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CAPÍTULO II

Los ferrocarriles

Lo dicho en el capítulo precedente explica la imperfección y atraso en que nuestras comunicaciones interiores se conservaron, no sólo durante la época colonial, sino todavía durante muchos años de nuestra vida independiente; y á juzgar por informaciones adquiridas, á falta de mejores fuentes, en el testimonio de autorizadas y discretas personas que aún viven y alcanzaron aquellos calamitosos tiempos, sólo nacieron entre nosotros las empresas de transportes regulares de viajeros y mercancías hacia fines de la mitad del siglo XIX, después de la invasión norteamericana. A dar entero crédito á esas mismas informaciones, del ejército invasor aprendieron los mexicanos á servirse de los grandes carros de transporte y de las diligencias ó carruajes de nueve á doce asientos, que exigen el empleo de un tiro numeroso de animales; pero, en todo caso, lo que sí entendemos estar fuera de duda es que la primera línea de diligencias fué establecida hacia 1849 ó 1850 por don Manuel Escandón, hombre de excepcional energía y de ánimo resuelto, cuyo nombre está ligado con numerosas empresas y especialmente con la del ferrocarril de Veracruz, que en aquel entonces, y no sin razón, reputábase como la más importante y gigantesca que pudiera abordarse. Cuéntase de

él, y referimos este rasgo en honra á su memoria, que llegado al pináculo de la riqueza y de una importante posición social, complacíase en recordar que, á falta de conductores expertos, él había guiado personalmente las primeras diligencias que corrieron entre México y Puebla; diligencias que, por cierto, según la tradición que hasta nosotros ha llegado, eran apedreadas con frecuencia por los poblanos, que consideraban lastimados con ellas los intereses de los tratantes, conductores y dueños de los malisimos carruajes y caballerías que empleaban las pocas personas que no podían evitarse los riesgos considerables y las infinitas molestias de un viaje.

Sucedió al señor Escandón, en esa empresa, un español cuyo nombre es todavía conocidísimo y popular entre nosotros, don Anselmo de Zurutuza, que extendió las diligencias á todos los centros poblados de la República, creando una verdadera organización que con indomable energía, con actividad infatigable y con inteligencia muy poco común, dirigía personalmente y que facilitó mucho el transporte de viajeros y el de la correspondencia pública, á precios relativamente poco elevados, teniendo que crearlo todo, postas, paraderos, lugares de descanso y hoteles, que, buenos ó malos, coadyuvaban á hacer más rápidas y menos incómodas las comunicaciones existentes, en un país sin caminos y plagado casi siempre de fuerzas militares y de partidas numerosas de revolucionarios y de forajidos, que buscaban en una bandera política amparo á sus fechorías, desmanes y atropellos.

Al mismo tiempo se generalizaba el uso de grandes carros que, en trenes de doce ó más, abarataron el flete de las mercaderías é hicieron posible la importación de ciertos efectos que, como la maquinaria, exceden y frecuentemente con mucho, la carga de un solo animal. Aun llegaron á establecerse líneas que se llamaron aceleradas, porque no empleaban sino ocho ó diez días para recorrer la distancia de Veracruz y México, cobrando un peso y un peso y medio por arroba, es decir, de ocho á doce centavos por kilogramo.

Tan exiguos y pobres medios de transporte no podían dar satisfacción, ni siquiera mediana, á las crecientes necesidades del tráfico mercantil, que aun en los mejores tiempos resultaba irregular, lento y excesivamente caro. Por eso nuestros gobiernos pensaron desde muy temprano en el establecimiento de vías férreas, y entre ellas, como nuestros hábitos inveterados lo imponían, juzgóse como la más importante la que comunicase México con Veracruz, y después de ésta, la que ligara á la capital con el mar Pacífico y especialmente con Acapulco (1). Y así fué cómo, en 22 de Agosto de 1837, se hizo á don Francisco de Arrillaga, en la forma de un privilegio exclusivo, la primera concesión para construir una vía herrada de Veracruz á México; concesión que, como tantas y tantas otras, había de quedarse simplemente escrita, porque la empresa requería capitales que no teníamos ni podíamos conseguir en nuestras perturbadas condiciones de perpetua guerra civil.

Sin embargo, pocos años después, en 31 de Mayo de 1842, los acreedores del camino carretero de Perote á Veracruz, es decir, los sucesores de quienes con garantía de los peajes habían facilitado al gobierno virreinal y á nuestros primeros gobiernos los capitales necesarios para la apertura y conservación de esa carretera, aceptaron la obligación de construir un ferrocarril de Veracruz al río San Juan, á cambio de ciertos derechos, muchos de ellos perpetuos y exclusivos, y entre los cuales se contaba el de cobrar fletes y pasajes con arreglo á tarifas que hoy consideraríamos altísimas, pero que entonces se juzgaron sumamente módicas y equitativas (2). Más de ocho años tardaron en abrirse al tráfico,

(1) Aunque puede decirse que todos nuestros gobiernos favorecieron la construcción del ferrocarril á Veracruz, no por esto parece menos cierto que el funesto general don Antonio López de Santa Anna se oponía personalmente á ella, dando por razón el perjuicio que resentirían los criadores de mulas y los dueños de carros, así como los arrieros y conductores que hacían nuestro carísi. mo y miserable tráfico.

(2) Pueden verse estas tarifas y consultarse otros datos muy interesantes sobre los ferrocarriles mexicanos en dos publicaciones oficiales: es la una la Colección de leyes, decretos, disposiciones, resoluciones y documentos importantes sobre caminos de fierro, arreglada en el Archivo de la Secretaría de Fomento; y la otra, la Reseña histórica y estadistica de los ferrocarriles de

entre Veracruz y El Molino, los primeros trece kilómetros de esta vía férrea que con el tiempo había de constituir una sección del Ferrocarril Mexicano de Veracruz; y esto tuvo lugar el 16 de Septiembre de 1850, fecha que debe reputarse memorable, porque en ella se inició en nuestro secular sistema de comunicaciones, aunque en reducidísima y miserable escala, el cambio que, andando los tiempos, había de convertirse en uno de los más importantes, acaso en el más importante, de los factores de nuestro progreso.

Curiosa en alto grado y al mismo tiempo profundamente instructiva es la historia detallada de esta primera concesión para una línea férrea; concesión que se hizo extensiva después hasta México, que pasó sucesivamente por muchas manos, que tantos sacrificios nos ha costado y que, al fin y al cabo, dió ser y vida, á través de incidentes y peripecias sin cuento, á la primera de las líneas que constituyen hoy nuestro sistema ferroviario. Lástima es, por consiguiente, que no podamos consignar aquí esa historia que habría de ser forzosamente extensa, como que sus principales capítulos están consignados en más de veinticinco privilegios, leyes y contratos; y habremos de hacer constar solamente que los mexicanos don Manuel y don Antonio Escandón fueron los obreros más constantes y asiduos de esta empresa, realizada con capitales ingleses; que para el trazo del ferrocarril se eligió, en parte, el del antiguo camino por Orizaba, superando dificultades enormes de construcción, que hoy maravillan y asombran al viajero y al experto en estas materias; que el gobierno del exótico imperio de Maximiliano impulsó en cuanto pudo y mucho favoreció el adelanto y realización de la magna empresa, y que después la República, bajo las administraciones de los Presidentes don Benito Juárez y don Sebastián Lerdo de Tejada, no omitió sacrificios ni escatimó el auxilio que, en medio de las tristes condiciones de nuestra pobrísima y desorganizada hacienda

jurisdicción federal, formada por la Sección 2.a de la Secretaría de Comunicaciones y Obras públicas, y de la cual han aparecido dos volúmenes, que corresponden de Agosto de 1837 á 31 de Diciembre de 1899.

pública, era dable allegar para que la nación se viese dotada de esta importantísima línea férrea; afrontando esos meritisimos ciudadanos en 1868, y principalmente en 1873, hasta los riesgos de una inmerecida impopularidad, provocada por las apasionadas discusiones que este asunto suscitó en el Congreso, con tal de que se construyera y hallase entre nosotros condiciones de vida económicamente próspera el primer ferrocarril que había de ponernos en condiciones de progresar. No lo vió el señor Juárez construído en toda su extensión, pero sí hasta Puebla, cuyo ramal se inauguró en 16 de Septiembre de 1869. Al señor Lerdo de Tejada cupo en suerte bajar por primera vez, en alas de la locomotora, de la Mesa Central mexicana á las costas del Atlántico; y tan fausto acontecimiento, celebrado jubilosamente por la República entera, tuvo lugar el 1.o de Enero de 1873.

En los años posteriores de la administración del mismo señor Lerdo de Tejada fué cuando puede decirse propiamente que se planteó entre nosotros la cuestión de ferrocarriles, tanto bajo su aspecto técnico como en sus relaciones con nuestra política internacional. ¿Convenía que nuestros ferrocarriles fuesen de vía ancha ó angosta? ¿Debíamos consentir que capitales norteamericanos fuesen los que se empleasen en construir nuestras vías férreas, ligándolas, como en caso afirmativo resultaría indeclinable, con las de nuestros poderosos vecinos? Tales fueron los problemas que, ante los poderes públicos y la opinión se plantearon con motivo de las concesiones que solicitaron dos ciudadanos de los Estados Unidos, pretendiendo ser autorizados para construir líneas férreas de la ciudad de México á la frontera septentrional de la República.

Aunque á la cuestión de anchura de la vía se dió, en las Cámaras y aun fuera de ellas, una grande importancia, sin llegar á resolverla en ningún sentido exclusivo, la verdad es que la relativa á si debíamos ligar nuestras vías con las de

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