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alcanzó más que á § 1.664.282, y lo percibido en plata pasta fué de $ 429.447. Todo el quinquenio de 1812 á 1816 fué funestísimo para la Hacienda pública, porque en ninguno de dichos años pudieron pagarse los egresos sin recurrir á empréstitos más o menos onerosos. El total de la recaudación fué de $ 17.063.565; pero en esta suma se comprendían $ 5.337.367 de préstamos, de manera que la percepción de derechos sólo fué de $ 11.726.198, lo que da un término medio por año de $ 2.345.239.

>El sistema rentístico, como se ve, había quedado por completo desquiciado; su antigua producción había venido minorándose lentamente hasta alcanzar una cifra casi insignificante: los resortes administrativos se habían aflojado al grado de que no era posible introducir la moralidad indispensable en la recaudación, para evitar la colusión de los empleados con los defraudadores, y á la prosperidad de que la minería, el comercio y la agricultura habían disfrutado, había sucedido el abandono completo de la primera, la paralización del segundo y la destrucción de la tercera, por la falta absoluta de elementos para desarrollarla.

>>Tal era, poco más o menos, el estado de la Hacienda pública cuando la guerra de insurrección llegó á su término en el año de 1821.»

CAPÍTULO II

La Hacienda pública durante nuestra anarquia politica

«La Hacienda pública de los Estados abarca el conjunto de su vida nacional. Así como el naturalista reconstruye el animal conocido un diente, así para el financiero se revela el organismo total de una nación en su presupuesto. Aquellas pilas de números distribuídos en las hojas de un voluminoso libro, por muy pocos consultado, son la medida de la prosperidad ó de la pobreza de un país, de sus fuerzas productoras, de sus tendencias y de sus propósitos, de su decadencia ó de su progreso, de sus instituciones políticas y económicas, de sus tradiciones y de su cultura, de su poderío y aun de sus futuros destinos. »

Si, como no puede ponerse en duda, estas palabras del señor don J. Navarro Reverter, en sus Estudios sobre la Hacienda española, encierran una profunda verdad sociológica, ellas nos explican por qué resulta casi imposible hacer, en ordenado cuadro la historia hacendaria de la nación mexicana mientras la anarquía política asentó en ella sus reales.

Ya en anteriores capítulos de este libro hemos consig. nado nuestro juicio sobre las principales causas que determinaron la independencia y llevaron fatalmente á la emancipada colonia á un permanente estado de agitación febril que había de durar hasta que fueran eliminándose, si no

todos, al menos muchos de los elementos morbosos de aquel organismo. También hemos expuesto, al estudiar su nefasta influencia sobre el comercio, muchas de las disposiciones fiscales de aquellos tiempos de dolorosa recordación: régimen prohibitivo hasta el absurdo, alcabalas múltiples y sin base uniforme, derechos de internación y de consumo variables de Estado á Estado, gravámenes á la exportación y muchas veces prohibición de exportar nuestra entonces principal riqueza, consistente en los metales preciosos; obstáculos y trabas sin cuento á la circulación de las mercancías en el interior del país, han sido ya materias en cuya exposición nos hemos ocupado en la parte de este libro consagrada á nuestra lenta y laboriosa evolución mercantil. Son éstos, en consecuencia, otros tantos capítulos que habremos aquí de omitir; y más que una relación cronológicamente ordenada de nuestros desastres hacendarios que, sobre fatigar al lector, se reduciría á repetir hasta el infinito la eterna historia de la tela de Penélope ó del tonel de las hijas de Danaos, procuraremos presentarle, en síntesis tan breve como nos sea posible, la enumeración de las principales causas que contribuían á mantener el caos en las finanzas, á erigir el desorden y la bancarrota en régimen permanente y á entronizar la concusión, el fraude y el contrabando en todas las esferas de aquella mal llamada administración pública. Algunos episodios, que en lugar oportuno hallará el lector, le servirán para completar el juicio que se forme de lo que sin exageración ninguna puede llamarse el calvario en donde todos nuestros gobiernos, aunque algunos ciertamente con las mejores intenciones, ocupáronse á porfía en crucificar los intereses nacionales.

Opinión corriente entre publicistas y escritores que han estudiado los comienzos de la Hacienda pública mexicana, es la de que nuestros primeros gobiernos cometieron en ésta, como en otras muchas materias, el error de destruir de un

golpe el régimen existente, en vez de irlo modificando poco á poco. Permítasenos, aunque con la desconfianza propia de quien por primera vez se lanza por senda inexplorada, no conformarnos con esta sentencia y presentar, aunque en pocas palabras, los fundamentos de nuestra apelación, acaso demasiado atrevida. Para ello, volvamos la vista un poco.

atrás.

Complejas fueron las causas predisponentes del grito de Dolores, pero entre ellas pueden contarse, como muy principales, las de origen económico: la desigualdad en la repartición de la riqueza, el gravoso sistema de impuestos coloniales y las trabas que el monopolio puso á todos aquellos recursos que los conquistados hubieran podido emplear para hacerse de caudales.

No fué la clase acomodada la que gritó la rebelión, tampoco la raza indígena; fué la clase media la que con mayores aspiraciones y menores prerrogativas sacudió el yugo.

Tres siglos de pasividad, de rutina, de exacciones; tres siglos de goce quieto de la riqueza colonial por parte del gobierno, agravaron más el desorden y las peripecias de una lucha encarnizada que duró once años. En vano el clero y la milicia esgrimieron sus armas; la insurrección cundió. En vano los virreyes derogaron los impuestos más odiosos: ya era tarde. El poderío español halló su ruina en lo que antes fué su fortuna.

Las riquezas fiscales de la colonia eran grandes, pero no estables, como no lo son aquellas cuyas fuentes se encuen tran en el impuesto injusto y en el monopolio. Cuando un gobierno no interesa en sus riquezas á la mayoría del cuerpo social, cuando acapara, pero no reparte, cuando monopoliza, pero no presta un servicio eficaz, la menor perturbación provoca el conflicto y ciega las fuentes del ingreso. Al iniciarse el movimiento de la insurgencia, desde luego se paralizó la minería, el mayor elemento de prosperidad entonces; interceptados los caminos, ni el azogue del Rey ni el metal del minero podían transitar sin grave peligro. El gañán y el barretero, condenados á un trabajo de esclavos, entraron á

las filas, y la agricultura y la veta carecieron de brazos. El pillaje, el abigeato, el saqueo imperaron bajo ambas banderas, y toda actividad fecunda se paralizó. El gobierno de los virreyes apeló entonces á los recursos supremos: al préstamo forzoso, al donativo exiguo, á la ocupación de los fondos que tuvo á su alcance, á la quema de sus productos estancados, al aumento ó abolición insensatos de algunos impuestos, al uso indiscreto de su crédito. Por su parte, los insurgentes recurrían á arbitrios patrióticos, emitían moneda fiduciaria, confiscaban posesiones y recursos del enemigo, apelaban á todos los medios inherentes á una lucha sin cuartel. Ya, con palabras del señor Casasús, ha quedado dicho al final del capítulo precedente, pero valga repetirlo: durante la guerra, la alcabala se vió sin rendimientos, la Casa de Moneda, resintiendo la paralización de la minería. Para atenuar, no para remediar el déficit, se había recurrido al establecimiento de varios derechos como los de Convoy, Guerra, Escuadrón y Alcabala eventual. Arruinada la agricultura, interceptados los caminos, alcanzando un precio fabuloso los menesteres para el laboreo de las minas, la plata se convirtió en una mercancía depreciada que llegó á venderse á menos de su valor legal. Se establecieron casas de moneda provisionales y, á pesar de ello, de diez y nueve millones que se acuñaban en 1810, la acuñación descendió á la quinta parte, y aunque durante los años 1818, 1819 y 1820 pareció mejorarse, no llegó á la cifra primitiva. El fondo dotal de minería, que consistía en $ 2.600.000, al consumarse la Independencia estaba reducido á $ 836.957, pues suplió á los exhaustos de la Tesorería y á los de la renta del Tabaco. Esta renta, que en 1809 tuvo un valor entero de $ 9.558.697 y un producto líquido de $ 3.579.950, no solamente sufrió bajas enormes en sus caudales, sino también en su crédito: no pudiéndose cubrir las libranzas de los cosecheros, aflojó el cultivo y las escasas cosechas fomentaron el contrabando. En 1817 esta renta pareció vigorizarse; pero como auxilió á las tropas con $ 6.000 000, á otro tanto equivalía el importe de sus deudas. Si esto pasaba en los principales ramos de la

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