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CAPÍTULO I

DE LA IGLESIA Y EL ESTADO

RESEÑA HISTÓRICA

SUMARIO: I. Introducción.-II. La sociedad civil y la sociedad religiosa. Primeros pasos de la religión cristiana y edicto del gran Constantino, por el cual hace de ella la religión del Imperio.-III. Concesión de Pepino el Breve á los Pontífices. Inmenso ascendiente que estos adquieren en todo el orbe cristiano. Causas que producen la reforma religiosa del siglo XVI, y el ningún resultado práctico que ella trae para el problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.--IV. Diferencia sustancial entre los tiempos medievales y modernos sobre la autoridad que ejercieron los Romanos Pontífices.-V. Elecciones de obispos en los primeros siglos de la era cristiana; costumbres que dominaban en España á este respecto. Concesiones apostólicas y Concordato entre los reyes católicos sobre este mismo asunto.-VI. Patronato Real de Indias.

I

INTRODUCCIÓN

Estamos en presencia de un problema de suyo difícil y complejo, no porque su estudio y solución exijan desconmensurado esfuerzo de la inteligencia, sino porque cualquiera que sea el partido que se adopte, él habrá de acarrear siempre resistencias y luchas, muy difíciles de contener y aplacar; como quiera que en todos los tiempos y lugares el sentimiento religioso ha sido el más enérgico, el más irresistible en su acción y el de mayores consecuencias en la suerte de los imperios. Aunque el exclusivismo religioso no es de este siglo, y en especial de la época en que escribimos; aunque la ciencia política ha hecho ya

el acopio suficiente de hechos históricos y consecuencias filosóficas para afrontar y resolver las varias situaciones en que puedan hallarse comprometidas la existencia ó ventura de un Estado; es lo cierto que ningún problema politico-social ha hecho más gasto de luces é ingenio, sin recibir hasta el día solución práctica y uniforme, que el importantísimo que se desprende del género de relaciones que deben existir entre las dos grandes potestades de toda soberanía: la Iglesia y el Estado.

Á diferencia de la totalidad de las enseñanzas políticas, que vienen preocupando á los publicistas, desde Platón y Aristóteles hasta lord Macaulay y Spencer, tanto como á los gobernantes, desde los soberanos más autócratas de la antigüedad hasta los titulados repúblicos de la hora presente; aquel problema sólo ha subido al escenario de la discusión á fines del pasado siglo, cuando por vez primera se congregara una asamblea de hombres libres para hacer solemne declaración de los derechos y garantías del ciudadano y marcar el alcance y atribuciones de los poderes públicos.

Fué en la Constituyente francesa de 1789 y por el órgano de uuo de sus más caracterizados miembros, el conde Carlos Lameth, en donde se hicieron las primeras manifestaciones del principio de absoluta. independencia entre ambas potestades. Y ¡cosa singular! aquellos atrevidos reformadores, para quienes, ni el poder divino de los monarcas, ni los hábitos y preocupaciones de una decena de siglos, fueron óbice bastante á detenerlos en el camino de la regeneración social y política, perplejos quedáronse á la vista de esas manifestaciones; y, olvidando sus sentimientos filosóficos y la clara noción que tenían de la libertad, dejaron á la Iglesia en el íntimo y tranquilo consorcio en que hasta entonces había vivido con el poder temporal.

No fueron más audaces los herederos de los primeros constituyentes franceses. Por el contrario, Napoleón, estupefacto ante las ruinas que la revolución acumulara sobre el suelo de su patria, temeroso de que su imperio, elevado sobre bases tan deleznables, no resistiera á la acción del tiempo y de los acontecimientos, y esperando hallar en lo divino un poderoso contingente, tendió mano amiga al Pontífice de Roma, hizo de la religión católica la religión del Estado, y elevó á la categoría de preceptos resguardados por la fe de la Nación, la linea de conducta á que en lo sucesivo debían ajustarse las relaciones entre la Iglesia y el gobierno secular.

En efecto, el Concordato que aquel soberano celebrara en 1801 con Pío VI, más tarde su prisionero en Avignón, fué el homenaje que el nuevo orden de cosas tributaba al credo religioso de los franceses, lazo

de estrecha concordia entre el César naciente y el Jerarca Supremo de la Iglesia, expiación, en fin, que el Imperio ofrecía ante el ara santa, en desagravio de los rudos golpes asestados al culto católico por el vértigo revolucionario de los primeros tiempos (1).

Sin embargo, esta política, de transacciones y complacencias, no ha sido la dominante en los países occidentales de Europa desde medio siglo atrás.

Causas imprevistas y poderosas á la vez, con raices las unas en el sentimiento de nacionalidad, con fundamento las otras en las conquistas de la ciencia política, que lucha por dar á sus principios la fuerza de teoremas matemáticos, que se esfuerza por devolver al individuo su libertad y encerrar al Estado dentro de sus límites naturales, han hecho que publicistas y gobernantes fijen vivamente su atención en el carácter único que reviste el consorcio de las potestades temporal y espiritual, intentando por ende escogitar un procedimiento que, sin lastimar ningún derecho, haga reinar la paz en las conciencias y la armonía en todos los poderes, cualesquiera que sean su naturaleza ú objetivo.

Al calor de tales sentimientos no tardó en aparecer la discusión francca, discreta y luminosa, como así mismo el ensayo más ó menos atrevido de procedimientos, diversos en todo ó parte, al que impera en el mundo desde quince siglos atrás.

Fué el conde de Cavour el autor de aquella célebre fórmula: Iglesia libre en el Estado libre, cuya acertada interpretación todavía se busca, y que, como la cucarda tricolor que Lafayette obsequiara á sus soldados, ha dado ya la vuelta al mundo.

Vivamente preocupado aquel estadista, más que de elaborar para su patria sabias instituciones, de compaginar y reunir bajo un solo cetro los pequeños Estados en que se hallaba dividida la península, no tardó en divisar las grandes dificultades de tamaña empresa y cuán estrechamente estaba subordinado á sus planes el atentar contra el poder del Pontífice de Roma cuyos dobles intereses, temporales y espirituales, iban á hallarse en abierta oposición con el problema de la unidad italiana.

Soberano temporal en una región importante de la península, soberano espiritual y aliado de todos los pequeños príncipes, cuya autoridad era necesario hacer desaparecer en obsequio de aquella aspiración,

(1) Suscribieron ese concordato por el Emperador de los franceses, su hermano José Bonaparte, y por el Papa, el cardenal Consalvi.

el Pontífice de Roma no vaciló en lanzar sus rayos celestes contra el monarca de la casa de Saboya, al punto de hacerse público el doble intento del conde de Cavour.

La lucha quedó así trabada: de una parte el poder papal que defendía sus temporalidades é inprescriptibles derechos espirituales, y de la otra, el rey de Cerdeña y el Piamonte, que arrojaba en la balanza de sus destinos el importante problema de la unidad nacional y el no menos importante de civilizar el Estado, hasta dejar á cada potestad en sus respectivas esferas de acción.

Los resultados son de todos conocidos: la unidad italiana prodújose poco a poco, mediante el tesón incansable de los que se habían hecho sus intérpretes y el desarrollo de acontecimientos imprevistos, quedando sólo en camino de solución el otro pensamiento que acariciara el político italiano.

Empero, desde entonces existe planteada la grave cuestión politica de la independencia recíproca y absoluta de las potestades temporal y espiritual, fijadas sus premisas, impuesta su discusión á los publicistas y á los gobernantes su solución.

En efecto, la chispa que brotara del cerebro del unificador de Italia y que tan grande incendio produjo en los propios dominios de la autoridad papal, fué á despertar en su letargo á muchos y muy notables estadistas ó escritores de las otras naciones de Europa. Gladstone y Disraely, Lord Macaulay, Spencer, Stuard-Mill, etc., en Inglaterra; Pelletán, Cormenin, Jules Simón, Tocqueville, Laboulaye, Courcelle-Seneuil, Auguste Comte, Emile Litré, etc., en Francia; Frére d'Orban, Lavelaye, etc., en Bélgica; abordaron y resolvieron el problema según eran conservadores ó liberales los principios que profesaban.

Del terreno de las abstracciones metafísicas pasóse muy luego al de la práctica; y Bélgica y Suiza ensayaron y ensayan aún, el sistema de una relativa independencia entre ambas potestades. Y esta ola de libertad llegó hasta bañar las costas del Nuevo Mundo. Venezuela, Colombia y Méjico, reaccionando contra el pasado, cortaron de un solo golpe los lazos que unían á la Iglesia con el Estado, y dieron vida á un nuevo orden de cosas, que las contrarevoluciones conservadoras no tardaron en arrojar al suelo hecho girones.

Como se ve, la cuestión que nos ocupa es relativamente moderna; y si los publicistas han acertado á discutirla en sus faces más importantes, ningún país serio, con apego á sus tradiciones, con conciencia de su porvenir, ha intentado entrar de lleno en la risueña vida de la independencia recíproca, limitándose los más amantes del principio libe. ral á un ensayo á medias, y permaneciendo los otros, que forman la

casi totalidad de los países cultos de Europa y América, en una pru dente observación. (2)

Á juzgar por estos antecedentes, no debe causarnos extrañeza que Chile, en donde el espíritu colonial echara más hondas raíces, vejete todavía sobre este particular á la sombra del antiguo régimen, apesar de que no le han faltado exclarecidos ingenios nacionales que, inspirándose en las doctrinas de los publicistas recordados más arriba, han disertado hábil y copiosamente sobre las ventajas de una liquidación lenta y paulatina entre la Iglesia y el Estado. (3)

Con todo, ni la naturaleza del problema, de suyo complejo y difícil, ni la falta de un criterio uniforme, deben ser un obstáculo para que intentemos su estudio, bajo el triple aspecto, histórico, político y social, y correspondiente solución positiva; puesto que conflictos recientes han venido á evidenciar que el modus vivendi por que atravesamos, no es el llamado á mantener en paz á las conciencias, ni el que proteje al Estado en los derechos que cree inherentes á su soberanía y á la Iglesia en el libre ejercicio de su sagrado ministerio.

Abordaremos, pues, esta grave materia, movidos por su importancia, alentados por su oportunidad, y sostenidos por ese nobilísimo deseo de hacer grande y feliz el suelo en que viéramos la luz primera.

II

LA SOCIEDAD CIVIL Y LA SOCIEDAD RELIGIOSA.-PRIMEROS PASOS DE LA RELIGIÓN CRISTIANA Y EDICTO DEL GRAN CONSTANTINO, POR EL CUAL HACE DE ELLA LA RELIGIÓN DEL IMPERIO.

Al estudiar esta cuestión, oportuno será que principiemos por orientarnos acerca del modo cómo se han generado las actuales relaciones entre la Iglesia y el Estado, sus antecedentes históricos, sus fines y propósitos. Esta línea de procedimiento, es tanto más correcta, cuanto

(2) Se comprenderá muy bien que con lo dicho, no abrazamos á la Gran República del Norte, país sin rival en el mundo civilizado y cuyas sabias instituciones tendremos oportunidad de invocar muy a menudo en el presente trabajo, y sobre todo al tocar de cerca la faz teórica y práctica de la cuestión.

(3) Don Manuel Carrasco Albano, en sus Comentarios á la Constitución de 1833, y don José Victorino Lastarria, en sus Lecciones de Política Positiva, obra notable bajo todos conceptos, han sido los primeros que entre nosotros han dilucidado tal tesis,

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