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él vinieron á las Antillas, no sólo con las riquezas de estas islas, sino con la mayor parte de la «Tierra firme» de nuestra América. Siguiendo de cerca á los descubridores, venían los aventureros; y al más afortunado y audaz de todos ellos, á Hernán Cortés, como la historia le llama preferentemente, le tocó subyugar el imperio azteca y el vasto territorio que se denominó la Nueva España y había de convertirse en el México moderno.

Pero antes de ver lo que España encontró aquí, veamos lo que ella misma traía en la materia cuyo estudio debe ocuparnos; ó en otros términos, examinemos, siquiera brevemente, las condiciones económicas de la nación conquistadora.

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Acababa de consumarse la definitiva expulsión de los árabes del territorio español y se había unificado ya, con el matrimonio de Don Fernando y Doña Isabel, el gobierno político de la península ibérica. Parecía, pues, urgente por todo extremo unificar también la nacionalidad misma, compuesta de elementos tan diversos y variados, que algunas veces llegaban hasta el antagonismo.

No lo comprendieron así los políticos españoles, ó eligieron, como único medio para alcanzar ese fin, la consolidación y robustecimiento del vínculo religioso? No es ésta ocasión oportuna para discutirlo; consignemos sólo, como. un hecho indudable y comprobado, que todas las medidas. trascendentales de esa época parecen inspiradas en el deseo de realizar la unidad religiosa á todo trance y por todos los medios. La expulsión en masa primero de los judíos y luego de los moros, que formaban el elemento laborioso é industrial de la nación: las guerras sostenidas en Alemania y Flandes por Carlos V y Felipe II y cuyo carácter fué eminentemente religioso; y, sobre todo, el establecimiento del formidable tribunal del Santo Oficio, son hechos característicos del espíritu dominante en la política de los reyes de

España, desde Don Fernando y Doña Isabel hasta el advenimiento de Felipe V. Todos los propósitos de la corona parecen haberse concentrado durante esa época en librar á sus súbditos de la contaminación de la Reforma y la herejía, aunque para ello hubieran de ponerse en olvido los intereses económicos y se encauzaran todas las fuerzas vivas del organismo social hacia las guerras que, en muchos puntos de Europa y contra muchas naciones á la vez, era preciso sostener. Agricultura, industria, comercio, ciencia positiva y, en una palabra, cuanto elemento es indispensable para constituir el bienestar material, sin el que es forzosamente transitorio y efímero el poderío político, nada significaban, ni había quién de estas cosas se cuidara: el triunfo de la fe, el brillo de las armas, y para realizar ambos fines, la concentración absoluta del poder en manos del rey, suprimiendo por completo toda iniciativa individual y ahogando todo germen de libertad política y económica, tales eran por aquel entonces los ideales de la nación cuyos representantes en esta parte de la América fueron Hernán Cortés y sus compañeros. Y como el malestar económico de la metrópoli alcanzaba al pueblo y al gobierno, y como se arraigaba más y más el error de que la riqueza se cifra en la posesión de > los metales preciosos como moneda, un deseo inmoderado de explotación, sin tregua ni misericordia, completaba el conjunto de las ideas directoras de la gigantesca empresa colonial que para España significó el descubrimiento y sujeción de América, y en la cual, bajo el aspecto económico, no se buscaba el desarrollo de la industria ni del comercio metropolitanos, sino una fuente de metales preciosos para satisfacer las necesidades del tesoro del rey y para enriquecer á los particulares.

Aquí, el suelo estaba poblado por razas primitivas organizadas en diversas tribus; y aunque algunas eran ya sedentarias, apenas si habían comenzado á salir de la edad de la

piedra pulida, alcanzando los principios de la del bronce, pero sin llegar á la del hierro. De estas tribus, la más importante, la meshica, habitaba, con los tlatelolca y los acolhua, el valle de México, y se había constituído en un imperio cuya forma era la monárquica electiva. Aunque los meshica compartían la posesión del suelo con otros pueblos independientes, como la república de Tlaxcala y el reino de Michoacán, ejercían un notable predominio sobre la mayor parte de la extensión territorial que después formó la Nueva España, si se exceptúa el Norte, más allá del río de Santiago, dominado por tribus completamente bárbaras y salvajes, y el lejano Oriente, más allá del istmo de Tehuantepec, poblado principalmente por los mayas. Por lo mismo y porque sobre el pueblo azteca son más completas las noticias que hasta nosotros han llegado, aunque no exentas de exageración, á él nos referiremos principalmente.

Los más importantes artículos del comercio de los indios, que era puramente terrestre, fueron el cacao, origen de la bebida usada hoy en todo el mundo: los tejidos de algodón y plumas, de cuya belleza se hacen lenguas quienes los vieron: la cochinilla, que proporcionaba el color rojo para teñir las telas; y el copal y el ámbar, cuyo aroma se esparcía en los teocallis y en las casas. Los productos minerales, el oro, la plata, el cobre y el estaño, eran también objeto de multiplicadas operaciones; pero más que estos artículos son dignos de citarse, ya que no por su valor por unidad, sí por la cuantía de su producción, el maíz y los varios productos del maguey.

El primero, que todavía constituye la base de la alimentación de las tres cuartas partes de los mexicanos, no sólo procuraba á los antiguos habitantes un grano nutritivo, sino azúcar poco inferior al de caña. Del maguey extraían un líquido sacarino, que fermentado produce la bebida embriagante que llamaban neutle y hoy conocemos con el nombre de pulque: con las hojas enteras cubrían las habitaciones más humildes, y machacándolas obtenían una pulpa para fabricar papel: de las fibras se servían para hacer cuerdas y

vestidos corrientes; y en suma, como ha dicho un distinguido historiador, «el maguey servía á los mexicanos de alimento, bebida, vestido y material en que escribir.»

Los varios climas de la que fué Nueva España, resultado, no de la latitud geográfica, sino de las altitudes crecientes del suelo, desde los dos Océanos á la mesa central de las cordilleras, brindaban al hombre con los productos más diversos: el cacao, el algodón y la vainilla de las costas, el maguey de la altiplanicie y el maíz de todas las altitudes habitadas. Una corriente de cambios debía naturalmente establecerse entre las zonas altas y las bajas, como resultado de la varia naturaleza de los respectivos frutos agrícolas, y corrientes secundarias entre los centros productores de metales ó artefactos y los consumidores de unos y otros, y entre los campos y los poblados. El algodón, las brillantes plumas de las aves propias de las selvas tropicales y las pieles de las fieras cazadas por los salvajes del Norte, llegaban á los mercados como materia prima de las industrias indumentarias que tanto cultivaron los meshica, y se trocaban por mantas, artículos de barro, adornos de metal ó piedras labradas, armas, perfumes ó flores.

En calidad de moneda, aunque en realidad muy imperfecta, puede decirse, por la frecuencia de su uso, que emplearon el oro nativo en polvo y en grano, puesto en cañones transparentes de pluma, tejuelos de cobre ó estaño cortados en forma de T, mantas de algodón de varias clases y granos de cacao, que se contaban por xiquipilli, equivalente á ocho mil almendras.

Los comerciantes aztecas emprendían largos y arriesgados viajes hasta los confines del Anáhuac y aun á los países situados más allá; los hombres dedicados á este oficio, cargados de mercancías y reunidos en caravana, mercaderes, esclavos y sirvientes, echaban á andar enormes distancias, deteniéndose cada día al abrigo de grandes galeras construídas á intervalos apropiados, exclusivamente con objeto de servir de paraderos.

El comerciante servía á los gobernantes aztecas para

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adquirir conocimiento de los otros pueblos, para recaudar los tributos y para otros fines políticos y por tal motivo asumía un papel que le traía privilegios y distinciones. «Es ciertamente una anomalía de la historia, -dice un ilustre escritor, que el comercio abriera el camino para una posición social preeminente en una nación no del todo civilizada, donde los nombres soldado y sacerdote eran, por lo común, los únicos títulos para hacerse respetable. Ella forma algún contraste con la regla fija de las monarquías más cultas del antiguo mundo, en las cuales se supone ser menos deshonrada la nobleza de una persona con una vida de ocioso abandono ó de frívolos placeres, que con aquellos ejercicios que promueven al mismo tiempo la prosperidad del Estado y la individual. Es necesario confesar que si la civilización desarraiga muchas preocupaciones, también crea otras muchas. »

La capital del imperio azteca era el centro mercantil más considerable del Anáhuac; á ella afluían los tributos, en ella habitaban los príncipes y señores, y en sus mercados se veían los artefactos curiosamente trabajados en la ciudad y los frutos traídos á cuestas por los esclavos desde remotas provincias, ó en las embarcaciones que surcaban los lagos y canales. Como no había tiendas, todo el movimiento se concentraba en el tianquistli ó feria que se celebraba cada cinco días. Los cambios se hacían en perfecto orden, merced á la separación de los artículos por grupos, según sus analogías, y á la vigilancia de magistrados especiales (1).

Imposible es establecer, con probabilidades de exactitud, cuál era el monto del comercio de los antiguos pobladores de nuestro suelo. El afán de los conquistadores por engrandecer el valor de la tierra que habían dominado, les llevó á dar cifras exageradas siempre que se trató de fijar, siquiera aproximadamente, la importancia ó riqueza de los países que acababan de incorporar á la corona de España; y aun tratándose de hechos fáciles de apreciar, como el número

(1) En la parte de esta obra consagrada á la Hacienda pública encontrará el lector que se interese en conocerlos, algunos otros detalles sobre el comercio azteca, cuya relación nos ha parecido más propia de aquel lugar.

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