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Aunque se exigiera la unanimidad de votos para el rechazo de una solicitud de desafuero, nada, absolutamente nada habríamos avanzado en el terreno de la justicia y de la conveniencia pública.

El mal está en la índole misma del precepto constitucional, que burla la justicia, porque la saca de su santuario para entregarla á los azares del voto de un cuerpo politico; que desnaturaliza y amortigua la responsabilidad de los funcionarios públicos, puesto que sus actos criminales los coloca al abrigo de aquel en cuyo nombre han hablado y ejecutado; que borra una de las primeras y más importantes garantías constitucionales, la igualdad ante la ley.

Si la Carta debiera contener á este respecto algunas excepciones, que ellas fueran en obsequio del ciudadano, víctima á menudo de los desmanes de esos pequeños sátrapas que frecuentemente gobiernan nuestras provincias y departamentos.

La ley está llamada á proteger al débil, jamás á servir de escudo á los opresores.

Lo primero forma el gobierno republicano, lo segundo es el despotismo, tanto más execrable, cuanto más hipócrita se presenta.

Que la ley tenga el coraje de llamar á cada cosa por su nombre, de deslindar con fijeza los derechos de cada cual, y entonces habremos echado las bases de un sistema de gobierno que á todos, gobernantes y gobernados, protegerá con igual eficacia.

7. (Ley de 24 de Octubre de 1874). Prestar su acuerdo para declarar en estado de asamblea una ó más provincias invadidas ó amenazadas en caso de guerra extranjera.»

No entraremos en el espinoso terreno de averiguar qué es lo que se entiende por estado de asamblea, ó en otros términos, si las atribuciones que corresponden á un general en jefe de ejército en paraje de asamblea, según el tít. 59 de la ordenanza de la materia, están ó no limitadas por las garantías que á todos los habitantes acuerda la Carta de 1833.

Abrigamos esta duda apesar de la correspondencia cambiada en 1872 entre el Supremo Gobierno y la Corte Suprema de Justicia á propósito de un bando promulgado por el general en jefe del ejército del Sur y en la cual ambos estuvierou de acuerdo sobre varios puntos generales; porque ni una ni otro emanan del Poder Legislativo, única autoridad competente sobre la materia. (4).

[4] Según el señor Huneeus, Constitución ante el Congreso, tomo 2.o, pág. 219, fueron los siguientes: (1°. que los bandos de un general en jefe en paraje de asamblea no pue

Sea de ello lo que fuere, cualquiera que sea la latitud que se dé á una declaración de estado de asamblea, es verdad que ella en su más ínfima expresión arrebata á los individuos de un ejército la garantía de ser juzgados en materia criminal conforme á las ritualidades comunes á todos los juicios.

Ahora bien ¿no se consultarían mejor las conveniencias públicas entregando una atribución tan importante en manos del Poder Legislativo ó de la Comisión Conservadora en su receso?

El estado de guerra es bastante grave en sí, y jamás nos será lícito empeorarlo, apartándose de la senda de la justicia, en cuyo nombre se derrama la sangre de hermanos.

Habrá casos, y talvez no improbables, en que á los peligros de una conmoción exterior, únanse los de una interior; y entonces el Presidente de la República para libertarse de los enemigos que amenazan su autoridad, podría entregar á los rigores de la ley marcial una ó más provincias del Estado, aunque fuera remotísimo el temor de una invasión extranjera.

Las famosas declaraciones de estado de sitio, que tantas lágrimas hicieron derramar en tiempos no lejanos, y cuya vuelta se ha hecho imposible después de la reforma constitucional de 24 de Octubre de 1874, envuelven lecciones demasiado dolorosas para echarlas en olvido. (5).

La semilla del despotismo flota en la atmósfera y para caer sobre la tierra, brotar y producir copiosos frutos, sólo se necesita de un poco de abandono, que los vientos purificadores de la libertad dejen de soplar con ímpetu.

La vida y el honor de los ciudadanos son bienes demasiado preciosos para que consintamos en entregarlos al vaivén, á los azares de la política.

8. El Consejo de Estado tiene derecho de moción para la destitu

den comprender á los individuos que no pertenezcan á ese ejército ó que no lo sigan; 2.o que la jurisdicción de los jueces ordinarios sobre las personas á quienes la Ordenanza militar no sujeta al fuero de guerra, no puede ser alterada ni menoscabada por dichos bandos; y 3.o que las penas señaladas por la misma Ordenanza para los delitos que ella define, no pueden tampoco ser modificadas en virtud de esas disposiciones.)

(5) Por la parte 20.o del art. 82 corresponde al Presidente de la República, de acuerdo con el Consejo de Estado, declarar en estado de sitio una ó más provincias en caso de conmoción exterior.

Según el art. 161 de la primitiva Constitución de 1833, la declaración de estado de sitio importaba en términos generales la suspensión de las garantías individuales, es decir, algo de lo que hoy puede valer una declaración en estado de asamblea.

ción de los Ministros del despacho, Intendentes, Gobernadores y otros. empleados delincuentes, ineptos ó negligentes.>>

Si las anteriores atribuciones son invasoras de las que corresponden al Poder Legislativo y Judicial; la presente va encaminada á terciar de lleno en los actos del Ejecutivo, y como el Consejo de Estado, según lo dicho, no es otra cosa que una sombra de este mismo poder, resulta entonces que este precepto es ridículo é irrisorio.

Con efecto ¿necesita acaso el Presidente de la República de la iniciativa de los Consejeros de Estado para desprenderse de sus Ministros ú otros subalternos? ¿Ó será por ventura que los convencionales quisieron libertar al Presidente de la República de la ojeriza que siempre traen consigo medidas de esa naturaleza?

Si así fuera, no hay duda que ellos merecerían por ese doblez de espíritu que han sancionado con el precepto en examen, el más irrevocable anatema de la posteridad.

Además, no son los Consejeros de Estado, extraños á la mayor parte de los actos de la administración, los que están más en aptitud de orientarse acerca de la competencia ó incompetencia de los empleados subalternos del Ejecutivo. Es el Presidente de la República, que á todas horas está en contacto con ellos, el llamado á destituirlos ó premiarlos según su conducta.

La atribución octava debe pues suprimirse, ya que ella importa un principio de desgobierno é inmoralidad.

XIII

EXAMEN CRÍTICO DEL ART. 105 DE LA CONSTITUCIÓN DE 1833

«Art. 105. El Presidente de la República propondrá á la deliberación del Consejo de Estado:

1. Todos los proyectos de ley que juzgare conveniente pasar al Congreso.

2. Todos los proyectos de ley que aprobados por el Senado y Cámara de Diputados pasaren al Presidente de la República para su aprobación.»

Aunque el Poder Legislativo reside en el Congreso, según lo dispone el art. 13 de la Carta Fundamental, también es verdad que el Ejecutivo interviene en la formación de las leyes, á tal punto que bajo este carácter puede considerársele como una tercera rama del Poder Legislativo y probablemente más importante que las otras dos que forman el Congreso.

Con efecto, por el art. 40 corresponde al Presidente de la República el derecho de iniciativa para la formación de las leyes por medio de mensajes pasados al Congreso; por los arts. 44, 45 y 46 puede vetarlas cuando no las conceptúe encaminadas á la felicidad de la nación, y por último, para su promulgación, han menester del acuerdo del Consejo de Estado.

Y no pára aquí la intrusión del Poder Ejecutivo en la formación de las leyes.

El Congreso tiene sólo tres meses de vida propia; y el Presidente de la República, parte 4. del art. 82, puede prorogar hasta cincuenta. días sus sesiones ordinarias ó convocarlo á extraordinarias, parte 5.a del mismo artículo, señalándole los asuntos en que puede ocuparse.

No es esta la oportunidad de examinar si tal orden de cosas está ó no conforme con los principios de la ciencia política y con las conveniencias públicas, de donde aquéllos arrancan su existencia.

Hay algo que está fuera de discusión, porque sobre ello han legislado unánimemente todos los países cultos, republicanos ó monárquicos: que las leyes una vez aprobadas en el Poder Legislativo, deben promulgarse ó publicarse por el Ejecutivo.

Sin embargo, este precepto universal no modifica en lo más mínimo la tesis en que nos ocupamos: la inutilidad del Consejo de Estado; porque no divisamos el mayor prestigio que cobre un proyecto de ley al ser promulgado con acuerdo de ese cuerpo, que, como lo hemos dicho cien veces, carece de vida propia.

Valdría más que sólo el Presidente de la República y su Ministro respectivo hicieran la promulgación de la ley.

Á observaciones parecidas á las precedentes préstase la atribución 1.a de este artículo que prescribe el acuerdo del Consejo de Estado para los mensajes que el Presidente de la República dirija al Congreso proponiendo algún proyecto de ley.

Todos estamos de acuerdo en la consideración de que al tratarse del supremo interés nacional, cuanto mayor sea el acopio de luces, mayores serán las probabilidades de éxito; y que en este esfuerzo, hay límites que la prudencia siempre marca con fijeza.

Por el art. 13, ya recordado, se ha visto que las leyes pueden tener

origen en el Parlamento á propuesta de uno ó más de sus miembros.

¿Por qué entonces no podría el Presidente de la República en compañía de sus Ministros respectivos hacer lo mismo que cualquiera de los representantes del pueblo? ¿Acaso esos magistrados no están en situación mejor que cualesquiera otros para orientarse de las verdaderas necesidades públicas?

Anomalías, como las que envuelve la disposición constitucional en estudio, son imperdonables en un sistema de gobierno, cuyas partes deben estar unidas por los lazos de la lógica para que el conjunto sea regular y armónico.

3. Todos los negocios en que la Constitución exija señaladamente que se oiga al Consejo de Estado.»

Aún dentro del criterio que guió á los constituyentes de 1833, esta prescripción es pleonástica.

Si en cada caso especial se ha ordenado el acuerdo del Consejo ¿no es verdad que á nada conduce ese precepto general é indeterminado? Apuntaremos aquí esos casos, que se encuentran diseminados en otros capítulos de la Constitución.

El Presidente de la República necesita del acuerdo del Consejo de Estado: 1.o para convocar al Congreso á sesiones extraordinarias, parte 5.a del artículo 82; 2.o para conceder el pase ó retener los decretos conciliares, bulas pontificias, breves ó rescriptos, parte 14.a del mismo artículo; 3.o para conceder indultos particulares, parte 15.a del idem; 4.o para declarar en estado de sitio uno ó más puntos de la República en caso de ataque exterior, parte 20.a de idem; 5.° para crear municipalidades, art. 122; y 6.o para aprobar las ordenanzas municipales, parte 10.a del art. 128.

Leyes secundarias han dispuesto que el Consejo de Estado sea igualmente oido; tales como la de 8 de Noviembre de 1854, que ordenó la formación de un tribunal en el seno del Consejo, encargado de conocer de la nulidad de las elecciones municipales; como el Código Penal que autorizó al Presidente de la República para dictar con acuerdo del Consejo un reglamento para las casas de prendas; como la ley de 17 de Julio de 1884 que instituyó el Registro Civil y por la que el Presidente de la República quedó autorizado para dictar con acuerdo del Consejo un reglamento para la mejor ejecución de dicha ley, etc., etc. Pero nosotros no tenemos para qué ocuparnos de estas atribuciones, que talvez podrán multiplicarse hasta lo infinito, desde que ahora sólo tratamos del aspecto constitucional del Consejo.

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