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CAPÍTULO III

La Hacienda pública contemporánea

(1867-1903)

SECCIÓN PRIMERA

APUNTES PARA LA HISTORIA

Enorme y por todo extremo difícil era la empresa que, al ocupar la capital en 1867, halló frente á sí el gobierno republicano, presidido por el benemérito Juárez. El modesto y sincero liberal don José María Iglesias, que desde 1864 había tenido á su cargo la Secretaría de Hacienda, continuó desempeñándola con laboriosidad y empeño tan grandes, que su salud hubo de quebrantarse en breve muy seriamente, obligándole á renunciar el puesto. Sin embargo, los pocos meses que en él permaneció fueron bastantes para que con su claro talento, su experiencia en los negocios públicos, su honradez inmaculada y su apego inquebrantable al deber, por penoso que fuera, señalase con firmeza y pusiera en práctica con sinceridad los grandes principios en que la salvación de la Hacienda mexicana estaba vinculada. Urgía, ante todo, concentrar la administración fiscal y tener cuentas y datos, y reorganizó la Tesorería general de la Federación é instituyó en la Secretaría de Hacienda un departamento

de estadística y otro de contabilidad, que si en el curso de los tiempos ha sido suprimido con ventaja para centralizar en la Tesorería la labor de llevar las cuentas, prueba el empeño del señor Iglesias para introducir el arreglo. Importaba por modo apremiante reconstituir la autoridad del centro, y se apresuró á poner fin á las facultades que la guerra había hecho forzoso delegar en los jefes militares y en las autoridades locales. Precisaba cortar påra siempre la múltiple cabeza de esa hidra que se llamaba agio, y que hasta entonces todo lo había devorado; y, por una parte, no consintió en descuentos ni anticipaciones de impuestos que mermaran los naturales ingresos del Tesoro y, por otra, puso en práctica para amortizar la deuda pública el sistema de almonedas, conforme al cual una suma en dinero se aplicaba al acreedor que más cantidad en títulos daba por ella; recurso empírico, si se quiere, é insostenible á la larga, pero único para demostrar de pronto la voluntad del Gobierno de amortizar la deuda sin preferencias odiosas ni arbitrarias coacciones. Cuanto á las tristemente célebres convenciones diplomáticas, se declararon rotas en razón de que los gobiernos europeos habían reconocido al Imperio; y con este solo acto reconquistó la nación la independencia que tenía perdida para resolver á su guisa sus cuestiones interiores y acabó para siempre la bochornosa intervención que los ministros extranjeros habían tomado, cada día con mayores apremios y hasta con verdadera insolencia, en la recaudación y empleo de nuestras rentas.

Todo esto se hizo en medio de la formidable tarea de resolver las gravísimas cuestiones económico-políticas que la restauración de la República traía consigo: liquidación de la deuda pública creada durante la guerra, castigo de los infidentes cuyos bienes habían sido ocupados, premios á los servidores fieles y á los militares que habían dirigido el triunfo, licenciamiento del numeroso ejército, regular é irregular, que había sido forzoso poner en pie, continuación. de la obra de nacionalizar los bienes de manos muertas y otras muchas de importancia capital. Á todo atendió el se

ñor Iglesias, procurando siempre la más estricta economía, el mayor orden, la más amplia equidad que las circunstancias permitían, en medio de una desorganización todavía rayana al caos y de una escasez de recursos agravada por la actitud hostil y de vivo resentimiento de las clases acomodadas.

Como ya hemos dicho, la labor material, que hasta la falta de empleados aptos hacía más pesada, acabó por rendir al señor Iglesias; y entonces el señor Juárez llamó á su lado para dirigir aquella obra inmensa de crear la Hacienda pública, á un hombre cuya carrera comenzó en Veracruz en un modestísimo empleo durante la guerra de Reforma, que había demostrado una adhesión sin límites á la causa de la República y que, con infatigable perseverancia é inteligencia muy poco común, la había servido en los Estados Unidos mientras aquí teníamos la guerra con los franceses, desempeñando todo género de encargos y comisiones de importancia, tanto en la diplomacia como en otros muchos ramos.

Era ese hombre otro abogado, el señor don Matías Romero, cuyo espíritu probablemente se había fortalecido con el espectáculo admirable de las instituciones, de los métodos y de los procedimientos anglosajones de nuestros vecinos del Norte, y que á su patriotismo desinteresado y á sus demás cualidades y virtudes, unía dos tan inapreciables como raras en nuestro medio social: era un laborioso y no era un doctrinario. Tomó posesión del ministerio de Hacienda el 16 de Enero de 1868 y no sólo perseveró en el rumbo que su ilustre antecesor había impreso á los negocios de tan importante departamento, sino que lo acentuó y lo afirmó, entregándose, literalmente sin descanso, lo mismo de día que de noche, á la obra cuya inmensa pesadumbre había resultado superior á todas las fuerzas, aun á las de los financieros franceses que Maximiliano hizo venir, y uno de los cuales, víctima, á lo que se dijo, de una intensa labor intelectual, murió de una congestion en la mesa misma de su despacho.

El señor Romero no se arredró ante la gravedad de los inmensos y complejos problemas que tenía enfrente; por el

contrario, todos los abordó con serenidad admirable, con inteligencia superior, con modestia singularísima y, sobre todo, conforme á un plan maduramente elaborado y que él mismo resumió más tarde diciendo en su Memoria de 1870:

«Los cambios radicales en la legislación fiscal de la República que exigen imperiosamente los intereses materiales de la nación, son éstos:

»No hacer de los derechos marítimos la base de las rentas federales y establecer rentas interiores que rindan productos equivalentes á los marítimos.

>Hacer una rebaja prudente en las cuotas de la tarifa de importación, una vez sistematizadas las rentas interiores. >Establecimiento de las rentas interiores del timbre, herencias y contribución directa sobre la propiedad raíz. »Abolición de toda clase de derechos de exportación. > Cambio radical de los impuestos de minería. > Abolición de alcabalas.

>Supresión de la contribución federal para el erario de la Federación.

»Apertura de la costa al comercio de exportación.

>>Establecimiento de líneas de vapores que frecuenten nuestras costas y sistematicen una comunicación regular con ellas.

>>Demarcación de los límites de la República en las fronteras del Sur.

>Prohibición á los Estados de gravar las importaciones y exportaciones. >>

La reforma á que en los impuestos á la minería aspiraba el señor Romero, consistía, según él mismo, en lo siguiente: «Reducción de todos los derechos que pesan sobre la minería á uno solo, que sea moderado y que recaiga sobre las utilidades de las empresas mineras; libertad de exportar oro y plata en pasta, con exención de todo derecho; reducción de los derechos de amonedación al costo de esa operación; libertad para que los particulares puedan hacer el apartado de metales; procurar que las casas de moneda vuelvan á poder del Gobierno, y prohibir que sean arrendadas.»

Y es de advertir que el señor Romero no era hombre que forjara planes para dejarlos en el papel. Muy lejos de ello, colocándose á la altura que debía, tomó sobre todas estas materias las providencias que cabían en sus facultades, las hizo ejecutar con toda la autoridad que aquellas circunstancias, bastante perturbadas todavía, consentían, y respecto de las que tocaban al poder legislativo, formuló iniciativas completas y minuciosamente preparadas; todo sin perjuicio de atender al despacho laboriosísimo de los negocios corrientes, graves por lo común, y de cubrir, hasta donde era posible, las necesidades del momento, rehusando, inflexible y sistemáticamente, apelar á los vergonzozos expedientes y procedimientos de antaño.

¿Se realizó este plan de verdadera regeneración económica y fiscal? Desgraciadamente no. Hubo, sí, como no había vuelto á haber desde 1826, cuentas y presupuestos que, imperfectos y todo, fueron para el Gobierno y la nación base de un conocimiento siquiera aproximado de sus recursos y necesidades; á la sombra de unas facultades extraordinarias que el Gobierno obtuvo para combatir á la hidra revolucionaria, que de nuevo había vuelto á levantar su repugnante cabeza, se expidió el más liberal de los aranceles ú ordenanzas generales de aduanas que hemos tenido; algo más se hizo, como luego veremos, y de mucha importancia por cierto; pero todo ello, en primer lugar, representó una formidable y tremenda lucha capaz de domeñar voluntades menos bien templadas que las del presidente Juárez y su ministro Romero, y la obra, por añadidura, hubo de resultar truncada, desfigurada y, por ende, en mucha parte estéril y frustránea.

Lucha... ¿y con quién?-se preguntará el lector poco familiarizado con la historia política de aquellos días. - Pues qué, la República no había triunfado del tradicional partido conservador? ¿Acaso no estaban la obra niveladora y fecunda de la Reforma casi consumada, los odiosos fueros y estancos abolidos, el antiguo turbulento ejército desbaratado y sin jefes? Sí, todo eso y más se había conseguido; pero al

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