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VI

LA FEDERACIÓN ES Á LA VEZ UN PROBLEMA DEL DOMINIO DE LA FILOSOFÍA POLÍTICA Y De las condicIONES PECULIARES Á CADA PUEBLO.

Conocida la primera base científica de todo gobierno y los espléndidos resultados que bajo su influencia han alcanzado los pueblos de origen británico, intentemos averiguar hasta dónde sería adaptable á nuestro país, ó en otros términos, si el régimen semecrático lato y completo, que labra hoy la ventura de la Gran República del Norte, sería posible trasladarlo á Chile, esta tierra de centralización, que todavía vegeta á la sombra del antiguo régimen.

Comenzaremos confesando que este problema no es para nosotros sólo del dominio de la filosofía política, como lo estiman algunos publicistas norte-americanos y franceses (1), apesar de que él mira al complemento de la organización del Estado y al más cabal desarrollo de los elementos individuales y sociales. Por el contrario, juzgamos que es esta una cuestión subjetiva, cuya solución depende de circunstancias que no son comunes á todos los países.

Trataremos de explicar nuestro pensamiento.

Sabemos ya que la semecracia, ó gobierno del pueblo por sí mismo, es el único régimen que guarda estricta conformidad con las enseñanzas científicas de la política; y que él halla su natural desarrollo y correcta aplicación dentro del federalismo, del cual es un ejemplo el gobierno de la Gran República del Norte. Sí, sólo la federación corresponde al cabal desenvolvimiento de la idea semecrática; porque, conservando las diversas unidades sociales ó territoriales su propia auto. nomía para la administración de los intereses locales ó municipales, pónense únicamente de acuerdo en el establecimiento de las autoridades nacionales, á quienes competen el gobierno y dirección de todos los negociados que son comunes á todas las entidades sociales, como correos, telégrafos, paz en el interior, relaciones exteriores, etc., etc.

Ahora bien, se convendrá con nosotros en que para la implantación razonable de tal sistema, es menester que el país que se trata de constituir presente esas unidades sociales ó territoriales, que con necesida

(1) Grimke y Courcelle Seneuil citados por el señor Lastarria en sus «Lecciones de Política Positiva. >>

des no siempre idénticas, á causa de su topografía, hábitos políticos, religión, educación social ó por los intereses de la agricultura, del comercio, de la industria, de las artes, de la ciencia, etc., hagan indispensable la conservación de su autonomía y la creación de gobiernos que den satisfacción á tales exigencias. Y si así no fuera, y si en todos los países con ó sin unidades sociales, con demarcaciones bien ó mal definidas, hubiéramos de implantar el federalismo; resultaría entonces una chocante contradicción entre los hechos y las teorias; porque al establecer unidades sociales ó territoriales, que no existen en razón de los antecedentes históricos y demás causas apuntadas, organizaríamos gobiernos locales sin motivo justo, desde que no se encontrarían en presencia de diferentes intereses que servir.

Intentemos hacer más tanjibles estas ideas, trayendo á colación el mecanismo político é índole peculiar de dos grandes pueblos, verdaderas antítesis en la materia que nos ocupa. Aludimos á Francia y Estados Unidos de Norte América.

¿Quién se atrevería á sostener que hay en el primero de estos países diferentes unidades sociales ó territoriales, ó agrupaciones de Municipios, cuyos intereses se chocan entre sí, cuyas necesidades no son las mismas, imponiendo por ende el expreso reconocimiento de otros tantos gobiernos autonómicos? Porque es oportuno tener presente, que cada una de esas entidades tendría el derecho de constituir á su antojo el Poder Legislativo, Ejecutivo y Judicial, y de arbitrar todos los procedimientos que creyera conducentes al mejor y más completo desarrollo de sus peculiares intereses ó necesidades. Ese es al menos el espíritu de la federación.

Nosotros, apesar de nuestra innata repugnancia por el sistema centralizador, ni divisamos siquiera la posibilidad de dividir la Francia en circunscripciones territoriales, como correspondientes á otras tantas colectividades con derecho á vida propia, y conceptuamos ridículo tal empeño.

Son tan estrechos los vínculos existentes entre todos los departamentos franceses, tan comunes sus necesidades políticas y sociales, tan idénticos sus intereses industriales, agrícolas, artísticos, literarios y científicos, que ha podido decirse con razón que cada francés representa á la Francia.

¿Puede, ahora, sostenerse algo análogo respecto de los Estados Unidos de América?

Recordemos que fueron la diversidad de sentimientos religiosos, tan enérgicos siempre en las almas nobles, y las diferencias políticas, ni menos activas y enérgicas, las que precipitaron á los peregrinos de

Inglaterra más allá del Océano, decidiéndolos á levantar sus nuevos lares en las desiertas comarcas de la América, en cuyas vírgenes selvas la libertad encontrara seguro y respetado asilo. Recordemos todavía que esos peregrinos, divididos en tantas agrupaciones ó familias, cuantos eran los órdenes de ideas políticas ó religiosas que profesaban, constituyeron desde los primeros tiempos del coloniaje diversos Estados semi-autonómicos, aunque era uno solo el poder que á todos gobernaba y dirigía. Y por último, tengamos presente que aquellas visibles demarcaciones de ideas y sentimientos, que la condición topográfica de la Gran República favoreciera, existían en su más lato desarrollo cuando los diversos Estados dieron el grito de independencia; y que fué la universal aspiración de asegurarles á todos vida propia é independiente, lo que retardó durante muchos años á la Asamblea de Filadelfia en la terminación de su admirable obra, la Carta Política de 1787.

Ahora bien, ¿qué habría sido del porvenir de la naciente República, si sus legisladores, desestimando las condiciones características de cada Estado, hubiesen hecho caso omiso de sus demarcaciones naturales, políticas, sociales y económicas, y constituido un gobierno centralizado y absoluto, con derecho á meter la mano en todas partes?

El menos perspicaz puede calcular lo que con semejante absurdo habría sobrevenido á ese país, que la Providencia tenía elegido para ser el modelo de los pueblos libres.

Bien claro queda, pues, con estos ejemplos, que el problema de la federación no es sólo filosófico; y que en su acertado fallo entran por mucho las condiciones peculiares de cada nacionalidad

Sentadas estas premisas, ha llegado el momento de contemplar el escenario político de nuestro país.

VII

CAUSAS MORALES, SOCIALES Y POLÍTICAS QUE CONDENAN EL RÉGIMEN CENTRALIZADOR DE LA CARTA DE 1833, Y FUNDAMENTOS PROBABLES DE SU LARGA VIDA.

Dejando á un lado los primeros ensayos constitucionales que se sucedieron hasta 1826, y callando sobre las ruidosas polémicas entre unionistas y federalistas, que hasta igual fecha agitaron los espíritus; contraigámonos por ahorá a dos de los Códigos Políticos que se ha dado la

República; notable el uno, el de 1828, por la sabiduría y espíritu liberal de sus autores; y el otro, el de 1833, por su larga vida y grande influencia en los destinos del país.

Aquél, sin aceptar de lleno el sistema federalista, abrió ancha puerta al principio semecrático de gobierno; ya organizando por medio de elecciones populares las asambleas de las provincias que, entre otros muchos atributos, tenían el de proponer en terna al Ejecutivo Nacional los intendentes y vice-intendentes de las mismas; ya prohibiendo la inmediata reelección de estos funcionarios; ya organizando de igual modo el Poder Municipal, que obraba con entera independencia en el gobierno de sus propios intereses; ya dando á aquellas asambleas y á estos Municipios una participación más ó menos influente en el juego regular de los grandes poderes del Estado, como el derecho de elegir Senadores y proponer las personas que debían ocupar los juzgados de primera instancia.

Este, reaccionando violentamente contra semejante homenaje al principio liberal, creó el Poder Ejecutivo con la suma de atribuciones que más arriba hemos insinuado, merced á las que gobierna y administra los intereses provinciales y municipales, como si se tratara de los que alcanzan á todo el país.

¿Cuál, ahora, de estos dos regímenes fué más congruente y razonable con las condiciones peculiares de la Nación, en los momentos en que ella tomaba un asiento en el banquete de los pueblos libres? Breves observaciones satisfarán esta pregunta.

No fué ni el pueril deseo de apellidarse republicanos, ni el de cambiar de señor, lo que movió á los próceres de 1810 á intentar la emancipación de la metrópoli; después de haber pesado cuán gigantesca era la tarea, cuán dura era la prueba, y sobre todo, cuántos y cuán grandes serían los males que acarrearían á sus pesonas é intereses en caso que el éxito no correspondiera á sus legítimas esperanzas.

Tres siglos de opresión y servilismo, durante los cuales la colonia arrastrara una existencia difícil, miserable y extraña á su modo de ser, ya que ni en la política ni en las artes, ni en la industria ni en el comercio, le era lícito hacer manifestación alguna de su propia individualidad; porque en todo el déspota y sus satélites veían grandes peligros para sus planes de gobierno. Tres siglos de un régimen oligárquico y brutal, durante los que los representantes del monarca español explotaron en su solo provecho y el de sus amos todas las fuerzas vivas de la colonia; y en los que al criollo, apesar de sus virtudes cívicas y notoria capacidad para los negocios públicos, mantúvosele mañosamnente alejado de éstos, siéndole únicamente permitido aspirar al rango

de regidor, previo el entero en las cajas reales de cuantiosas sumas de dinero. Tres siglos de secuestro del mundo civilizado, de imposición violenta y salvaje sobre la conciencia, de audaz monopolio sobre todas las ramas del comercio, de absorción impudente de los principales derechos individuales y colectivos, y en los que á cada instante el látigo del mayoral hiciera oir su chasquido, cuando no se hallaba en alto sobre la cabeza del pobre colono, cual otra espada de Damocles.

Hé aquí algunas de las causas determinantes de ese movimiento de regeneración y justicia, que de año en año aumenta en importancia y que ante las futuras edades se presentará majestuoso y sublime con los fúlgidos resplandores de la epopeya.

¿Cuál debió ser entonces el sistema de gobierno propio y razonable para el nuevo pueblo, á la fecha en que entonaba el hosanna á su libertad?

La respuesta impónese de suyo: uno que fuera la antitesis del que había acarreado tantos males y obligado á sus víctimas á soportar tantos sacrificios; uno que permitiera al ciudadano el uso y goce de todos sus derechos, á fin de que, poniendo éste en acción sus facultades y la sociedad sus fuerzas, alcanzaran el uno y la otra su total perfección en toda la intensidad de la vida; uno que, haciendo desaparecer el espectro de la omnipotencia divina, distribuyese entre todos, según sus capacidades y virtudes, la soberanía del nuevo Estado.

¿Cuál, ahora, de los dos Códigos Políticos de que hemos hecho mérito interpretaba mejor estos sentimientos y necesidades? ¿Cuál fué una consecuencia del sentimiento que animara á los primeros patriotas? ¿Cuál una reacción á tales propósitos, haciendo renacer el antiguo régimen?

Respondan por nosotros todos los que en alguna ocasión hayan sido víctimas del absolutismo, que desde medio siglo atrás viene dominando en este desventurado país; todos los que con rectitud en la conciencia, con fe en la marcha progresiva de los pueblos y de las instituciones, con corazón para interesarse por el mal ajeno y con inteligencia para conocerlo, vienen en igual espacio de tiempo clamando contra ese mismo absolutismo por medio del libro, la prensa, el meeting ó la tribuna parlamentaria.

La Constitución de 1833, borrón en la historia política de Chile, hállase ya juzgada y condenada por sus propias consecuencias y por el inapelable fallo del patriotismo. Y si vive, y si seguirá viviendo, débese sólo á que la oligarquía, entronizada en el poder bajo su égida, en todo consentirá menos en perderlo, ya que los grandes beneficios

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