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engendra necesariamente la resistencia y la lucha; ya porque á todo aquello que pugna con el principio de justicia que el Divino Maestro encerrara en la fórmula que acabamos de trascribir, sólo le está reservado una existencia efímera que, cuando más, sirve de amarga lección al humano espíritu.

Á nadie, pues, que haya reflexionado un instante sobre las causas que influyen en la suerte de los imperios, producirá el menor asombro el hecho de que aquellas inmensas prerogativas de los Romanos Pontífices fueran paulatinamente perdiendo su fuerza y eficacia, así como se deshace y desaparece el humo de los combates; y que los anatemas del Cielo, arma terrible que el Papa-rey esgrimiera cada vez que se intentaba desconocer su autoridad, perdía también su prestigio y vigor, á medida que soberanos y súbditos, por el natural progreso de los espíritus, iban adquiriendo mayor conciencia de sus derechos y libertades.

Otras causas, más positivas y tanjibles que éstas, vinieron asi mismo á cooperar en la conmoción que agitaba los espíritus y á impulsar el movimiento reformista de principios del siglo XVI.

Con efecto, la desaparición del feudalismo, que tanta fatiga impuso á los soberanos de Inglaterra, Francia y España y que sólo vino á ser un hecho consumado en las postrimerías del siglo XV, importó para la influencia, que en los destinos de Europa ejercía el Vicario de Cristo, un golpe decisivo y trascendental; porque los reyes, fuertes ya en el interior por la unión y obediencia de sus súbditos, no necesitaron en adelante para el afianzamiento de sus tronos y hacer grande y fructífera su autoridad, que vinieran en su auxilio las órdenes y anatemas de Roma.

Y las consecuencias del exterminio de los señores feudales, en cuanto al orden de ideas que nos preocupa, no se pararon aquí.

Libertos ya de la primera atención que les impusiera la autonomía de sus estados, bien convencidos de que una parte del pueblo deseaba también conquistar una relativa independencia sobre la Iglesia de Roma, á fin de verse libre de los tributos por ésta exigidos para el sostenimiento de su culto, algunos de aquellos príncipes, marchando adelante en sus propósitos, atizaron y apadrinaron la reforma religiosa dentro de sus dominios fermentaba, reforma que debía convertirlos en Pontífices de sus propios súbditos.

que

La codicia fué también parte muy considerable en esta evolución. Los obispos, los abades y principalmente los institutos monásticos tenían por ese entonces inmensas riquezas acumuladas en sus manos, con las cuales, sin descuidar los intereses religiosos atendían también

al ensanche, al predominio de la sociedad espiritual sobre los gobiernos temporales.

No era, pues, aliciente de poco momento la perspectiva de echarse sobre tan cuantiosos bienes en una época en que el erario regio estaba exhausto por los desembolsos que le demandara la guerra contra el feudalismo. Los reyes así lo comprendieron; y talvez fué éste el motivo que más influyó en sus ánimos para secundar y protejer la reforma religiosa del siglo XVI.

Preparado así el terreno para acontecimiento tan grave, allanadas y vencidas con anteración las dificultades de más peso, á nadie puede sorprender la audacia con que el oscuro fraile de Eisleben proclamara en 1517 el principio del libre examen, la completa emancipación de la Corte de Roma y enarbolase el estandarte de una nueva religión á cuya sombra todos podían cobijarse, ya que no exigía ni ayunos ni penitencias, y á todos también prometía, sin atención á las obras, la recompensa de una eterna felicidad. Menos debe causar asombro el calor con que los reyezuelos de Alemania y los un poco más fuertes de Dinamarca, Suecia y Noruega, abrazaron la causa del heresiarca, imponiendo igual línea de conducta á sus súbditos y con caractéres tales de intolerancia, que veinte años después de proclamado el cisma, el nombre y las doctrinas de Lutero fueron reverenciados del Rhin al Niemen, del Danubio á las frígidas costas del Báltico. Ni aún tampoco debe sorprendernos, que revolución tan profunda se operara en la nebulosa Albión, en donde dominaba un monarca corrompido en sus costumbres, de carácter altivo y soberbio, presuntuoso y fanático como todo disertador teológico, y cruel y cobarde en sus venganzas, hasta el extremo de sentar las bases de la religión de que se hacía Pontifice sobre los cadáveres de 70,000 de sus más nobles y exclarecidos súbditos.

Todo eso fué la obra, la consecuencia inevitable de las múltiples y variadas circunstancias de que poco ha hemos hecho mérito.

Sinembargo, revolución tan gigantesca, conmoción tan intensa, no alcanzó á variar en parte perceptible las antiguas relaciones que existían entre la Iglesia y el poder temporal. Antes por el contrario, ellas comenzaron á generarse en condiciones más irritantes para el predominio de aquella.

Hasta Lutero, todos los cristianos veían en el Pontífice de Roma al Vicario de Jesu-Cristo, al representante infalible de la verdad religiosa, al amparador de sus derechos, aún los terrenales, en las exacciones de los príncipes. Desde la reforma, los disidentes de Roma encontráronse con tantos pontífices cuantos eran los príncipes á que rendían

obediencia; con dogmas y liturgias que variaban según el capricho y los intereses políticos de estos, quienes además estaban secundados en todas ocasiones por los que con el evangelio en la mano predicaban las doctrinas de Lutero, de Juan Huss, Calvino, Enrique VIII, etc.

El carácter, pues, de las relaciones de Iglesia y Estado no se modificó en parte sustancial.

De la omnipotencia de Roma pasóse á la de los príncipes temporales; y las cien pequeñas iglesias que surgieron de las doctrinas de aquellos reformadores viéronse obligadas á recibir sus obispos, sus presbíteros y todo lo que miraba á la propagación de la fe evangélica de las manos mundanas de esos monarcas.

Probado queda, entonces, que el gran movimiento religioso del siglo XVI no pudo ser más anómalo é irregular en sus consecuencias; apesar de que no vacilamos en reconocer que la emancipación de las conciencias que trajera consigo en una parte de la Europa, fué uno de los antecedentes que dió más impulso á la revolución politica-social del siglo XVIII.

La autoridad de los Romanos Pontífices en materia de fe, obedecía á un orden lógico de ideas, ya que ellos hánse dirigido siempre á la cristiandad en el carácter de sucesores de los apóstoles. Idéntico atributo en los gobiernos temporales equivalía á un anacronismo, á una confusión imperdonable de los objetivos que persiguen de su propia cuenta la sociedad religiosa y la política, á una intrusión mortificante. en el sagrado fuero de la conciencia humana.

Empero, los fines principales que tuvieron en vista los autores de la reforma estaban alcanzados: los disidentes de Roma no habían ya menester de grandes sacrificios para ganar el cielo, los príncipes estaban ya en posesión de las grandes riquezas del antiguo culto, y su autoridad fuerte é incontrastable en el interior por el nuevo ascendiente que habían adquirido sobre sus súbditos, no vió ya en los sucesores de San Pedro la menor amenaza. La guerra contra la tiara, esa lucha tenaz que por espacio de tantos siglos tuviera en constante agitación á los emperadores de Alemania, quedaba así concluida para siempre. Resumamos, ahora, las precedentes consideraciones.

Sin desestimar la parte más ó menos importante que á la reforma del siglo XVI haya cabido en los múltiples progresos de la época moderna, es lo cierto que más que á la emancipación de la Iglesia, ella tendió á supeditarla y gobernarla para siempre, hasta el extremo de ser difícil, por no decir imposible, saber en dónde está la cabeza del gobierno espiritual ó temporal haciendo así renacer la teocracia, que hiciera tan odiosos á los gobiernos antiguos. El sistema jurisdiccio

nal ó unionista, cuyas primeras bases fueron echadas por el hijo de Santa Elena, puede decirse que se solidificó y completó mediante la nueva autoridad que, por ese acontecimiento histórico empezaron á revestir los príncipes protestantes de la antigua Iglesia.

Y hay tanta verdad en estas afirmaciones, que ni los soberanos más regalistas de los tiempos modernos, los muy católicos de la ilustre España, pueden competir con los de Inglaterra, Prusia, Dinamarca y demás naciones protestantes, en cuanto á los derechos de que se creen investidos, sobre las Iglesias de sus respectivos dominios.

Mientras los gobiernos del occidente de Europa ejercitan el patronato y demás regalías del Estado, apoyándose en concesiones apostólicas ó en los derechos inherentes á la soberanía nacional; los príncipes disidentes de Roma dirigen los destinos de sus respectivas Iglesias, sin más limitación que la que puede ofrecerle su voluntad omnipotente.

En suma: los soberanos católicos son cuando más delegados de los Pontifices de Roma; los soberanos protestantes llevan la tiara y el cetro, son á la vez cabeza temporal y espiritual para sus súbditos.

IV.

DIFERENCIA SUSTANCIAL ENTRE LOS TIEMPOS MEDIEVALES Y MODERNOS

SOBRE LA AUTORIDAD QUE EJERCIERON LOS ROMANOS PONTÍFICES.

Mientras así nacían y se constituían las nuevas Iglesias en los pueblos septentrionales de Europa, mientras con tan detestable criterio se resolvía el problema de su propia independencia; veamos como seguian generándose las recíprocas relaciones entre el Supremo Jerarca de la Iglesia Católica y los gobiernos y pueblos del Occidente, que se mantenían fieles y firmes en la unidad ortodoxa. Tal complemento de la reseña en que estamos empeñados nos es indispensable en las presentes circunstancias; porque con él talvez conseguiremos dar una somera idea de la naturaleza de las relaciones que en los tiempos modernos han dominado entre la Iglesia y el Estado, permitiéndonos al propio tiempo orientarnos acerca del régimen que impera en Chile entre estas dos grandes entidades.

La sumisión y acatamiento á las órdenes pontificias, que fué el signo característico de las naciones católicas en los tiempos medievales, no continuó manifestándose en los pueblos del Occidente durante la

época moderna, y sobre todo desde que Lutero enarbolara el estandarte de la rebelión.

Paulatinamente el Romano Pontífice comenzó á perder en fuerza y prestigio; y ¡cosa singular! los mismos reyes que se apellidaban católicos y que consagraban su tiempo, sus escudos y sus mejores soldados á la difusión de la fe ortodoxa en las lejanas comarcas que no ha mucho recibieran como un dón de las manos del Vicario de Cristo, fueron también los primeros en reivindicar para sí una serie de prerogativas sobre las iglesias de sus vastos territorios, en negociar con la Santa Sede tratados por los cuales se les reconocían esas prerogativas y aún llegaron en ocasiones solemnes á desoir la voz del Padre Común de los fieles.

Bien profunda es, pues, la diferencia entre el modo como comprendieron y llenaron sus deberes los pueblos y gobiernos de una y otra época.

Lo que en los tiempos medios importaba sólo una tolerancia de parte de Roma, en los modernos pasó á ser un derecho inherente á la soberanía nacional, un precepto escrito en los códigos políticos.

Fué así como una y otra entidad fueron ganando y perdiendo alternativamente, y como comenzaron á formularse las premisas del problema político-social, que hoy es materia de estos Estudios.

Y á fin de comprobar esta tesis, hagamos mérito de algunos hechos de la historia de España, ya porque en sus añejas instituciones hállase en gran parte el origen del sistema jurisdiccional que nos gobierna, ya porque esta gran nación ha sido la más regalista de todas las que hasta hoy viven en estrecho consorcio con la Silla Apostólica.

V.

ELECCIONES DE OBISPOS EN LOS PRIMEROS SIGLOS DE LA ERA CRISTIANA; COSTUMBRES QUE DOMINABAN ÉN ÉSPAÑA Á ESTE RÉSPECTO.-CONCESIONES APOSTÓLICAS Y CONCORDATO ENTRE LA SANTA SEDE Y LOS REYES CATÓLICOS SOBRE ESTE MISMO ASUNTO.

Sábese que los primeros cristianos designaban á sus obispos por medio de elecciones populares, reservando al Papa la institución canónica; y que este procedimiento, en buenos términos, violatorio de la disciplina de la Iglesia, era impuesto por las circunstancias.

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