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de nuevo mandó cobrar por primera vez la de 31 de Mayo de 1878; la plata y el oro amonedados y en pasta, las maderas y la orchilla pagaban derechos á su exportación; los Estados cobraban á las mercancías un derecho de consumo, y esto imponía la necesidad, en el tráfico interior, de trabas, restricciones y requisitos que quiso abolir el primitivo Arancel de 1872. La condición, pues, del comercio bajo todos estos aspectos había empeorado. Como una mejoría podrían presentarse: la adición de tres fracciones á los artículos libres, las rebajas de algunas cuotas y la mejor definición de las mercancías gravadas, pues la tarifa del Arancel Romero contenía 775 fracciones y la de 1880 llegó á 894, es decir, contuvo 199 nuevas, que hacían más clara la ley. Por último, como ya hemos dicho, las penas del contrabando fijadas por la ley de 1879 se reprodujeron en este Arancel de 1880 que, reuniendo numerosas disposiciones, simplificó los asuntos de aduanas. Si nuestros informes son exactos, esta obra meritoria de refundición fué llevada á cabo por el señor don Jesús Fuentes y Muñiz, que más tarde ocupó la Secretaría de Hacienda.

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Poco duró el alivio producido por el Arancel de 1880. Bajo la administración presidencial del señor general don Manuel González, en éste, como en todos los demás ramos, se introdujo un tremendo desorden, tanto más de lamentarse cuanto que, habiendo afluído entonces á la República no sólo los capitales que exigió la construcción de nuestros grandes ferrocarriles, sino otros muchos que se emplearon en empresas de todo género, la situación general de los negocios debía haberse mejorado considerablemente. El principio de nuestra resurrección económica tuvo lugar en esa época, y si se hubiera sabido encauzarla, la nación no habría tropezado con los obstáculos que después ha habido que remover con sacrificios dolorosísimos; desgraciadamente no fué así y la coyuntura favorable que con el

aumento de los ingresos fiscales se presentaba para regularizar los impuestos, disminuir los altos derechos arancelarios, abolir las alcabalas y, en una palabra, emprender la obra completa de reorganización hacendaria que las angustias del Erario habían impedido hasta entonces aun á ministros tan aptos y clarividentes como el señor Romero, esa coyuntura, decimos, no sólo se perdió sino que más bien se tornó en factor de perturbación.

Con efecto, y adoptando el sistema, ó más bien dicho, la funesta corruptela de variar las cuotas y aun las bases mismas de las contribuciones más importantes en las leyes de presupuestos, cada ley anual de ingresos fué un motivo. de trastornos y de nuevos gravámenes para el comercio. La de 31 de Mayo de 1881, refrendada y probablemente iniciada por el ministro don Francisco de Landero y Cos, fué especialmente dura; pues el derecho de exportación que ya pagaban el oro y la plata amonedados y en pasta y los de acuñación, ensaye y apartado que causaban las pastas de estos metales, se hicieron extensivos á la piedra y polvos minerales cuya ley excediese de siete milésimos y, en general, á la plata y al oro en todas sus formas de sulfuros, concentrados y ligas con otros metales; se duplicó el derecho de exportación de la orchilla; se recargó con un derecho adicional de un peso por tonelada la salida de las maderas nacionales de toda especie, de construcción y de ebanistería, y con el de un peso cincuenta centavos el tránsito de las extranjeras por los ríos y puertos de la República; se gravó con un derecho adicional de 30 por 100 sobre su precio de plaza por mayor, á los licores y bebidas embriagantes extranjeros, y lo que fué peor que todo lo demás, se creó un derecho adicional que se llamó de bultos, de 50 á 100 centavos por cada 100 kilogramos de peso de toda mercancía extranjera, aun cuando fuera de las libres de derechos de importación, formándose, para hacerlo efectivo, una larga tarifa especial que se publicó en 25 de Junio siguiente.

Todos estos aumentos se hicieron sin disminuir en nada

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los derechos de importación; y como si lo hecho no fuese ya bastante, se decretó una ampliación á la ley del timbre conforme á la cual el tabaco cernido ó labrado quedó sujeto á ese impuesto en la odiosa forma de adherir estampillas, cuyo valor variaba desde medio centavo hasta un peso, sobre las cajas, paquetes ó envolturas de tabaco nacional ó extranjero que se tuvieran en «los lugares destinados especial, secundaria ó accidentalmente á su expendio al menudeo>>.

El presupuesto del año siguiente de 1882, que ya no autorizó el ministro Landero y Cos, sino el señor Fuentes y Muñiz, exceptuó algunos, aunque pocos, artículos del derecho de bultos y abolió los de exportación sobre el oro y la plata amonedados en pasta, en polvo, en piedra ó cualquiera otra forma, substituyéndolos con un impuesto de timbre de 2 por 100 sobre la plata y 1/4 sobre el oro, en cualquiera forma que no fuese la de moneda. De entonces data la abolición, por fortuna nunca derogada después, del impuesto de exportación sobre la moneda nacional.

Los presupuestos de los dos años siguientes dejaron relativamente tranquilo al contribuyente; pero todo el año de 1884 fué de sufrimientos y calamidades para el comercio, porque los apuros pecuniarios de aquel desbaratado gobierno le llevaron á los mayores extremos. Recordaremos, aunque sólo de paso, la emisión de la moneda de níquel, repetición, aunque en menor escala, de la de cobre de 1836 y la necesidad en que el Erario se vió para atender malísimamente á las más urgentes de las necesidades públicas, de emitir certificados especiales de aduanas en que era obligatorio hacer el pago de la parte de los derechos de importación y cuyo producto se destinaba á satisfacer los préstamos hechos al gobierno y las subvenciones prometidas á los ferrocarriles.

La consignación de la renta de aduanas hecha en esta forma llegó á ser por tal modo importante, que, según la circular de 12 de Febrero de 1884, ya alcanzaba en esa fecha al 57 por 100 en todas las aduanas; en la de Veracruz,

que ha sido siempre la más importante, llegaba al 76, y en las de Matamoros, Tampico, Manzanillo y Mazatlán, al 782. Fortuna fué para el Erario, para el comercio y para el país en general que en época tan calamitosa haya existido el Banco Nacional de México, sólida y prestigiada institución de crédito que ya se había hecho digna de la confianza pública y que se encargó de realizar esos certificados de Aduana siempre en plata y á la par y de distribuir su producto entre los diversos acreedores. Sin esta circunstancia, habríamos visto todavía en 1884 las mismas órdenes de Aduana y los mismos descuentos en los derechos, que eran el pan cotidiano bajo todos los gobiernos del período de nuestra anarquía política y que tantos y tan hondos trastornos causaban al comercio nacional y extranjero.

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Á esta formidable baraúnda vino á poner fin la segunda administración del señor general don Porfirio Díaz, cuyo ministro de Hacienda don Manuel Dublán se dió prisa, en medio de la angustiosa situación del erario, á reformar las leyes vigentes en materia de Aduanas.

Acaso en tan difíciles momentos hubiera sido cuerdo volver sencillamente al régimen del Arancel de 1872, refundido en el de 1880; pero probablemente se temió la inmediata consecuencia de disminuir los ingresos fiscales ó se tuvo en un cambio radical de sistema, inspirado por hombres que tal vez tenían experiencia empírica, pero que de seguro carecían de ciencia, una confianza que, por desgracia, no justificaron los hechos que vamos á referir. Sea como fuere, lo cierto es que apenas inaugurada la nueva administración se expidió la Ordenanza de Aduanas de 24 de Marzo de 1885 y que ella introdujo muchas y muy importantes novedades que durante algún tiempo, aunque por causas diversas de las que hasta entonces habían traído en desequilibrio al comercio de importación, influyeron en continuar ese lamentable estado.

En primer lugar, la nueva Ordenanza redujo muchísimo

la lista de los artículos libres de derechos de importación, aunque no del de bultos, y de ella desaparecieron cuarenta y dos fracciones, quedando reducida sólo á veintiuna. El maíz y su harina, la avena, el acero en barras, el azufre, las cañerías, las máquinas y aparatos de todas clases para la agricultura, la industria, la minería, las ciencias y las artes, el guano, el hiposulfito de sosa, el salitre, el sulfato de cobre, los libros impresos, á la rústica ó con pasta, los tipos y demás útiles de imprenta y litografía, la pólvora para minas y las viguetas de fierro, fueron artículos que quedaron más ó menos gravados en la nueva Ordenanza. Además, casi todas las cuotas, con relación al Arancel de 1880, fueron recargadas: en términos generales, puede decirse que el aumento fué de 10 por 100, pero mucho mayor en numerosos artículos.

Por otra parte, el sistema de aforo quedó absolutamente abolido y no sólo se adoptó el específico, sino que rarísimas fueron las fracciones de la tarifa que tomaron como unidad para la aplicación de derechos la pieza, el millar ó el metro cuadrado: la base fué, casi sin excepción, el peso de las mercancías, unas veces neto, otras bruto, es decir, con envases y empaques interiores y exteriores, y otras sólo con los envases ó empaques interiores, á lo que se llamó peso legal. Aunque la tarifa contenía 696 fracciones, la nomenclatura no podía ser completa y ocurrióse, en consecuencia, al sistema de asimilación, esto es, á clasificar la mercancía ó artefacto que no estuviese expresamente mencionado, por medio de su semejanza con alguno de los ya comprendidos en la tarifa. Esta asimilación comenzó á hacerse realmente en la Ordenanza misma, en un vocabulario dispuesto por orden alfabético, que se declaró anexo á la tarifa y que, indicando solamente el nombre del artículo y el número de la fracción aplicable, es mucho más amplio que la tarifa misma. Por lo que hace á los efectos omitidos en el vocabulario y en la tarifa, se facultó á las Aduanas para que, oyendo el juicio de peritos, declarasen qué fracción debía aplicarse por asimilación ó semejanza, atribuyendo en definitiva á la Secre

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