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tiempo que me dejaban libre graves y absorbentes atenciones del servicio público. Me he concretado, pues, á poner tan al corriente como lo han permitido las últimas publicaciones oficiales, los datos numéricos y estadísticos que estos estudios contienen, reservando para más tarde, si llegare á serme posible y el favor del público justificare las esperanzas del Editor, corregir ese y otros defectos que soy el primero en reconocer y confesar. México, 10 de Mayo de 1904.

Pablo Macedo.

CAPÍTULO PRIMERO

El comercio antes de la conquista y durante
la época colonial

Ha sido siempre el comercio estímulo poderoso de las grandes empresas humanas; y por más que para reconstituir la historia á la luz de los principios de la ciencia sociológica habrán de faltar muchos datos, que nuestros predecesores, juzgándolos sin importancia, no cuidaron de consignar, á medida que se avance en esa labor se irá viendo más y más claramente que el deseo del lucro, y especialmente del lucro mercantil, ha sido el móvil de muchos cambios y transformaciones en los pueblos y la causa de muchas guerras y conquistas que hasta ahora se han explicado por motivos exclusivamente políticos.

En otro orden de ideas, ha sido también el comercio un gran propulsor de los descubrimientos y adelantos que el hombre ha llevado á cabo. Sin remontarnos al mundo antiguo ni recordar, sino de paso, á los comerciantes fenicios, que tanto contribuyeron á que se conocieran entre sí los pueblos que habitaron la cuenca del Mediterráneo, fijemos por breves momentos nuestra atención en hechos muy conocidos de la época medioeval, cuna de la civilización y de las nacionalidades modernas.

Fué el comercio el que creó la grandeza y el que sostuvo el poderío de Génova y Venecia; cuando el cetro mercantil

cayó de sus manos, porque navegantes de otras naciones descubrieron derroteros nuevos que facilitaban el acceso á los antiguos mercados ó comarcas hasta entonces ignoradas, en donde los productos exóticos se obtenían más baratos y las mercancías europeas hallaban más lucrativo consumo, las orgullosas Repúblicas italianas perdieron también su importancia política, que pasó sucesivamente á otros pueblos.

Tocó al siglo xv, aunque en sus postrimerías, presenciar, con los descubrimientos de Cristóbal Colón, Bartolomé Díaz, Núñez de Balboa, Magallanes y Vasco de Gama, la mayor transformación que en este sentido registra la historia. Estos y otros audaces navegantes que les siguieron de cerca, movidos, más que por fines científicos, por propósitos mercantiles que en nada empequeñecen ni amenguan su gloria, hicieron que el hombre civilizado conociese por primera vez y de modo positivo el planeta que habitaba y que antes de esta época, por siempre memorable, le ocultaba más de la mitad de su extensión, perdida en el mare ignotum de las viejas cartas geográficas.

Casi coincidían estos descubrimientos con el impulso, por tantos conceptos prodigioso, que el espíritu humano recibió en el siglo XVI, presentando el admirable espectáculo del general desenvolvimiento de la actividad del hombre en los más variados campos de acción: en el de la política, con Carlos V, Julio II y León X: en el de las artes, con Leonardo de Vinci, Miguel Ángel y Rafael: en el de las letras, con Ariosto y el Tasso en Italia, y en España con esa pléyade de ingenios de que formaron parte Miguel de Cervantes y Lope de Vega: en el de las ciencias, con Mercator, Copérnico y Paré; todo lo cual determinó lo que se ha convenido en llamar «el Renacimiento», porque diríase que, efectivamente, la humanidad occidental de entonces salió á nueva vida de las negruras de la Edad media, como la larva que, abandonando el capullo, surge convertida en brillante y ágil mariposa para recorrer libremente el espacio.

En medio de este renacimiento, España se encontró dotada por Colón y las primeras expediciones que en pos de

él vinieron á las Antillas, no sólo con las riquezas de estas islas, sino con la mayor parte de la «Tierra firme» de nuestra América. Siguiendo de cerca á los descubridores, venían los aventureros; y al más afortunado y audaz de todos ellos, á Hernán Cortés, como la historia le llama preferentemente, le tocó subyugar el imperio azteca y el vasto territorio que se denominó «la Nueva España» y había de convertirse en el México moderno.

Pero antes de ver lo que España encontró aquí, veamos lo que ella misma traía en la materia cuyo estudio debe ocuparnos; ó en otros términos, examinemos, siquiera brevemente, las condiciones económicas de la nación conquistadora.

Acababa de consumarse la definitiva expulsión de los árabes del territorio español y se había unificado ya, con el matrimonio de Don Fernando y Doña Isabel, el gobierno político de la península ibérica. Parecía, pues, urgente por todo extremo unificar también la nacionalidad misma, compuesta de elementos tan diversos y variados, que algunas veces llegaban hasta el antagonismo.

¿No lo comprendieron así los políticos españoles, ó eligieron, como único medio para alcanzar ese fin, la consolidación y robustecimiento del vínculo religioso? No es ésta ocasión oportuna para discutirlo; consignemos sólo, como un hecho indudable y comprobado, que todas las medidas. trascendentales de esa época parecen inspiradas en el deseo de realizar la unidad religiosa á todo trance y por todos los medios. La expulsión en masa primero de los judíos y luego de los moros, que formaban el elemento laborioso é industrial de la nación: las guerras sostenidas en Alemania y Flandes por Carlos V y Felipe II y cuyo carácter fué eminentemente religioso; y, sobre todo, el establecimiento del formidable tribunal del Santo Oficio, son hechos característicos del espíritu dominante en la política de los reyes de

España, desde Don Fernando y Doña Isabel hasta el advenimiento de Felipe V. Todos los propósitos de la corona parecen haberse concentrado durante esa época en librar á sus súbditos de la contaminación de la Reforma y la herejía, aunque para ello hubieran de ponerse en olvido los intereses económicos y se encauzaran todas las fuerzas vivas del organismo social hacia las guerras que, en muchos puntos de Europa y contra muchas naciones á la vez, era preciso sostener. Agricultura, industria, comercio, ciencia positiva y, en una palabra, cuanto elemento es indispensable para constituir el bienestar material, sin el que es forzosamente transitorio y efímero el poderío político, nada significaban, ni había quién de estas cosas se cuidara: el triunfo de la fe, el brillo de las armas, y para realizar ambos fines, la concentración absoluta del poder en manos del rey, suprimiendo por completo toda iniciativa individual y ahogando todo germen de libertad política y económica, tales eran por aquel entonces los ideales de la nación cuyos representantes en esta parte de la América fueron Hernán Cortés y sus compañeros. Y como el malestar económico de la metrópoli alcanzaba al pueblo y al gobierno, y como se arraigaba más y más el error de que la riqueza se cifra en la posesión de los metales preciosos como moneda, un deseo inmoderado de explotación, sin tregua ni misericordia, completaba el conjunto de las ideas directoras de la gigantesca empresa colonial que para España significó el descubrimiento y sujeción de América, y en la cual, bajo el aspecto económico, no se buscaba el desarrollo de la industria ni del comercio metropolitanos, sino una fuente de metales preciosos para satisfacer las necesidades del tesoro del rey y para enriquecer á los particulares.

Aquí, el suelo estaba poblado por razas primitivas organizadas en diversas tribus; y aunque algunas eran ya sedentarias, apenas si habían comenzado á salir de la edad de la

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