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apelado á esos subalternos para amordazar á los unos, contener el ímpetu de los otros y atropellar ó desconocer el derecho de todos, hasta convertirlos en ciudadanos inofensivos.

¡Qué mucho entonces que millares de esas víctimas, olvidando los peligros y el modo como se entiende la justicia política entre nosotros, hayan ocurrido en otras tantas ocasiones á las puertas del Consejo de Estado en demanda de una reparación para sus ofensas!

¡Ah! pero esos pobres ilusos han tenido que soportar un desengaño mucho más cruel que el agravio que han tratado de reparar.

Las puertas de ese tribunal de justicia han permanecido sordas; el jefe político que manda en su santuario, ha cubierto con su manto á los subalternos que, ajustándose á sus órdenes, han hollado los más santos derechos del ciudadano.

La historia política del país no registra á este respecto una sola excepción, á pesar de que el fiscal de la Corte Suprema, llamado por la ley á dar su dictamen sobre esta clase de asuntos, en muchas ocasiones ha opinado por el desafuero (8).

Nada ha pesado en el ánimo del Consejo: ni los ayes de las víctimas, ni los fueros de la justicia mancillada, ni el furor de las poblaciones, ni la justa indignación de la posteridad.

El interés de la política así lo ha exigido, y todo es menester sacrificarlo en el ara de esa diosa ingrata.

Otro de los capítulos que hacen igualmente odioso al Consejo de Estado, es el modo como ha ejercido la facultad que le acuerda la parte 15.o del art. 82, tendente á autorizar al Presidente de la República para conceder indultos particulares.

Leyes supletorias, como la electoral de 24 de Enero de 1884, han hecho más extensivo este precepto.

Sin hacer mérito de las concesiones de indulto por delitos comunes, en lo que siempre existe un sentimiento de humanidad más ó menos plausible ¿cómo ha ejercitado el Consejo aquella atribución al tratarse de infracciones á la ley electoral, la más sagrada de todas, porque en su fiel cumplimiento reposa el edificio político de la República?

Aquella ley, minuciosa hasta la exageración, fué el desahogo que el Congreso de 1884 ofreciera al pueblo, á fin de poner alguna vez término á la comedia electoral que viene representándose desde nuestra emancipación política.

El país entero aprestóse á ejercitar sus derechos al amparo de esos

(8) Recordaremos sólo aquí el caso de un gobernador de Putaendo, Diciembre de 1884. El fiscal, don Floridor Rojas, opinó por el desafuero, y el Consejo de Estado, por unanimidad de votos, desechó el informe,

preceptos, tanto porque en ellos se notaba exquisita habilidad para contemplar los abusos y resolver las dificultades, cuanto por las penas severas á que quedaban espuestos los infractores.

Sin embargo, tan halagüeñas espectativas tardaron poco en desvanecerse; porque el Consejo de Estado, último tribunal, si se nos permite la expresión, que la ley establecía para el conocimiento de los delitos, debía herir á esta de muerte.

Con efecto, no bien aquellas disposiciones reparadoras comenzaran á funcionar, pudo notarse que todas ellas eran objeto de ludibrio de parte de los agentes electorales y que los espíritus estaban preparados para infringirlas.

Desde las simples inasistencias á las juntas de mayores contribuyentes, desde la negativa de algunos vocales de mesa para calificar á individuos que tenían para ello el más perfecto derecho, llegóse hasta consumar un crimen, que no tenía precedentes en nuestra historia política ni en la de país alguno civilizado: sustrajéronse en la capital de la República, en el palacio mismo de los Tribunales de Justicia, el registro original de electores del departamento de Santiago.

Vivamente impresionado el pueblo por tamañas ofensas inferidas al más precioso de sus derechos, ocurrió á los tribunales establecidos por la ley en demanda de reparación; y éstos, después de concienzudo estudio de los procesos, la dió amplia y completa, tal cual era necesario.

El país llenóse por ello de una justa emoción, cobró aliento y creyó que aquel tributo á la justicia política era el preludio de mejores días para la República.

¡Vana ilusión!

Aquellos infractores en masa ocurrieron á las puertas del Consejo de Estado en solicitud de un voto de indemnidad, y este cuerpo no vaciló en dispensárselo también en masa.

Los intereses políticos del momento quedaron salvados; pero la voz de la historia levántase hoy para maldecir á los que, desoyendo los impulsos de la verdad, del deber y la justicia, así mancillaron la imagen de la República.

Tales son los hechos, narrados en sus proporciones más diminutas, que honran las páginas de esa institución, bastarda por su origen, execrable por su conducta; de ese cuerpo que, nacido en Francia en la alborada del absolutismo napoleónico y trasplantado á nuestra joven República, ha sido siempre el instrumento cobarde y abyecto de todos los excesos del despotismo.

CAPÍTULO VIII

DEL PODER JUDICIAL

SUMARIO.-I Introducción.-II Teoría de la soberanía nacional y de los tres poderes.— III Después de hacer mérito del modo cómo se organizan en la Carta Política de la República los tres poderes, se demuestra que el Judicial, más bien que los otros dos, debe tener su origen en el pueblo, á causa de ser mayor su importancia.-IV Se estudia el artículo 108 de la Constitución y se prueba prácticamente que en Chile no existe la menor independencia para el Poder Judicial.-V Comentario de los artículos 109, 110, III, 112, 113 y 114 de la Constitución de 1833.-VI Se demuestra que en Chile, á causa de sus pésimos hábitos políticos y sociales, no ha llegado aún la hora de declarar electiva la magistratura judicial.-VII Reseña historica sobre el Poder Judicial en Francia.-VIII Disposiciones orgánicas sobre el Poder Judiciai en los Estados Unidos de Norte América, Estado de Nueva York, Bélgica y Holanda, y comparación con las que sobre este mismo asunto existen en Chile.-IX Se manifiesta la necesidad de una Corte de Casación, se arbitra el procedimiento para establecerla y se señala una de sus atribuciones principales.-X Se impugna el procedimiento que atribuye al Ejecutivo la facultad de nombrar los miembros de los tribunales y jueces de primera instancia, y se arbitra el que á este efecto debe introducirse en la Carta de 1833.-XI La inamovilidad judicial, á pe sar de su mérito intrínsico, no debe alcanzar á los individuos de la Corte de Casación.XII Conclusión.

I

INTRODUCCIÓN

¿Existe en la República un verdadero Poder Judicial, independiente y soberano en su constitución y en el ejercicio de las facultades que le son inherentes? ¿Qué dispone á este respecto el Estatuto Fundamental de 1833? En caso de no haberlo ¿qué razones filosóficas, qué motivos de conveniencia pública aconsejarían su implantación? Las Cartas Políticas de los países que nos han precedido en la vida constitucional ¿podrán en estas circunstancias darnos las premisas ó indicarnos el camino para la solución del problema? ¿Qué innovaciones deberán hacerse en la Carta de 1833, á fin de alcanzar una administración de

justicia independiente, prestigiosa y eficaz? Los males, si los hay ¿tienen su origen en los hombres que representan la magistratura judicial ó arrancan su existencia de las instituciones que nos gobiernan?

Tales son las fases principales que presenta el problema del Poder Judicial, problema tanto más arduo y complicado, cuanto más vivamente interesa á todos.

Abordar aquellas dificultades y solucionarlas á la luz de los principios y con la ayuda de la experiencia, será la materia de los párrafos siguientes.

Muévenos á ello la muy poderosa consideración de que, según el clamor de la prensa diaria y de otros órganos de la opinión pública, ha sonado ya la hora de afrontar resuelta y enérgicamente una completa reforma de nuestro sistema judicial, incompatible en la hora presente con el estado de cultura é ilustración á que hemos llegado.

En efecto, tiempo há que se viene clamando contra el orden existente, contra los vicios y defectos que traen consigo la corruptela y las malas prácticas judiciales; pero desgraciadamente hasta hoy, so pretexto de un mal entendido patriotismo, se ha ocultado ó disfrazado las verdaderas proporciones del mal, contentándose con exhibirlo en su aspecto menos grave, como si él no fuera ya una lepra que amenaza la existencia misma del cuerpo social.

Á la verdad, todos comienzan por sostener que el personal de nuestra magistratura es intachable, que nada deja que desear en el ejercicio de sus funciones; y á renglón seguido agregan que es indispensable reformar en esta parte nuestras instituciones, á fin de detener la mano absorbente y á veces poco escrupulosa del Presidente de la República.

Si los jueces son siempre íntegros, dignos é inteligentes, si jamás dejan de responder á la confianza en ellos depositada ¿para qué pretender una reforma en las instituciones, cuando éstas jamás tienen otro punto de mira que el de alcanzar tan bellos resultados?

Las leyes, cualquiera que sea su naturaleza ú objeto, tienden únicamente al bienestar de los asociados, ya en el orden civil, ya en el orden político. Conseguido este propósito, habrá derecho para calificarlas de buenas y para conservarlas con ese respeto y veneración, que algunos pueblos antiguos han sabido dispensar á sus códigos religiosos. Por el contrario, si no alcanzan los fines apetecidos, será menester corregirlas, reformarlas, deshacerse de ellas como de un odioso y pesado fardo.

Es esto último lo que pasa en Chile en cuanto á la justicia. Su personal, salvo excepciones más ó menos numerosas, no posee todas las condiciones de su santo ministerio; y de aquí proviene la incesante

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