sube hoy á seis y medio por ciento. >> Inútil parece agregar que estos impuestos no fueron abolidos por la Ordenanza de 1856.

Posible es que se nos tache de pesimistas; y sin embargo, los obstáculos y trabas á que nuestro comercio estuvo sujeto en la época de nuestra anarquía política, eran mucho más numerosos de lo que resulta de la precedente relación. Nada hemos dicho del peaje ó impuesto, algunas veces federal, otras local y otras concurrente, que se cobraba á todos los carros, coches, animales de carga ó silla y aun á los simples viajeros á pie, que hacían uso de los malísimos caminos de que el país estaba dotado; nada hemos dicho tampoco de las gabelas puramente locales á que se sujetaba al comercio, especialmente en Veracruz, haciendo así á la República entera tributaria de una sola ciudad, para satisfacer (y desgraciadamente sólo de nombre) necesidades tan peculiares como la de introducción de aguas potables; también hemos guardado silencio sobre los impuestos que, con los mil nombres de patente, licencia, etc., etc., se exigían á todo expendio por mayor ó al menudeo de mercancías nacionales ó extranjeras, y que variaban de un lugar á otro; apenas si algo dejamos apuntado sobre las alcabalas y aduanas interiores, y no hemos consagrado una palabra siquiera ni á los impuestos de circulación, con que se gravaba la remisión de plata á los puertos y que se decían destinados á pagar la escolta con que viajaban obligatoriamente los caudales que de los centros mineros se enviaban á la capital ó á las aduanas (lo que no impedía que algunas veces los gobiernos mismos se apoderasen de las conductas), ni á otras muchas gabelas y restricciones que constituían otros

tantos gravámenes que pesaban sobre el comerciante en primer término y en último resultado sobre el infeliz consumidor, á cuyas manos llegaban los efectos recargados, no sólo con el importe efectivo de elevados gastos y de onerosísimas contribuciones, sino con la compensación que el intermediario buscaba, legítimamente hasta cierto punto, para cubrir los riesgos que corría en un ejercicio lleno de disgustos, dificultades é incertidumbres, de las cuales no era la menor el inminente peligro del préstamo forzoso, decretado no sólo por los cabecillas revolucionarios, sino muchas veces por las autoridades que se llamaban legítimas y al amparo de leyes emanadas de los poderes locales y hasta de los congresos generales que funcionaban en la capital de la nación (1).

Si todo esto se tiene presente, ¿quién podrá maravillarse de que en aquellas épocas se haya entronizado el contrabando hasta el punto de llegar á constituir un mal orgánico que parecía incurable? Por una parte la autoridad oprimiendo, vejando, atropellando, sin tregua ni misericordia, todos los intereses legítimos; por otra, unas extensas costas despobladas y unas enormes fronteras abiertas, todo en el abandono más completo por la impotencia de los gobiernos, ¿qué podían producir sino el fraude y el contrabando, favorecido por la venalidad de empleados famélicos y desmoralizados? ¿Ni cómo asombrarse de que el comercio mismo se convirtiese en factor de trastornos y revueltas, promoviendo movimientos de insurrección, especialmente en nuestras apartadas costas del Pacífico, para levantar del fango de cualquier cuartel á un cabecilla cualquiera que, erigido en autoridad, amparase con la fuerza pública, á cambio de un puñado de monedas, la descarga de buques enteros que habrían causado derechos dos, tres ó diez veces más impor tantes de lo que el pronunciamiento costaba?

(1) En la notable obra: México y sus revoluciones, del presbítero don J. M. Luis Mora, tomo I, páginas 40 y siguientes, se ven confirmadas muchas de nuestras apreciaciones.

Todos estos factores influían directa y fatalmente sobre nnestro comercio interior, como que en mucha parte se alimentaba de efectos extranjeros; y si volvemos la vista á lo que pasaba con los de producción nacional, hallaremos un espectáculo igualmente deconsolador.

Necesitados siempre de recursos, nuestros gobiernos mantuvieron el estanco del tabaco como fuente de ingresos fiscales; y aunque varias veces y por leyes en forma se señalaron plazos para su extinción, siempre se tropezó con la pobreza del tesoro público, y al llegar la fecha fijada, el plazo se prorrogaba ó simplemente se derogaba la ley que lo había establecido. Por otra parte, la renta derivada del estanco del tabaco no perteneció siempre al Gobierno federal, sino que algunas veces pasó á los Estados, para recogerla más tarde, ocasionándose con esto incalculables trastornos y graves perjuicios á los productores y cosecheros de tabaco, á quienes, además, y con deplorable frecuencia, dejaba de pagarse el precio de las mercancías que se les obligaba á vender al fisco, porque éste se apoderaba para otros fines de los fondos del estanco. Por último, tampoco estuvo siempre en manos de las autoridades el manejo de este monopolio, sino que con frecuencia, y casi pudiera decirse que como regla general, se confiaba por medio de arrendamientos á compañías particulares que, como es fácil comprender, extremaban y exigían que se extremara el rigor de las disposiciones prohibitivas que por tantos y tan largos años tuvieron paralizada esta importantísima industria, sustrayéndola del impulso que seguramente le habría dado la iniciativa privada si se le hubiera dejado campo abierto. Los demás monopolios de la época colonial fueron cayendo poco á poco, los unos por improductivos, como el de la nieve, y otros, sin duda á causa de la imposibilidad de mantenerlos, por falta de materia prima en el país, como el del azogue. Sin embargo, y ya lo hemos dicho en páginas anteriores, el estanco de los naipes, abolido por las Cortes de Cádiz desde 1811, renació en 1842, probablemente como efecto de alguna apremiante angustia fiscal.

De esta manera, lo que se conseguía era arrebatar más y más á los ciudadanos las industrias que ellos ejercían ó que, como la del tabaco, podían haberse desarrollado en grande escala al favor de las condiciones propicias del clima y de la tierra; y en cambio, se quería implantar industrias difíciles, por exóticas, como la de los hilados y tejidos de algodón y lana y la del papel, que tantos y tantos sacrificios han impuesto á este país, y entre los cuales hay que mencionar uno de mucha trascendencia, la guerra económica y de tarifas alcabalatorias que nuestros Estados se han hecho entre sí y que no ha cesado sino hace pocos años.

Con efecto, al influjo siempre del principio proteccionista, los Estados en cuyo territorio se erigía una fábrica de mantas, casimires ó papel, se creían obligados á no contentarse con la prohibición que las leyes federales establecían para que del extranjero viniesen efectos similares, sino que, por medio de la alcabala y de la aduana interior, levantaban otra barrera para las mantas, los casimires ó el papel que en otro Estado se producían. Y el procedimiento, que llegó á ser hasta rutinario, era muy sencillo: se decretaba una alcabala ó derecho de portazgo elevadísimo para todos los efectos que elaboraban las fábricas del Estado, pero no se les aplicaba á éstos, sino sólo á los productos similares de otros Estados, y con el fabricante local se hacía una iguala ó ajuste á tanto alzado, fuere cual fuese su producción, lo que para él reducía la alcabala á proporciones muchas veces irrisorias.

Siguiendo también en esto las ideas del tiempo colonial, el comercio continuó siendo visto de reojo por las clases medias y superiores, cuyos hijos, si no querían bajar en la estimación social, tenían que vivir en la ociosidad ó dedicarse á ser abogados, médicos, sacerdotes ó soldados. De aquí la preponderancia que desde los primeros tiempos fueron adquiriendo los extranjeros en el ejercicio del comercio. Después de los españoles, y desalojándolos por completo de ciertos ramos, vinieron los ingleses, que á su

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