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mer período era de $ 11.932.046, se elevó en el segundo á $ 17.234.769.

Cuanto á las importaciones antes del «comercio libre», hay constancia, por las liquidaciones practicadas en la feria de Jalapa, de que las dos últimas flotas trajeron, en fines de 1773 y á principios de 1778, respectivamente, $ 24.588.099 y $ 26.924.499, lo que da un aumento de $ 2.336.399.

En 1775 se estableció, como ya hemos dicho, el Consulado de Veracruz, que desde 1802 comenzó á publicar estadísticas exactas del comercio por ese puerto. De ellas resulta que de 1796 á 1820 se efectuó por allí un comercio de importación de $ 259.119.693, ascendiendo el de exportación á $ 278.534.260, lo que da para el primero un promedio anual de $ 10.367.987, y para el segundo, de $ 11.141.370. Si á estas cifras se agregan las importaciones por mercurio y papel para el estanco del tabaco ($ 3.500.000), las que se efectuaban por Acapulco ($ 1.000.000) y las que se llevaban á efecto por medio del contrabando (sobre $ 5.000.000), se llega sin esfuerzo y con mucha verosimilitud á una importación total de 20.000.000, que es la misma que estima el barón de Humboldt, aunque sin pormenorizarla. A su vez, la exportación, agregando á la que tenía lugar por Veracruz las partidas correspondientes á Acapulco, el pago de las mercancías que entraban de contrabando y los caudales que retiraba el rey, llegaba á una cifra aproximada de $ 27.000.000.

Tomando, además, en cuenta, como lo hace el señor Lerdo de Tejada, que el valor de las importaciones no está calculado por el que las mercaderías tenían á su llegada, sino en la feria de Jalapa, después de pagar los impuestos, se llegará á la conclusión, que el mismo autor establece, de que la metrópoli extraía de la Nueva España, en los últimos veinticinco años que á la Independencia precedieron, de nueve á diez millones de pesos anuales, que se distribuían entre el fisco y los comerciantes importadores, formando un verdadero tributo «al gobierno español y al monopolio mercantil».

La procedencia de las importaciones por Veracruz puede estimarse así, en el mismo período de 1796 á 1820:

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Así pues, el comercio extranjero de importación casi igualó al directo de la metrópoli, no obstante las grandes. trabas que se le oponían y el corto tiempo en que se permitió á los buques neutrales hacer el tráfico con la Nueva España. La superioridad de las marinas extranjeras y la mayor baratura de los productos industriales de otros pueblos lanzaban ya fuera de nuestro mercado los frutos españoles, que al hacerse la Independencia se vieron definitivamente imposibilitados de competir con los ingleses y franceses.

La mayor parte del comercio de importación, sobre todo en los renglones de hierro y telas, estaba en manos de los ingleses, gracias á su superioridad industrial y á la concesión que se les hizo en el tratado de paz de Utrecht, y de la cual ya hemos hablado, del derecho exclusivo de introducir esclavos en las colonias y de mandar á ellas anualmente quinientas toneladas de efectos europeos.

Los comerciantes ingleses establecidos en Veracruz, con objeto de vigilar el tráfico de esclavos (que era poco importante y servía de pretexto para introducir otras mercancías), fueron apoderándose del comercio exterior de México y más tarde establecieron casas importantes que, á influencia de causas que en su lugar explicaremos, desaparecieron hace algunos años, substituídas por casas francesas y alemanas.

Los artículos españoles importados á principios de este siglo consistían principalmente en abarrotes, vinos, hierro, acero, telas, efectos de lencería, papel y mercurio. Los efectos coloniales más importantes recibidos por Veracruz eran el cacao, que en parte se reexportaba, y la cera, de gran consumo en las numerosas festividades religiosas que en la Nueva España se celebraban.

Los efectos extranjeros de mayor cuantía eran los comestibles y abarrotes, con la canela, como muy importante, el hierro y sobre todo las telas, cuyo valor fué de $ 45.800.000 en quince años, contra $ 37.150.000 de telas españolas en igual período.

La importación de mercurio por la Real Hacienda es digna de especial mención, porque de la distribución más ó menos equitativa de este metal, estancado por el gobierno español, dependía la mayor ó menor posibilidad de beneficiar convenientemente los minerales, y el precio que se le fijaba influía poderosamente en la producción, porque en gran parte determinaba la utilidad del minero.

Esto explica la irregularidad en la producción anual de las minas mexicanas, que dieron entre 1796 y 1799, época en que no faltó el mercurio, más de 2.700.000 marcos de plata, mientras que en los años de escasez, de 1800 á 1802, la producción no llegó á 2.100.000 marcos. A proporción que se bajaba el precio del azogue aumentaban la producción de metales preciosos y las rentas del fisco, de suerte que una sana política debiera haberse esforzado en beneficiar la principal, ó más bien, la única industria del país, disminuyendo la utilidad en la venta del mercurio, que habría sido ampliamente compensada por el desarrollo de la minería y por el rendimiento de los impuestos que la gravaban.

Dadas las condiciones del comercio exterior de la Nueva España, que en las precedentes páginas quedan, aunque muy imperfectamente, bosquejadas; teniendo, por otra parte, en

cuenta que aquí, además de muchos ramos de explotación agrícola (cultivo de la vid, del olivo, etc.), estaba prácticamente prohibido el establecimiento de toda industria que< pudiera hacer sombra de competencia á las metropolitanas similares, fácil es comprender que el comercio interior casi tenía que reducirse á los artículos de primera necesidad. Y también es fácil darse cuenta de que ese comercio estuviera regido por los mismos principios de restricción y monopolio que constituían el fondo de las ideas dominantes.

Primeramente hay que considerar que estaban estancados numerosos artículos importantísimos, cuya producción ó comercio, ó ambas cosas á la vez, era prohibido á particulares. Estancados estuvieron la pesca, la nieve, la pólvora, el tabaco, los cordobanes, el alumbre, el estaño, el plomo, los naipes, el azogue, la sal y quién sabe cuántas

otras cosas más.

Los males del estanco se agravaban con el asiento ó arrendamiento que de muchos de estos ramos se hacía y que, poniendo frente al interés de un particular, el productor ó el consumidor, el de otro particular, el asentista, determinaba conflictos agudos é intolerables en que de ordinario triunfaba el más poderoso y que estimulaban el contrabando, el cohecho y, en una palabra, el fraude en todas sus desmoralizadoras formas.

Y lo que no era estanco, monopolio legal, era monopolio de hecho, consumado no pocas veces por medio del acaparamiento y fundado siempre en la fuerza del capital, concentrada en manos del clero y de unos pocos comerciantes ó propietarios, en perjuicio de las clases medias y de las inferiores, y que les chupaba toda la sangre, toda la vida que ellas, con trabajo embrutecedor, sin elementos ni instrumentos de ningún género, sin escuelas y casi sin esperanza de redención, arrancaban, en medio de la ignorancia y el vicio, á este suelo fabulosamente rico en la leyenda, difícil y pobre, casi hasta la miseria, en la realidad.

Ya hemos visto cómo, según el barón de Humboldt y don Lucas Alamán, las casas fuertes ó comerciantes ricos

acaparaban los efectos que del extranjero venían, y cómo, para impedir que los precios llegasen á lo inverosímil, los virreyes les fijaban tasa ó límite del que no se podía pasar. Usaban en esto las autoridades coloniales de expresa facultad que una ley de Indias les concediera; y á medios semejantes fué preciso ocurrir hasta tratándose del comercio de artículos de primera necesidad, como el trigo, la harina y los granos, estableciéndose en México y otras ciudades alhóndigas ó edificios apropiados, en donde los agricultores tenían obligación de venir á vender sus productos dentro de cierto plazo, sin poder alterar en el resto del día los precios á que las primeras ventas se hubiesen hecho. El acceso á la alhóndiga estaba prohibido á los panaderos hasta que los vecinos se hubiesen surtido de lo que más necesitasen, siendo vedado bajo fuertes penas el hecho de salir á los caminos á encontrar á los vendedores para rescatarles sus productos antes de que los introdujesen á la alhóndiga, así como el que los panaderos pudiesen comprar trigo ó harina, dentro ó fuera de la alhóndiga, «si no fuere cada día lo que hubiesen de amasar para otro siguiente, ó á lo más largo para dos días sucesivos (1)».

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Tiempo es ya de que pongamos punto á esta breve é imperfecta reseña de lo que fué el comercio interior y exterior de la Nueva España. Omitimos, es cierto, muchos hechos que sería interesante dar á conocer, pero que no caben en la reducida síntesis á que debemos concretarnos. Queden, por lo mismo, para quienes de más espacio puedan disponer y digamos dos palabras siquiera sobre la legislación especial que regía los contratos mercantiles.

Formábase esa legislación de las Reales Cédulas ú Ordenanzas que creaban cada Consulado y que de ordinario, al instituir la jurisdicción de éste, daban ciertas reglas para

(1) Leyes todas del tit. XIV, lib. 4, de la Recop. de Indias.

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