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sigue fines espirituales, que viene á llenar necesidades secretas é intimas de la conciencia, haya sido materia de las prescripciones constitucionales, y que se le haya, llenándola de privilegios, incorporado en el Estado, cuyo único dominio es la realización del derecho en el tiempo y el espacio. Hoy, inspirándonos en la misma doctrina, condenamos también las obligaciones y cargas que el Estado impone á la Iglesia; porque éstas como aquellas son otras tantas invasiones de la autoridad política en un dominio que le está completamente vedado.

Desde luego, y sin apelar á reminiscencias históricas, que nos impondrían una inútil fatiga, podemos aseverar categóricamente, sin el menor temor de ser contradichos, que no hay tratadista alguno de derecho público, aún los más regalistas, que se atrevan á sustentar en teoría que el patronato es un derecho inherente á la soberanía nacional. Y debemos felicitarnos de semejante unanimidad de pareceres; porque de no ser así, habríamos de convenir en que aquellos padecían acerca de la naturaleza, carácter y fines del Estado la más lamentable confusión.

«Nosotros, partidarios de ese principio (el autor alude á la separación de la Iglesia y Estado) no aceptamos la tesis de que el patronato sea inherente á la soberanía nacional. No: el patronato es sólo una consecuencia de la protección que se dispensa á uno ó varios cultos determinados. Existirá donde esa protección exista; y como, á juicio nuestro, no es inherente á la noción del Estado la obligación de dispensar favor especial á religión alguna, es claro que no creemos que el patronato pueda serlo tampoco en sentido absolutto.» (12) (13)

Insinuado queda, según las precedentes palabras, que el derecho de batronato es correlativo de las obligaciones que el Estado se ha impuesto en el art. 5.o, una especie de compensación por el contingente

(12) Huneeus, Constitución ante el Congreso, pág. 14.

(13) Con todo, lejos han estado de ajustarse á esta doctrina la totalidad de los hombres de gobierno de nuestro país, que en cada caso particular han hecho a este respecto afirmaciones tan categóricas como solemnes. De ello dan constancia los considerandos siguientes del decreto de 28 de Abril de 1818, por el cual se concedió el pase á las bulas que constituian Arzobispo de esta arquidiócesis al presbítero don R. Valentín Valdivieso. Helos aquí: «1.° Que el Supremo Derecho de Patronato es una prerogativa inherente á la soberanía nacional y cuyo ejercicio me corresponde según lo dispuesto por la Constitución Política de la República:

2. Que ninguna autoridad secular ó eclesiástica puede despojar á la Nación de este derecho de que hasta ahora ha estado en pleno ejercicio, y que nada le impide seguir ejerciendo en toda su latitud en lo futuro.»>

Declaraciones mís explícitas, si caben, contiene otro decreto supremo de fecha mucho más reciente: el librado el 17 de Mayo de 1869 con motivo de las bulas que instituían Obispo de la Serena al presbítero den J. Manuel Orrego.

que el poder político dispensa á la Iglesia, á fin de facilitarla el cumplimiento de sus deberes. Y habremos forzosamente de examinar este nuevo origen que se atribuye á ese derecho; porque la política positiva, y aún los más tenaces impugnadores del sistema patronatista creen ver allí la justificación de su ejercicio.

Advertiremos sí, antes de comenzar, que el problema, planteado en este terreno, se hace práctico, ya que de las generalizaciones abstractas se desciende á situaciones particulares, quedando en consecuencia su solución dependiente de las circunstancias que determinan á éstas.

No obstante esto, mantendrémonos en el campo del derecho estricto, ya que por el momento nos hallamos ocupados en el estudio, ante los principios de justicia y libertad, bases únicas de la ciencia política considerada en abstracto de los preceptos constitucionales y legales en que reposa el régimen unionista, que impera en Chile entre la Iglesia y el Estado.

Desde luego, salta á la vista lo irregular y acomodaticio de las bases que acaban de atribuirse al patronato; porque ello supone la preexistencia de un contrato bilateral, do ut des, entre ambas potestades, contrato cuya existencia nadie podrá sostener, desde que no hay constancia que la Iglesia haya pedido los favores del Estado, ni inclinádose pacíficamente ante los privilegios que éste se atribuye sobre aquélla. Resulta de aquí que la situación creada por el patronato no es correcta, que tiene todos los caractéres de la injusticia; porque débese solamente á la voluntad de una de las partes llamadas á intervenir en su creación.

Sin embargo, los partidarios del régimen patronatista, intentando libertarse de estos elementales principios de justicia, han buscado argumentos en su apoyo, y fuerza será que los analicemos.

El sostenimiento de los cultos, comienzan por decir, cuando menos el de la mayoría de los habitantes, es un deber ineludible del Estado; porque necesitando la religión, trato intimo con la Divinidad por medio de la inteligencia y el sentimiento, traducirse á cada instante en manifestaciones externas, el poder político debe ampararla y protegerla cualquiera que sea la forma en que se presente, con tal que no importe un ataque al derecho ajeno; como quiera que su misión es velar por el respeto y libre desarrollo de los derechos naturales del hombre, entre los que figura el culto que ha de rendir á su Creador. Y agregan, que esa protección es sólo completa cuando el Estado ejerce una alta supervigilancia sobre la Iglesia, lo que se consigue intervi niendo en el nombramiento de sus prelados y otros actos eclesiásticos.

De estas proposiciones una sola hay verdadera: la libertad de cultos. Las otras son falsas, por ser contrarias al principio de justicia, único regulador de los actos individuales y colectivos.

¿Por qué debe la Iglesia necesitar el apoyo del brazo secular? ¿Acaso ésta no tiene, á causa de la divinidad de su origen y las imperiosas necesidades que viene á llenar, los elementos para nacer, crecer y desarrollarse por sí misma? ¿Acaso institución tan magna ha menester de labor extraña para llegar al santuario de la conciencia, que es su mansión, el foco brillante desde donde irradia con todos los colores del arco iris para abrazar y confundir á los hombres en un solo sentimiento? ¿Acaso no es efectivo que aquella sola hipótesis debilita su poder, amengua su prestigio?

Y por otra parte ¿qué protección es esa que lleva como cortejo la absorción de sus más caros derechos? ¿Acaso el nombramiento de sus prelados no es el punto de partida de su autoridad, de su prestigio y porvenir?

La religión, como tantas veces lo hemos repetido, regla sólo los deberes del hombre para con Dios; y cuando el poder temporal se inmiscua en sus funciones, decide en sus actos primordiales, se la desnaturaliza en su origen y propósitos; porque entonces sus enseñanzas revisten ese carácter obligatorio de la ley civil, tan contrario á su esencia que es de consejo, paz y armonía.

Además, la supervigilancia del Estado sobre la Iglesia, al abrigo de un pretendido servicio, que la desfigura en sus manifestaciones, es un principio insostenible; porque no hay correlación alguna entre lo que se da y las obligaciones que se imponen; porque todo majisterio ó ejercicio de atribuciones, para que sea justo, debe reconocer obligaciones recíprocas, en las que súbdito y soberano, protector y protegido, hallen comunes garantías y comunes beneficios.

¿Puede sostenerse algo parecido, compulsando con sereno espíritu la supremacía indisputable del poder político en los propios dominios de la Iglesia y la calidad de los favores que ésta recibe de aquél?

Y al expresarnos en este sentido, no comprendemos el concurso que el Estado puede proporcionar al culto en ciertas localidades del país y aún en todo él, cuando circunstancias excepcionales así lo determinan. Más adelante habremos de tocar forzosamente este punto.

Continuemos, ahora, con nuestras observaciones.

Los patronatistas, según no ha mucho dijimos, no han conseguido probarnos que la Iglesia haya solicitado para el cumplimiento de sus deberes el apoyo de la autoridad temporal. Y con esta afirmación no aludimos á la completa y absoluta independencia que ella siempre ha

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reclamado para sus manifestaciones externas; como quiera que ello forma uno de los derechos primordiales de la asociación política, que toda ley fundamental debe reconocer.

En verdad, los ejemplos que á este respecto hallamos en la historia son contraproducentes; porque en todas partes y en todos los tiempos, tal como acontece al presente, la Iglesia lucha para desprenderse del yugo que la oprime, salvo en los paises protestantes en que los gobiernos son á la vez cabeza en lo espiritual y temporal.

Las guerras más sangrientas y que más cargos han acumulado sobre la cordura de las generaciones pasadas, no han tenido otro origen que esa doble corriente, siempre en acción y siempre en lucha: el deseo de la Iglesia para emanciparse, el deseo del Estado para mantenerla atada.

Si los jefes de la una y del otro hubiesen desde el comienzo acertado á comprender sus respectivos deberes, otra habría sido la suerte de la humanidad en los siglos pasados y otra sería en el presente.

No hay, pues, que dar al régimen patronatista causa tan ocasionada á grandes desventuras y tan perturbadora de las nociones más elementales de buen gobierno.

«El tipo en la práctica de esta teoría está en los Estados Unidos de América, cuya constitución política, reconociendo todos los derechos del pensamiento libre, prohibe expresamente dictar leyes que tengan por objeto establecer una religión ó prescribir ó negar el ejercicio público de cualquier culto. En ningún país, como allí, prosperan todas las creencias religiosas, y en ninguno existe una diversidad mayor de cultos, todos coexistiendo en perfecta armonia, y consolidando su existencia y sus progresos, mediante la liberalidad de la piedad de sus fieles, que, sin necesidad de subvención alguna del Estado, satisface ampliamente á las exigencias de cada iglesia. Las nacioncs europeas que más se acercan á este tipo son la Suiza y la Dinamarca, donde tampoco tienen los cultos la subvención del presupuesto, y la Noruega, la Suecia y los Paises Bajos, donde el Estado concurre con subvenciones relativamente muy pequeñas al sostén de los cultos. Con esta emancipación religiosa, en todas las naciones europeas, ha coincidido un maravilloso progreso de las ciencias, que prueba que la libertad más completa, lejos de dañar al espíritu religioso, no hace más que reanimarlo. Así está demostrado con las cifras de la estadística en la obra de Mauricio Blok-«La Europa politica y social-donde se ve que la iglesia que más ha ganado con este movimiento es la católica, porque, según un censo ensayado en 1866, había en los diver. sos paises católicos 120,000 religiosos y 190,000 religiosas; pues en

ninguna época se han establecido más conventos que de 1855 á 1865, con prodigiosas sumas de dinero, erogadas por los fieles expontáneamente, sin presión administrativa, y aún sin los estímulos de la opinión pública, lo que prueba la inutilidad del consorcio con el Estado. y de las subvenciones del presupuesto.» (14)

VIII

LAS DOCTRINAS DE LA IGLESIA CATÓLICA, POR INVASORAS QUE SEAN, TAMPOCO JUSTIFICAN EL DERECHO DE PATRONATO.

De este terreno, propiamente metafísico, batiéndose en retirada, llegan los regalistas al positivo, invocando en su apoyo razones de conveniencia pública, circunstancias excepcionales de la política, que los decide á no dar de manos á un sistema que les asegura el predominio en el presente, la paz en el porvenir.

Dicen estos señores que la Iglesia Católica es, dentro de las fuerzas que dirigen las evoluciones sociales, la más poderosa y eficaz en sus movimientos, á causa de ser divinas sus raices y eternos sus fines; que al verse amenazada en su existencia y en el imperio que sin contrapeso ejerce sobre las conciencias, por los principios de la revolución moderna, uno de cuyos dogmas proclama el libre examen, ha contestado armando á sus Pontífices con el dón de la infalibilidad y condenando por medio del Syllabus todas aquellas libertades políticas, difundidas é implantadas en los pueblos á costa de tantos sacrificios; y que para contener estas tendencias invasoras, ó poner un dique á ese desborde de autoridad, que tan hondamente pueden sacudir las conciencias y los cimientos del poder político, hácese indispensable vigilar cuidadosamente la marcha de la Iglesia, terciar en el nombramiento de sus prelados, conocer previamente las obligaciones que impone á sus fieles, á fin de que, coexistiendo ambas potestades, ambas labren de consuno el bienestar colectivo.

Tal es la síntesis del nuevo argumento con que se pretende sostener el régimen patronatista.

(14) José V. Lastarria, Lecciones de Política Positiva, pág. 101.

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