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de habitantes de la antigua Tenochtitlán, capital del imperio sojuzgado, se observa entre las relaciones de los conquistadores una enorme divergencia.

Sin embargo, la crítica histórica puede hoy aquilatar, como circunstancias adversas á un gran desarrollo mercantil, en primer lugar la condición general de atraso de las primitivas agrupaciones, después la falta de una moneda propiamente dicha, lo que forzosamente reducía el comercio al sistema de simples trueques ó cambios de productos, y la carencia de animales y medios de transporte, obstáculo gravísimo tratándose de un comercio exclusivamente terrestre que se ejercía en un extenso territorio, montañoso en su mayor parte. Que había, á pesar de todo, transacciones que alcanzaban un volumen de cierta importancia y especialmente que existía la libre contratación y lo que podríamos llamar una organización mercantil, no cabe dudarlo, según los datos que en breve extracto dejamos consignados y conforme á los cuales escritores notables caracterizan á los aztecas diciendo que constituían un pueblo de mercaderes.

¿Qué hizo de todo esto el conquistador español? Destruirlo y arrasarlo, como destruyó y arrasó todo cuanto encontró en su camino, incurriendo en el gravísimo error de no tratar, al someter á los pueblos primitivos, de fomentar en nada y para nada su bien y su prosperidad, sino simplemente de explotar las nuevas conquistas en pro de la metrópoli y de sus hijos, como lo autorizaban las ideas corrientes en aquella época y lo imponían, con ineludible exigencia, las necesidades económicas y el empobrecimiento del rey y de sus vasallos. De ahí que nada de lo existente se conservara procurando mejorarlo, sino que por la fuerza y la violencia se impusiesen religión, lengua, métodos de gobierno, sistemas de cultivo y de trabajo y, en suma, toda una nueva organización social, en que el indio no representaba otro papel que el de instrumento pasivo, inconsciente y sumiso,

para arrancará este difícil suelo las riquezas que en un principio se creyó que estaban, sin esfuerzo alguno, al alcance de la mano.

¿Y á qué medios se ocurrió, en materia de comercio, para asegurar á la metrópoli el beneficio que de las colonias se esperaba? Desde luego éstas quedaron cerradas á todos los extranjeros, prohibiéndoles venir á las Américas y comerciar con ellas; y en España, de donde todo debía venir y á donde todo debía ir, no se podía comerciar sino por determinadas personas, en determinada cantidad y forma y por determinados puertos; es decir, se erigió en principio absoluto la prohibición, la restricción, el monopolio. Sobre esta base descansa todo el complicado andamiaje de las disposiciones legales referentes al comercio entre España y sus colonias, necesario para mantener en pie ese principio contra los extranjeros, contra los habitantes de las colonias, contra los españoles mismos. Veamos de cerca esas disposiciones.

Pocos años después del descubrimiento de América, y bajo la autoridad del Supremo Consejo de Indias, creóse por los Reyes Católicos la famosa «Casa de Contratación» de Sevilla, especie de cuerpo administrativo con facultades judiciales, que debía entender en todo lo relativo al comercio de las Indias y vigilar el cumplimiento de las numerosas y complicadas leyes que lo regulaban. Concedióse á Sevilla y á Cádiz el monopolio de enviar mercaderías á América y el de recibirlas de ella. Se dictaron, además, muchas leyes referentes á las condiciones de los buques y á la cantidad y clase de género que podrían cargar, y, por último, en 1561 (1), por temor á los corsarios que infestaban los mares

(1) Algún respetable autor señala el 13 de Febrero de 1552 como fecha de la Real orden que mandó establecer las flotas; sin embargo, es corriente entre los demás autores la afirmación de que esto se verificó en 1561, y por tal motivo dejamos subsistir esta última fecha.

y á que los buques cargasen ó descargasen ocultamente en las costas de España ó de Portugal, eludiendo el pago de los impuestos reales, se llegó á ordenar que no saliese de Cádiz ni de Sanlúcar nao alguna sino en flota, «pena de perdimiento de ella y de cuanto llevase», y que cada año fuesen dos flotas con naves para la «Tierra-firme» y Nueva España.

De aquí nació el sistema de flotas que duró hasta 1778, aunque es debido hacer constar que aun durante su vigencia y desde los primeros años que siguieron á la conquista, vinieron á México embarcaciones aisladas de poco porte que se llamaban avisos, cuyo principal objeto era conducir la correspondencia, pero que fueron autorizadas para cargar cortas cantidades de determinadas mercancías. Solían, además, venir algunos buques de guerra con el fin de traer azogue, que se vendía á los mineros por cuenta de la Real Hacienda, que lo tenía monopolizado, y con el de conducir caudales á la metrópoli; siendo también de advertir que de 1739 á 1750, en que las guerras marítimas impidieron la salida de las flotas, se permitió á algunos buques neutrales venir á América.

Todas esas embarcaciones debían anclar precisamente en Veracruz, malísimo fondeadero que, sin ninguna condición de puerto, llegó, sin embargo, á la sombra del monopolio creado en su favor, á ser el primero de nuestro país. Ya veremos más adelante los sacrificios que, para conservarlo en este rango, ha sido necesario imponer al erario de la República mexicana.

El comercio, ó más bien la comunicación con las otras colonias, se limitaba al envío que, cuando las guerras impedían las relaciones directas, algunas hacían de sus frutos á la metrópoli á través de la Nueva España: el comercio entre ellas, es decir, el cambio de sus productos, les estaba prohibido severamente; y luego que entre la Nueva España y el Perú, la otra colonia importante, empezó á establecerse algún intento de comercio, fué sin tardanza prohibido; porque la muralla que cerraba cada colonia sólo debía ser franqueable para España y los españoles privilegiados.

El comercio con la China y las Indias Orientales se hacía exclusivamente de las Filipinas á la Nueva España y por el galeón de Manila, impropiamente llamado «nao de la China», cuyo cargamento de importación generalmente consistía en telas de algodón y seda, porcelanas finas, obras de platería, especias y aromas. El viaje de la nao, que sólo podía anclar en Acapulco, duraba en un principio cinco ó seis meses, pero por los adelantos en el arte de la navegación llegó á reducirse á tres ó cuatro. Aunque el galeón no debía traer mercancías por valor de más de quinientos mil pesos (1), generalmente importaba un millón y retornaba á Filipinas cargando un millón y medio ó dos millones de pesos en plata y una pequeña cantidad en cochinilla, cacao de Guayaquil y Caracas, aceite y tejidos de lana españoles (2).

Un importantísimo cambio se efectuó en la forma común de las transacciones mercantiles interiores con la introducción de la moneda, que tuvo lugar después de la conquista. Acostumbrados los españoles á usar de la suya, introdujeron en la colonia los nombres, valores y subdivisiones que les eran familiares; pero como no tenían suficiente moneda española, ni fábrica de ella, empezaron por hacer sus operaciones con metales en pasta, y en vez de entregar, por ejemplo, un castellano, daban el peso de un castellano. Esto introdujo la costumbre de pedir por una cosa cierto peso del metal precioso que ofrecía el comprador; y de aquí nació la palabra que sirve todavía para designar la unidad de nuestro sistema monetario.

Esta irregularidad fué, sin embargo, corrigiéndose, primero por las marcas que los oficiales reales ponían á los tejos de metal certificando la ley de cada uno y que se había

(1) Así lo dicen todos los historiadores; pero la ley 6, tít. 45, libro IX de la Recopilación de Indias, previno que no se trajesen de Filipinas á la Nueva España mercancías por valor de más de doscientos y cincuenta mil pesos en cada año y que el retorno de principal y ganancias no excediese de quinientos mil pesos de á ocho reales. Acaso en la práctica se llegó á moderar el rigor de esta ley, sin derogarla.

(2) El valor de la plata exportada por particulares debía corresponder al de las mercancías importadas y las ganancias. De aquí, seguramente, el origen de la frase dar á corresponder, con que se designaba el envío de mercaderías de Filipinas á Nueva España.

satisfecho el quinto del rey, y después por la acuñación regular, comenzada hacia 1537. Poco más tarde se mandó labrar moneda de cobre; pero fué de tal manera rechazada por los indios, á pesar de las penas impuestas á quien rehusara recibirla, que los mismos españoles acabaron por emplear como moneda fraccionaria el cacao, que los indios no habían abandonado en sus transacciones, y este uso persistió en algunos lugares hasta el siglo XVIII.

Factores de progreso mercantil deben de haber sido la introducción de bestias de carga y vehículos de transporte, de que los indios carecían, y la importación de plantas y semillas antes desconocidas y tan importantes como el trigo y el arroz; pero nada de esto quita ni siquiera atenúa el carácter del comercio en la época colonial, fundado todo en la restricción y el monopolio más inquebrantables, tanto en la metrópoli como en la Nueva España, porque limitada en tiempo y en cantidad la importación, el acaparamiento de las principales mercaderías que aquí venían, tenía que ser y fué en efecto consecuencia forzosa del sistema. «Las comunidades eclesiásticas, decía el barón de Humboldt,-son, después de los comerciantes de Manila, quienes toman la mayor parte de este comercio lucrativo: estas comunidades emplean cerca de los dos tercios de sus capitales en lo que muy impropiamente llaman dar á corresponder. Luego que llega á México la noticia de haberse avistado el galeón en las costas, se cubren de gente los caminos de Chilpancingo y Acapulco y los comerciantes se dan prisa para ser los primeros en tratar con los sobrecargos que llegan de Manila. Ordinariamente se reunen algunas casas poderosas de México para comprar todos los géneros juntos, y ha sucedido venderse todo el cargamento antes de que en Veracruz se tuviese noticia del galeón.»

Por lo que hace al comercio con España, por la insalubridad del puerto de Veracruz se radicó en Jalapa, fuera ya de la zona de la fiebre amarilla ó vómito; allí se efectuaba la venta de las mercaderías que las flotas traían y aun se llegó á establecer legalmente, desde 1720, una feria en esa ciudad.

«Este orden de cosas,-dice don Lucas Alamán, hablando

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