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CAPÍTULO III

Desde el restablecimiento de la República hasta la época actual

Con la ocupación militar de la ciudad de México el 21 de Junio de 1867 y la instalación en ella, pocos días después del gobierno del señor Juárez, quedó restaurada la República y puede decirse que comenzó á estar vigente la Constitución de 1857.

Más de diez años habían transcurrido desde que, al iniciarse la revolución de Ayutla, comenzara la profunda crisis política, religiosa y económica que había mantenido al país en una guerra constante y no interrumpida ni siquiera un día; pero al fin, después de tan larga y ruda prueba, la nación había salido de ella como de un crisol, purificada y libre de los elementos que hasta entonces la habían impedido crecer.

Los estancos y monopolios habían caído por tierra: las prohibiciones, aunque todavía inscritas en el Arancel Payno ú Ordenanza de 1856, que continuaba vigente, no se hacían efectivas por contrarias á la Constitución: aunque los bienes nacionalizados sufriesen todavía en el mercado una depreciación que las preocupaciones religiosas imponían y que sólo el tiempo debía hacer desaparecer, la mano muerta había

concluído, y no sólo se habían convertido en propietarios los millares de antiguos inquilinos y arrendatarios de las fincas y haciendas que pertenecían á las corporaciones civiles y eclesiásticas, sino que el territorio estaba liberado del inmenso gravamen hipotecario que representaban los capitales que prestaba la Iglesia, único banquero antes de la Reforma. Había vuelto, pues, á la masa social lo que una obra secular había substraído lenta é implacablemente de la circulación, y de aquella infusión de sangre podía esperarse el robustecimiento del organismo, antes condenado á profunda anemia.

Por otra parte, la actitud de las naciones europeas, que sin excepción reconocieron al gobierno imperial que trajo y no pudo sostener el ejército de Napoleón III, permitía á la República desconocer justa y honradamente la vigencia de las convenciones diplomáticas que en aciagos días se habían celebrado para amparar créditos no siempre legítimos, á cuyo pago se consignaba lo más florido de las rentas públicas; y aunque tales créditos no fuesen, como no debían ser, desconocidos ni rechazados, era posible, por lo menos, proceder á su depuración y arreglo, al mismo tiempo que al del resto de la deuda pública. Además, la nación había adquirido confianza en sus fuerzas, y los ministros extranjeros, cualquiera que fuese la nación que representasen, no serían en lo sucesivo los personajes de influencia incontrastable á cuyas exigencias era imposible resistir.

En una palabra, la independencia nacional se había conquistado así en el interior como en el exterior, y era lícito esperar que, en lo futuro, los gobiernos que la República se diera, fuesen quienes, conforme á la ley y á la conve niencia pública, dirigiesen efectivamente los destinos de la patria.

Muchos problemas quedaban todavía en pie (imposible fuera negarlo), porque desde 1821 no sólo se había perdido el tiempo por lamentable modo, sino que los caminos hasta entonces seguidos y que casi siempre fueron extraviados, habían engendrado ideas erróneas que precisaba rectificar y

hábitos sociales detestables por muchos conceptos que urgía corregir. Además, la masa popular continuaba en la ignorancia, y mucha parte de la clase media, á la que no se había dotado de una instrucción sólida y positiva, no tenía sino una imperfectísima y lamentable educación social, en que por mucho entraban ideas políticas profundamente disolventes y anárquicas, resultado de la indeclinable reacción que tiene que producirse en los comienzos de una era de libertad, cuando sin transición y por medios violentos ella sucede á otra de restricciones y de verdadero despotismo.

Por otra parte, las reformas sociales y económicas no pueden implantarse en un día, y sólo un visionario puede creer que la inscripción de principios liberales en las leyes basta para que la libertad exista. Es éste un bien que sólo alcanzan los hombres y los pueblos que saben merecerlo; y para ello, más que para otras muchas cosas, es indispensable elemento una disciplina intelectual y moral que se traduzca en la subordinación efectiva á un jefe supremo que obre dentro de determinadas reglas superiores, sin quebrantarlas jamás ni en ningún caso. Y como esto no se improvisa, no debe sorprendernos que todavía muchos años después de la restauración de la República hayamos seguido siendo víctimas de nuestros antiguos errores, hasta que, de modo permanente, la ciencia substituyó al empirismo en la dirección de nuestros intereses económicos y un gobernante de cualidades personales verdaderamente notables, halló el modo de disciplinar, aprovechándolos en favor de la paz y de la tranquilidad, los elementos dispersos que en tiempos anteriores habían venido acumulándose lentamente en múltiples formas.

Estos resultados habrían sido irrealizables, si las condiciones creadas por la orientación hacia la libertad de nuestras leyes fundamentales, no hubieran sido propicias á la evolución nacional; y como esas condiciones no han existido entre nosotros sino después de 1867, puede asegurarse que sólo entonces comenzó la verdadera evolución mercantil de México, como esperamos quedará demostrado en las si

guientes páginas, en que procuraremos hacer perceptible el encadenamiento de los factores que han determinado el estado presente de nuestro comercio en cada uno de sus

ramos.

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Y entrando desde luego en materia, nos ocuparemos primeramente en dar una idea de nuestros aranceles, por la grande influencia que leyes de esta naturaleza tienen en el comercio internacional.

Cinco de ellas se han expedido en el período á que esta parte de nuestro trabajo se refiere: fué la primera, obra del distinguido estadista don Matías Romero, y se publicó en 1.o de Enero de 1872; la segunda se promulgó en 8 de Noviembre de 1880, siendo ministro de Hacienda don Manuel Toro; la tercera y la cuarta fueron sancionadas respectivamente en 24 de Enero de 1855 y 1.° de Marzo de 1887, cuando la mencionada Secretaría estaba á cargo del señor don Manuel Dublán, pero han sido consideradas como obra de su oficial mayor primero don José Antonio Gamboa, que por muchos años había sido administrador de la Aduana de Veracruz; la quinta y última, promulgada en 12 de Junio de 1891, poco tiempo después de la muerte del señor Dublán, fué autorizada por el citado señor Gamboa como encargado del despacho de la Secretaría, y aunque en su formación intervino una comisión especial, la presidía el señor Gamboa y sus opiniones eran preponderantes.

Examinemos ahora con algún detalle estas leyes, recordando brevemente cuál era la situación en 1867.

El gobierno republicano, como hemos dicho ya, encontró todavía vigente la Ordenanza de 1856, y en medio de la inmensa labor de crear, más que de organizar, la administración pública en todos sus ramos, el importantísimo de Hacienda quedó en manos del ilustre don José María Iglesias, que venía desempeñándolo desde 1864 y que, con el señor

Juárez y don Sebastián Lerdo de Tejada, constituía la trinidad de abogados que había presidido á la defensa contra la intervención y el imperio.

La salud del señor Iglesias no le permitió soportar la rudísima labor material que le impuso el desempeño de la cartera de Hacienda, y á poco, en Enero de 1868, le sucedió en el puesto otro abogado, el señor don Matías Romero. El señor Iglesias, en la Memoria con que de sus actos dió cuenta al Congreso de la Unión en Febrero de ese mismo año, nos hace saber que se propuso como norma invariable de conducta y observó inflexiblemente dos principios: imponer la autoridad federal en el manejo y disposición de las rentas de la federación, prohibiendo que en estos asuntos se mezclasen los jefes y las autoridades locales, como durante la guerra había sido preciso consentirlo, y no disminuir los ingresos por ningún acto del gobierno, como en tiempos. anteriores se había hecho al celebrar contratos, generalmente leoninos, por los cuales los comerciantes, haciendo anticipos sobre los derechos aduanales, obtenían de hecho grandes rebajas en su monto. Desgraciadamente, no todos los ministros de Hacienda que le sucedieron observaron estos principios con la misma inflexibilidad que el señor Iglesias; de haberlo hecho, se habría conquistado desde entonces el gran bien de la uniformidad en los impuestos que en recientes fechas hemos alcanzado y que antes era irrealizable por la penuria del fisco y por los trastornos revolucionarios.

Como ya queda dicho, al señor Iglesias sucedió en la dirección hacendaria el señor don Matías Romero, uno de nuestros hombres públicos á quienes la opinión trató durante su vida con lamentable injusticia, que fuerza es reparar siquiera consagrando á su memoria el tributo que merecen el patriotismo, la abnegación, la constancia y las elevadas y sanas ideas que presidieron á su inmensa labor. Acaso volvamos adelante sobre este asunto, después de haber visto de cerca lo que hizo el señor Romero; por ahora haremos constar solamente que uno de sus primeros actos en 1868 fué declarar, en forma de circular dirigida á las aduanas, que no

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