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sistema en un estudio concienzudo de los hechos y antecedentes históricos que han producido ó cooperado en las evoluciones sociales, nos proporciona á este respecto las premisas para desembarazarnos de las nuevas razones con que se pretende justificar la invasión del Estado en dominios que no son de su competencia.

En verdad: ¿á qué atribuir la actitud belicosa de la Iglesia católica contra el dogma de la soberanía nacional? ¿En dónde está el origen de esa cruzada ardiente que tiene emprendida para dominar en el corazón del gobernante y en el espíritu del legislador? ¿De dónde saca sus fuerzas para mantenerse constantemente en lucha contra pueblos y gobiernos?

No es difícil hallar una respuesta satisfactoria.

La Iglesia se esfuerza por terciar en la marcha política de los pueblos para imprimirle un rumbo conveniente á sus intereses; únicamente porque al Estado corresponde ejercer algo de lo que ella conceptúa como sus más preciados derechos, originándose de aquí que del modo como esos derechos se ejerciten dependerá en gran parte la suerte de la Iglesia.

Estúdiese atentamente este fenómeno, y se convendrá que sólo en él, en la confusión que acerca de sus deberes profesa el Estado, encuéntrase el fundamento de esa anarquía religiosa que todos deploramos, porque á todos nos alcanza.

Déjese á cada potestad dentro de su órbita, y el papel de la Iglesia se neutralizará como por encanto y á la discordia de la hora presente sucederán la paz y la armonía.

Y ¿se quiere una prueba irrefragable de esta doctrina? Vamos á darla.

Ya hemos invocado en nuestro abono el ejemplo de la Gran República del Norte, y fuerza será que volvamos á él; porque de todos los pueblos civilizados que cubren el haz de la tierra, ese es el único en que las iglesias son otras tantas asociaciones privadas nacidas al abrigo de la ley común, el único en que el Estado es escudo de la religión, jamás soberano, protector ó aliado.

Hemos afirmado en las primeras páginas del anterior Capítulo, que las conmociones religiosas que cuarenta años atrás tuvieron por teatro la Italia, fueron consecuencia de las pretensiones encontradas del que en ese entonces era intérprete del pensamiento de la unidad italiana y del Pontífice que personificaba la unidad de la Iglesia. Agregaremos, ahora, que la recordada encíclica de 1864, nuevo código del dogma católico para condenar y anatematizar todas las conquistas del derecho moderno, fué el arma que el Jerarca de la Iglesia esgrimiera para

deshacerse de sus adversarios y preparar á la religión dias de mayor auje y poderío. Agreguemos todavía que aquellas conmociones salvaron los límites de la Península; y, derramándose por todos los pueblos cristianos de Europa y América, en todas mantienen hasta el presente viva y ardiente la lucha entre el Estado que quiere supeditar á la Iglesia y ésta que trabaja por su emancipación.

Pues bien, los ecos de esas disensiones, ni débiles siquiera, jamás se han hecho oir en la Gran República del Norte, ni conseguido inflamar un solo espíritu, ni aún el de los católicos, que por millares se cuentan en este país; porque el Estado ajeno por completo á las decisiones de la Iglesia; porque ésta, extraña en absoluto á la suerte del Estado, marchan paralelos en la senda social sin chocarse ni menos confundirse, labrando así la ventura y prosperidad nacionales.

Imitemos, pues, entonces á los legisladores que así prepararon la felicidad de ese gran pueblo; y echemos por la borda, temores, recelos y desconfianzas, que jamás fueron bastantes á dominar los espíritus convencidos, de aquellos que tratan de remover los obstáculos sociales sin confundir lo aparente con lo real, las causas con los efectos.

X

EL PATRONATO NO ES NI PUEDE SER UN DERECHO PERFECTO

Antes de dar de manos á la tarea en que estamos empeñados, preciso será que apuntemos un último argumento contra el régimen patronatista, y que se deriva de su practicabilidad.

Para que todo derecho sea perfecto y merezca el nombre de tal, menester es que el que lo posee ó cree poseerlo disponga de los medios necesarios á su conocimiento é imposición, en caso que surjan dificultades sobre su mérito ó alcance.

Por ejemplo, el Estado tiene el más perfecto derecho para darse un código que reglamente sus deberes y autoridades que respondan de su ejecución. Y hasta el presente no se ha pretendido negar ese derecho; porque ello constituye la esencia, la autonomía nacional. Del mismo modo, el individuo tiene el perfecto derecho de ser respetado en su honor é intereses; y en caso que alguien intentara contra ellos, la potestad judicial está ahí para ampararlo, á viva fuerza si es necesario, y castigar al delincuente.

En consecuencia, forjar derechos, que en alguna ocasión la autori

dad no pueda proteger, equivale tanto como su no existencia; como quiera que los poderes de un Estado no tienen más misión que garantir al individuo en el ejercicio correcto y discreto que haga de los privilegios que el mismo le ha reconocido, como indispensables á su conservación y bienestar.

¿Qué pasa, ahora, con el patronato? ¿Acaso es un derecho perfecto, de aquellos que el Estado puede hacer cumplir por medio de los elementos que la asociación política ha puesto en sus manos?

La respuesta es excusada, si recordamos hechos recientes que han puesto bien en claro la impotencia del Estado para imponer su voluntad al sucesor de los apóstoles.

El patronato, tal cual se encuentra concebido en la Constitución de la República, es un derecho irrisorio, que en vez de vigorizar al Estado lo deprime; porque sus titulares, para darse el placer de su ejercicio, han menester previamente de la voluntad de un poder extraño, cuya rebeldía jamás podrán castigar.

¿Qué importancia intrinsica tiene entonces para un gobierno el derecho de presentar sacerdotes idóneos para las sedes vacantes, si la Silla Apostólica, ejerciendo atribuciones que jamás ha delegado, desestima esos candidatos y los condena al silencio? ¿Será posible que un Estado en tal emerjencia apele á las bayonetas para conseguir lo que no le han dado el raciocinio ó su poder moral? ¿Será lícito que el gobernante fie en las calamidades que la viudez va á traer sobre la Iglesia para obtener, al fin, el predominio de su voluntad?

Todas estas cuestiones son añejas, y por lo tanto nos consideramos exentos de darles una respuesta.

Y ¿cuánta mayor razón nos asiste, si, del patronato, contemplado en conjunto, pasamos á una de sus ramas, el exequatur?

¿Qué valen contra él las prerogativas del Estado, en esta época en que el vapor, el hilo eléctrico ponen en diaria y segura comunicación al Papa de Roma con los fieles del orbe católico? ¿Llegaría el Estado en su celo por sus derechos, hasta la conciencia del individuo, para disponerle que no respetara tales órdenes, hasta ínter el Estado no les diera su aprobación?

Todo esto es ridículo, si no fuera vejatorio de lo más sagrado que tiene el hombre: sus creencias.

Y aquí pondremos término á estas observaciones; ya que hemos demostrado que el patronato, insostenible en teoría, contrario á los principios del derecho público, no lo es menos cuando se trata de darle bases acomodaticias, sin apoyo en opiniones sensatas y sin prestigio ante la política menos circunspecta.

CAPÍTULO III

DE LA IGLESIA Y EL ESTADO

SOLUCIÓN

SUMARIO.-I. Materia y plan de este capítulo.-II. Trazando á grandes rasgos los antecedentes históricos causas determinantes sobre la primera discusión parlamentaria de la idea separatista, se hace mérito de la interpretación que se dió en la práctica al art. 5.o, del movimiento secularizador de 1874 y sus consecuencias, de la misión apostólica de 1882 y de los antecedentes que dieron origen á las leyes de matrimonio y registro civil.-III. Debate en el Congreso de Chile sobre el principio separatista.-IV. Se estudia la condición á que en el régimen de independencia quedarían sometidas las comuniones y corporaciones religiosas.-V. Objeciones contra la idea de dar á las comuniones ó corporaciones religiosas existencia independiente del Estado, y á sus bienes las garantías del derecho común.-VI. Opinión de Laboulaye sobre la materia de los dos últimos párrafos.-VII. Conclusión.

I

MATERIA Y PLAN DE ESTE CAPÍTULO

Eliminados ya, según la lógica de que nos hemos valido en los párrafos precedentes, todos los preceptos constitucionales en que descansan las relaciones de Iglesia y Estado, parece que este grave problema ha tocado á su término y que su solución no puede ni debe ser otra que aquella que cuarenta años atrás diera el político italiano en su célebre fórmula: Iglesia libre en el Estado libre.

Sin duda alguna, á juzgar por lo ya dicho, es ese el desenlace que anhela nuestro espíritu; porque es el único razonable, el único compatible con una política honrada y progresista, el único que devuelve

al hombre su completa libertad de conciencia y al Estado su carácter propio y distintivo, el único, en fin, que da al César lo que es del César y á Dios lo que es de Dios.

Sinembargo, exponer doctrinas, hacer manifestaciones de ideas, no satisface á nuestro intento. Queremos demoler y reconstruir á la vez. Forzoso será entonces que nos demos cuenta exacta de lo que á este respecto piensan y quieren el país, los partidos ó corrientes políticas en acción; si el estado de nuestras instituciones exige ó permite que apliquemos al funcionamiento y desarrollo de la sociedad religiosa el régimen de absoluta libertad; cuál serían la actitud del Estado ó sus providencias para echar las bases y mantener ese régimen, afianzando su porvenir y el de la Iglesia, sin peligro ni menoscabo para todo derecho legitimamente adquirido.

Tal remate á nuestras ideas hállase aconsejado por el plan de estos Estudios y por nuestras propias convicciones, que luchan por hacer prácticos y tanjibles los progresos del derecho moderno; y porque, tratándose de legislación, según las felices palabras de Sócrates, jamás debe perderse de vista ni el suelo ni los hombres.

II

TRAZANDO Á GRANDES RASGOS LOS ANTECEDENTES HISTÓRICOS Y CAU-
SAS DETERMINANTES SOBRE LA PRIMERA DISCUSIÓN PARLAMENTARIA
DE LA IDEA SEPARATISTA, SÉ HACE MÉRITO DE LA INTERPRETACIÓN
QUE SE DIÓ EN LA PRÁCTICA AL ART. 5.o, DEL MOVIMIENTO SECULA-
RIZADOR DE 1874 Y SUS CONSECUENCIAS, DE LA MISIÓN APOSTÓLICA
DE 1882 Y DE LOS ANTECEDENTES QUE DIERON ORIGEN Á LAS LEYES

DE MATRIMONIO Y REGISTRO CIVIL.

¿Encuéntranse los espíritus suficientemente preparados para aceptar una liquidación absoluta de los poderes civil y eclesiástico? Las jornadas que hemos hecho en la senda de la secularización del Estado. ¿permitirían dar en tierra con aquel consorcio, que la legislación de quince siglos y el respeto de cien generaciones parecen haber sellado para siempre? ¿No habrá llegado el momento de dominar con robusto brazo la incertidumbre de los unos, la desconfianza de los otros, la ti

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