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queja de la opinión pública, deduciéndose en consecuencia cuán imperioso es realizar en las leyes que lo organizan una reforma radical y conveniente.

Los males no se curan disfrazando su intensidad ó aplicando medicamentos lejos de la parte enferma.

Es menester decirlo con entereza, ya que el valor de las convicciones es indispensable en todos los actos humanos: entre nosotros no alcanza la justicia mayores aplausos, que los que diariamente se tributan á los poderes Legislativo y Ejecutivo.

Ya lo hemos dicho, y lo repetiremos ahora: los Congresos no legislan, sino que aprueban servilmente lo que les ordena su soberano el Presidente de la República; y el Ejecutivo pospone el bienestar de los asociados, ante otra ventaja más real y positiva, la felicidad y engrandecimiento de los hombres que lo constituyen.

Obedeciendo á estas mismas corrientes, los representantes del Poder Judicial cuidan más de la política, lo único que puede darles fortuna y mayores honores, que de los deberes de su sagrado ministerio.

El mal es, pues, de grandes dimensiones; y ello nos servirá de excusa en el desarrollo que á nuestras ideas vamos á dar en los párrafos siguientes, apelando ya á los principios de la más sana filosofía, ya á esos argumentos incontrovertibles que se fundan en las lecciones de la experiencia.

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TEÓRIA DE LA SOBERANÍA NACIONAL Y DE LOS TRES PODERES

Nada es más corriente que hablar del Poder Judicial; y, sin embargo, ateniéndonos á los preceptos positivos del derecho público moderno, esa potestad no existe en Chile y sólo su sombra nos es dado contemplar en países más cultos y felices. Para demostrarlo bastará que nos detengamos unos cuantos instantes en lo que, según el pretendido pacto social, se ha convenido en llamar soberanía del pueblo y en los fines y propósitos de los cuerpos ó autoridades en quienes ella reside.

Al reunirse los hombres en sociedad, al constituir ese gran todo que

se llama Nación, Pueblo ó Estado, ni renunciaron á su propia individualidad, ni al ejercicio de sus derechos, ni creyeron tampoco quedar exentos de sus recíprocas obligaciones. Por el contrario, conservando cada cual su autonomía, aquéllos y éstas presentáronse más claros y tanjibles; porque la asociación, mirando al bienestar de todos, tiende al respeto de los unos, al cumplimiento de las otras.

¿Cómo, ahora, alcanzar esos fines, cómo propender á que la sociedad se encarrile por la senda del bien, que es ventura para todos? El cuerpo social, sin dividirse ni fraccionarse ¿podría por sí mismo atender á la satisfacción de tales exigencias?

La idea de una autoridad constituida por todos, ya que á todos va á imponer obligaciones, fluye natural y lógicamente de esas preguntas.

El derecho, pues, de organizar esa potestad, es lo que se ha convenido en llamar soberania de la nación; y soberano al que ejerce las atribuciones que nacen de su propio instituto. Y para completar esta idea, agregaremos que el soberano no puede ser uno solo; porque las necesidades sociales son múltiples y de muy diversa índole, reclamando cada cual sus intérpretes, sus órganos más ó menos definidos.

La primera exigencia de una colectividad estriba en sus leyes, es decir, en ese conjunto de reglamentos á que los asociados deben someterse y de donde emanan sus obligaciones y derechos comunes. De aquí nace el Poder Legislativo, que se ha conocido en todos los tiempos y aún en las naciones más salvajes y que en su ejercicio debe ser tan libre como en su institución.

Dictada la ley, surge otra necesidad, la de ejecutarla; y, sencillamente hablando, este es el origen del Poder Ejecutivo que, como su nombre lo indica, está llamado á velar por el cumplimiento de las disposiciones legales, ya que más de uno puede ser indiferente ó remiso á ellas.

Y la tarea de organizar un cuerpo social, de suministrarle los medios de perseguir con éxito su fin, no queda reducida al reconocimiento de esas dos potestades; porque los derechos que las leyes acuerdan y las obligaciones que impongan pueden suscitar desinteligencias entre los asociados, verdaderas contiendas entre parte, ya por el atropello de los unos, ya por el desconocimiento de las otras. De aquí el poder de juzgar, muy diferente por cierto del de legislar ó hacer cumplir la ley. Ahora bien ¿quién debe dar vida á esas tres potestades, tan diversas por su índole y tan idénticas por los fines que persiguen?

Ya lo hemos dicho: el cuerpo social todo entero, quien delega en esas autoridades el encargo de conducirlo hácia su felicidad.

Si esos tres poderes se constituyen libremente, ya que todos emanan de la libertad de la nación, casi no necesitamos agregar que, una vez

organizados, deben ser igualmente libres y soberanos en el ejercicio de las facultades que les son propias.

La misma razón filosófica que dirige su formación, les acompaña también en su desarrollo y fines.

Si unas y otras facultades pudieran confundirse, si todas pudieran. ser ejercidas por un mismo poder ¿no es verdad que la ley filosófica que acaba de guiarnos en este enmarañado problema sería una mentira? ¿No es verdad así mismo, que ese universal principio, de los tres poderes, que desde Aristóteles acá viene abriéndose camino en todas las naciones cultas, no valdría más que una vana palabra?

Los poderes públicos, para merecer el nombre de tales, deben ser soberanos en su constitución y libres en su ejercicio. Apartarse de estas premisas, importa desconocer la índole de las sociedades, el principio que preside á su formación, y negar la más hermosa conquista de la época moderna: el gobierno del pueblo por el pueblo.

III

DESPUÉS DE HACER MÉRITO DEL MODO CÓMO SE ORGANIZAN EN LA CARTA POLÍTICA DE LA REPÚBLICA LOS TRES PODERES, SE DEMUESTRA QUE EL JUDICIAL, MÁS BIEN QUE LOS OTROS DOS, DEBE TENER SU ORIGEN EN EL PUEBLO, Á CAUSA DE SER MAYOR SU IMPORTANCIA.

Del terreno de los principios abstractos, pasemos al de nuestro derecho público positivo y veamos si la Carta Política de 1833 acertó á instituir y deslindar aquellos tres poderes.

Desde luego, salta á la vista la ubicación que en ella tiene el Capítulo que trata de la Justicia. En el anterior, que es el séptimo, se ocupa de El Consejo de Estado», cuerpo, como queda dicho, sin nombre propio en nuestro tecnicismo constitucional y que participa á la vez de los caractéres de las potestades Legislativa, Ejecutiva y Judicial.

En el siguiente, que es el noveno, vuelve á ocuparse en Gobierno y Administración Interior, ordenando los funcionarios en quienes el Presidentede la República puede delegar una parte de sus atribuciones. ¿Creyeron los constituyentes de 1833 que la justicia era un auxiliar, un mero resorte de la administración ejecutiva?

Más adelante veremos lo que haya de cierto en esta pregunta. Mientras tanto, avancemos en la exposición de los preceptos que á ella conciernen.

El artículo 82, que fija taxativamente las atribuciones del jefe del Poder Ejecutivo, se expresa en los números 3.o y 7.o del modo siguiente:

3.o (Ley de 24 de Octubre de 1874.)-Velar por la conducta ministerial de los jueces y demás empleados del orden judicial, pudiendo, al efecto, requerir al ministerio público para que reclame medidas disciplinarias del tribunal competente, ó para que, si hubiere mérito bastante, entable la correspondiente acusación.>>

7. «Nombrar los magistrados de los Tribunales superiores de justicia, y los jueces letrados de primera instancia á propuesta del Consejo de Estado, conforme á la parte 2.a del art. 104. D

Complementaria de estos preceptos es la disposición contenida en el número 2.o del art. 104, que trata de las atribuciones del Consejo de Estado. Héla aquí:

"2. Presentar al Presidente de la República en las vacantes de jueces letrados de primera instancia, y miembros de los Tribunales superiores de justicia, los individuos que juzgue más idóneos, previas las propuestas del tribunal superior que designe la ley, y en la forma que ella ordene."

La simple lectura de los números trascritos, fija en el espíritu la convicción de que el Poder Judicial no tiene su origen en esa fuente única, de donde emanan los poderes públicos: la soberanía nacional.

El nombramiento de los empleados judiciales está en manos del jefe del Ejecutivo, con limitaciones que en la práctica, según veremos más adelante, no han dado resultado alguno. La fiscalización en el desempeño de sus cargos corresponde tambien á ese alto funcionario.

No acontece lo mismo con los poderes Legislativo y Ejecutivo. La lógica acompañó en esta ocasión á los constiyentes de 1833. Un simple traslado de los preceptos referentes al caso confirmará nuestros

asertos.

Después de establecerse en el art. 13 que el poder de legislar reside en el Congreso, compuesto de dos Cámaras, una de Senadores y otra de Diputados, fija así el modo como ellas vienen á la vida:

"Art. 18. La Cámara de Diputados se compone de miembros elegidos por los departamentos en votación directa, y en la forma que determinare la ley de elecciones."

"Art. 24. (Ley de 13 de Agosto de 1874.) El Senado se compone de miembros elegidos en votación directa por provincias, correspon

diendo á cada una elegir un Senador, por cada tres Diputados y por una fracción de dos Diputados."

En cuanto al Poder Ejecutivo, es decir, al ciudadano que con el nombre de Presidente de la República debe dirigir el Estado, hé aquí lo que dispone nuestra Constitución:

"Art. 63. El Presidente de la República será elegido por electores que los pueblos nombrarán en votación directa. Su número será triple del total de Diputados que corresponda á cada departamento."

El pueblo es, pues, el soberano cuando se organizan esos dos poderes. Su consulta es indispensable para que cada tres años se reconstituya el Poder Legislativo y cada cinco se designe al ciudadano que dirija el Estado y en quien reside la suma del poder administrativo.

¿Por qué, ahora, esa falta de consecuencia en nuestro derecho positivo? ¿Por qué sólo se ha creido encontrar en el pueblo capacidad para nombrar á sus legisladores y al jefe del poder supremo, y no á los sacerdotes, á los dispensadores de la justicia? ¿Acaso la facultad de esclarecer los derechos y fijar las obligaciones es un asunto baladí, indigno de preccupar la atención de ese soberano señor que se llama el pueblo?

En cuanto á nosotros, pensamos de muy diverso modo, y para comprobarlo nos sobran los argumentos.

No desconocemos la importancia del Poder Legislativo, ni mucho menos la del Ejecutivo, llamado á mantener el orden y la tranquilidad. Empero, el rol del Judicial es todavía mucho mayor; porque los principios que representa son más vitales; porque los intereses que sirve son más sagrados; porque todos los miembros de la colectividad, grandes ó pequeños, ricos ó pobres, gobernantes ó gobernados, nacionales. ó extranjeros, esperamos vivir dichosos y tranquilos bajo su égida.

A la verdad ¿cuántos hay que miran con la indiferencia más absoluta todo lo que se relaciona con sus derechos políticos? ¿Cuántos hay y talvez por razones muy obvias, que hasta los cambios de gobierno no alcanzan á perturbar su serenidad?

Pero, dentro del orden civil, ¿quién no vive en el constante ejercicio de sus derechos? Ayer la propiedad, hoy la vida y talvez mañana el honor, son atenciones que á todos alcanzan, reclamando con igual imperio el certero fallo de la justicia.

¿Cómo entonces imaginar siquiera, que ese poder, cuya acción benéfica á todos alcanza, de cuyos decretos depende la fortuna ó la pobreza, la vida ó la muerte, el honor ó la deshonra, sea en una sociedad culta menos trascendental é importante que los otros poderes?

Y téngase presente que nada vale la libertad política sin la libertad

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