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monarquías autocráticas, es un Senado de más ó menos duración, algunos de cuyos miembros, los de la nobleza y familia real, ejercen por vida sus funciones.

En cuanto al Poder Ejecutivo, aún tratándose de la monarquía constitucional, sistema de gobierno que la filosofía y la experiencia condenan, puede también hacerse una afirmación semejante.

Sabido es que dentro de ese régimen toda orden del soberano debe llevar la firma de un Ministro responsable, quien cesa en su cargo por la pérdida de la confianza regia ó por la impugnación de su conducta en el seno del cuerpo deliberante.

¿A qué queda entonces reducido lo vitalicio de ese poder, cuando uno de sus factores, el que representan los Secretarios del despacho, está incesantemente expuesto á los vaivenes caprichosos de la ola política?

Ahora bien y tornando los ojos al objeto de nuestro estudio ¿cómo podríamos echar á la espalda estos principios y proceder con el corazón ligero á constituir una suprema autoridad judicial, perpetua é inamovible?

Todo lo contrario.

La justicia reclama mayor serenidad de espíritu, más independencia de carácter, menos apego á los intereses de este mundo, menos familiaridad con los hombres y las cosas, que lo que exige cualquiera atribución legislativa ó ejecutiva.

¿Por qué, entonces, previendo estas dificultades y temores, no de biéramos, pudiendo, evitarlas á tiempo? ¿Qué se diría de un legislador que, apesar de conocer tamaños males, no intentara siquiera corregirlos?

Talvez pueda objetársenos que la amovilidad de los miembros de la Corte de Casación, la única que pedimos, quitándoles todo estímulo, los haría remisos en el cumplimiento de sus deberes, indiferentes á la suerte y prestigio de la magistratura, desde que, buena ó mala su conducta, deben fatalmente caducar en sus funciones.

En respuesta, bien podríamos hacer algún mérito de otro sentimiento mucho más enérgico: la satisfacción de la conciencia, el respeto de los contemporáneos, los aplausos de la posteridad.

Empero, si todo esto no pesare lo bastante en el ánimo de nuestros más encumbrados representantes de la justicia, ¿por qué no pondríamos á contribución sus talentos y virtudes, estimulándolos con las espectativas de una reelección, después de cinco años de ausencia de la magistratura? ¿Acaso el Senado, al ejercer la altísima atribución con que más adelante lo hemos investido, no tomaría muy en cuenta la conduc

ta observada por los que fueron individuos de ese supremo tribunal? De este modo, el buen comportamiento de los jueces tendría una garantía más y talvez la menos ocasionada á dudas y peligros.

De ningún valor sería el argumento basado en la situación pecuniaria en que la amovilidad colocaría á los ex-ministros de la Corte de Casación; porque nada sería más fácil y justo que la ley, que debe reglamentar estos preceptos orgánicos, les acordara tres cuartos ó cuatro quintos del sueldo asignado á su empleo.

Hé aquí, pues, cómo entendemos el principio de la inamovilidad judicial: clara y perfecta para los funcionarios del orden secundario, limitada á cinco años para los individuos del primer tribunal de la República. Con ello no desconocemos la fuerza del principio, limitamos sólo su extensión; porque la ciencia política no jira, como la ciencia de los números, sobre bases inmutables, sino que por el contrario, ella es caprichosa como las necesidades sociales, variable como el tiempo y sometida al continuo vaivén de los gustos y de las exigencias que de época en época se dejan sentir en cada país.

XII

CONCLUSIÓN

Tal es el sentido de las innovaciones porque anhelamos, sencillas, claras, muy praticables, y cuyos benéficos frutos el país no tardaría en recoger. Para implantarlas sólo se necesita de un poco de labor y de energía en los miembros del Poder Legislativo y de un noble desprendimiento de parte del Jefe Supremo de la Nación. Unos y otro, devolviendo á cada poder lo que le es propio, darían majestad á la República, ventura al pueblo y conquistarían para sus nombres el aplauso y las bendiciones de los verdaderos patriotas.

Es preciso tener presente que, si el poder halaga nuestro orgullo y satisface nuestra vanidad, sólo cuando lo ejerecmos en bien de los asociados tenemos derecho á la tranquilidad de la conciencia y al saludo de la virtud.

¡Ojalá que los hombres llamados á dirigir los altos destinos de Chile, penétrense algún día de estas verdades elementales y, en un momento de feliz inspiración, labren su engrandecimiento y el de la patria! (3)

(3) Este capítulo, vió la luz en el diario La Libertad Electoral, en varios números correspondientes al mes de Abril de 1887.

CAPÍTULO IX

DEL GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN INTERIOR

SUMARIO.-I. Se deja constancia de un grave error en que incurrieron los constituyentes de 1833 y se insinúa la materia de este Capítulo.-II. Idea del Gobierno y Administración Interior del Estado, según el Código de 1833.-III. Olvido del tecnicismo constitucional que padecieron los constitutuyentes de 1833 al bautizar el Gobierno de la República. -IV. Reseña histórica del sistema de la fuerza y del sistema liberal, y causas á que uno y otro deben su existencia.-V. Lógico desenvolvimiento de la idea semecrática.VI. La federación es á la vez un problema del dominio de la filosofía política y de las con diciones peculiares á cada pueblo. VII. Causas morales, sociales y políticas que condenan el régimen centralizador de la Carta de 1833, y fundamentos probables de su larga vida. -VIII. La federación es un régimen de gobierno incompatible con las condiciones peculiares de Chile.-IX. Cuadro de las reformas que podrían introducirse en la Constitución de 1833, á fin de dar gobiernos autonómicos á las provincias y departamentos, en conformidad al principio semecrático.

I

SE DEJA CONSTANCIA DE UN GRAVE ERROR EN QUE INCURRIERON LOS DE 1833 I SE INSINÚA LA MATERIA DE ESTE CA

CONSTITUYENTES

PÍTULO.

Si en la organización del poder político del Estado, sólo hubieran de tomarse en cuenta los principios ó ideas fundamentales que, según el sentir unánime de los tratadistas, forman el credo de la ciencia política; fácil tarea sería la de acometer y llenar cumplidamente aquel objeto, modelando en términos precisos una Constitución que sirviese para labrar la felicidad y bienestar de todos los pueblos.

Sin embargo, las lecciones de la experiencia manifiéstannos día á día que no es ese el único factor que debemos contemplar. Acaso hay otro que juega un rol más importante todavía. Aludimos á las circunstancias peculiares y actuales necesidades que en cada país for

man un orden de intereses que jamás será justificado desatender; porque ellas, con las tradiciones y las costumbres, le imprimen una fisonomía especial, dan cuerpo y vida á una segunda naturaleza, tan propia en el individuo como en la colectividad.

Sólo así, sin apartarse jamás de estas premisas, habrá esperanza de acierto en la redacción de los Códigos Políticos. Tal es al menos la enseñanza más reciente, bien comprobada por las observaciones de la filosofía política, la historia y estadística.

No obstante esto, sólo amargas descepciones saborea el que examina atentamente la suerte de los países de origen latino y el valor práctico y científico de sus leyes fundamentales.

En todas partes, asambleas mercenarias ó serviles, diestramente manejadas por los politicastros, vuelven sin el menor miramiento sus espaldas á los principios metafísicos é imperiosas exigencias del momento, para consagrar el régimen monárquico, ó constituir con el nombre de república, oligarquías irresponsables, tan funestas como los mismos gobiernos autócratas. En todas partes, ó el caudillo afortunado, dictando á esas asambleas de aparato leyes que les afiancen el éxito de sus conquistas y el porvenir de sus parciales; ó el monarca audaz, subordinando los más vitales intereses de la Nación á la suerte de su trono y privilegios.

De aquí que las ideas del publicista, distan tanto de las del hombre de Estado; porque mientras aquel, ajeno á los honores y guiado por su conciencia, que siempre es luz y oportuno auxilio, busca en el idealismo de sus concepciones abstractas y en el estudio de los hechos los principios encaminados á labrar la felicidad de la patria; éste, aguijoneado por su apetito y el de su señor, persigue únicamente la concentración del poder político en sus manos, á fin de barrer los partidos y acallar las individualidades, para dominar siempre en el corazón iluso del pueblo. De aquí todos los conflictos entre gobernantes y gobernados; de esas luchas sangrientas, que han concluido con los mejores ciudadanos y retardado el advenimiento del progreso y la virtud.

Por desgracia, Chile no ha conseguido escapar á estas funestas perturbaciones del espíritu, á estos profundos extravíos del criterio; y, después de cerca de ochenta años de aparente soberanía, vegeta aún bajo un régimen político que llena de estorbos la senda de su prosperidad individual y colectiva, que lo refrena en sus impetus generosos; á un régimen político depresivo de su honor y cultura; desde que hasta en los menores detalles de la vida, sea en la esfera de los negocios privados, sea en sus relaciones con los poderes públicos, prescribe al ciudadano la más absoluta dependencia; á un régimen político que

acertó á constituir un sólo poder, fuerte, indivisible, irresponsable, capaz de dominar y corromperlo todo con su espíritu avasallador.

Sí, esa fué la obra de los constituyentes de 1833, que legislaron bajo la presión de las bayonetas vencedoras en Lircay y á la voz de un partido que vive en constante lucha con los principios regeneradores de la revolución moderna; porque la idea es su enemiga, la libertad su tumba. Sí, aquellos males han sido la consecuencia de la Constitución de 1833, que echó un sudario sobre la imagen de la República, y sobre cuyos destinos pesa todavía, cual si fuera lápida funeraria. Sí, sólo á la cuenta de ese Código debemos cargar el marasmo político en que yace sumergida la Nación, la pequeñez de sus recursos industriales, la falta de caractéres nobles y levantados, y la inmoralidad administrativa que comienza y que amenaza caer, cual avalancha de fuego; porque fué él quien falseara la representación nacional, que es guía y freno para el gobernante, y el poder de dispensar justicia, que es reparación para todos, resucitando en los titulados Presidentes de la República á los antiguos mandarines de la metrópoli, cuyas exacciones y medidas violentas provocaron el gran movimiento regenerador de 1810.

En los Capítulos anteriores hemos manifestado cuán lejos estuvieron los constituyentes de 1833 de la verdadera ciencia y de las naturales necesidades del país al legislar sobre las materias en ellos tratadas. Toca ahora su turno á otra no menos impertante que aquéllas, y en la que el divorcio con la verdad, la justicia y las conveniencias sociales es tan evidente, que no se sabe qué admirar más en aquellos legisladores: si la audacia para falsear el principio, ó la falta de patriotismo para detener el carro de la Revolución, que tan acertado impulso recibiera de los constituyeutes liberales de 1828.

Ya se comprenderá que aludimos al Gobierno y Administración Interior, á sus inmensas facultades, al espíritu eminentemente centralizador que domina en toda la Çarta, al abandono en que quedaron los intereses provinciales, á la falta de iniciativa en las Comunas; á ese Poder Ejecutivo omnipotente, especie de máquina de guerra colocada en medio de la asociación política para dominar por medio del hilo eléctrico todas las voluntades, abarcar todos los intereses; á esa autoridad gigante, de la que es más fácil enumerar lo que no puede, que lo que puede hacer.

De sobra, pues, se hallará justificado nuestro actual intento; mucho más si se considera que los males que aquejan á la República tienen su origen en las añejas preocupaciones del antiguo régimen, y que siempre son ellos los que han hecho odiosos á los déspotas y simpáticos á los pueblos que han sido sus víctimas.

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