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Todos estos factores influían directa y fatalmente sobre nhestro comercio interior, como que en mucha parte se alimentaba de efectos extranjeros; y si volvemos la vista á lo que pasaba con los de producción nacional, hallaremos un espectáculo igualmente deconsolador.

Necesitados siempre de recursos, nuestros gobiernos mantuvieron el estanco del tabaco como fuente de ingresos fiscales; y aunque varias veces y por leyes en forma se señalaron plazos para su extinción, siempre se tropezó con la pobreza del tesoro público, y al llegar la fecha fijada, el plazo se prorrogaba ó simplemente se derogaba la ley que lo había establecido. Por otra parte, la renta derivada del estanco del tabaco no perteneció siempre al Gobierno federal, sino que algunas veces pasó á los Estados, para recogerla más tarde, ocasionándose con esto incalculables trastornos y graves perjuicios á los productores y cosecheros de tabaco, á quienes, además, y con deplorable frecuencia, dejaba de pagarse el precio de las mercancías que se les obligaba á vender al fisco, porque éste se apoderaba para otros fines de los fondos del estanco. Por último, tampoco estuvo siempre en manos de las autoridades el manejo de este monopolio, sino que con frecuencia, y casi pudiera decirse que como regla general, se confiaba por medio de arrendamientos á compañías particulares que, como es fácil comprender, extremaban y exigían que se extremara el rigor de las disposiciones prohibitivas que por tantos y tan largos años tuvieron paralizada esta importantísima industria, sustrayéndola del impulso que seguramente le habría dado la iniciativa privada si se le hubiera dejado campo abierto. Los demás monopolios de la época colonial fueron cayendo poco a poco, los unos por improductivos, como el de la nieve, y otros, sin duda á causa de la imposibilidad de mantenerlos, por falta de materia prima en el país, como el del azogue. Sin embargo, y ya lo hemos dicho en páginas anteriores, el estanco de los naipes, abolido por las Cortes de Cádiz desde 1811, renació en 1842, probablemente como efecto de alguna apremiante angustia fiscal.

De esta manera, lo que se conseguía era arrebatar más y más á los ciudadanos las industrias que ellos ejercían ó que, como la del tabaco, podían haberse desarrollado en grande escala al favor de las condiciones propicias del clima y de la tierra; y en cambio, se quería implantar industrias difíciles, por exóticas, como la de los hilados y tejidos de algodón y lana y la del papel, que tantos y tantos sacrificios han impuesto á este país, y entre los cuales hay que mencionar uno de mucha trascendencia, la guerra económica y de tarifas alcabalatorias que nuestros Estados se han hecho entre sí y que no ha cesado sino hace pocos años.

Con efecto, al influjo siempre del principio proteccionista, los Estados en cuyo territorio se erigía una fábrica de mantas, casimires ó papel, se creían obligados á no contentarse con la prohibición que las leyes federales establecían para que del extranjero viniesen efectos similares, sino que, por medio de la alcabala y de la aduana interior, levantaban otra barrera para las mantas, los casimires ó el papel que en otro Estado se producían. Y el procedimiento, que llegó á ser hasta rutinario, era muy sencillo: se decretaba una alcabala ó derecho de portazgo elevadísimo para todos los efectos que elaboraban las fábricas del Estado, pero no se les aplicaba á éstos, sino sólo á los productos similares de otros Estados, y con el fabricante local se hacía una iguala ó ajuste á tanto alzado, fuere cual fuese su producción, lo que para él reducía la alcabala á proporciones muchas veces irrisorias.

Siguiendo también en esto las ideas del tiempo colonial, el comercio continuó siendo visto de reojo por las clases medias y superiores, cuyos hijos, si no querían bajar en la estimación social, tenían que vivir en la ociosidad ó dedicarse á ser abogados, médicos, sacerdotes ó soldados. De aquí la preponderancia que desde los primeros tiempos fueron adquiriendo los extranjeros en el ejercicio del comercio. Después de los españoles, y desalojándolos por completo de ciertos ramos, vinieron los ingleses, que á su

vez fueron cediendo el puesto á casas francesas y alemanas, cuyo personal se acomodaba más fácilmente á nuestras costumbres ó adquiría más pronto nuestra lengua.

El fenómeno se produjo primero en el comercio por mayor, que requiere conocimientos y capital más considerables; pero luego se extendió al pequeño comercio, en donde el mexicano, que no quiso ó no supo en un principio dedicarse á mercader por su cuenta, tuvo que contentarse más tarde con el simple papel de dependiente ó empleado de inferior categoría, al grado de que no hace muchos años, y en la capital misma de la República, podían fácilmente contarse de memoria, por las personas conocedoras de la localidad, las casas cuyo propietario no fuera extranjero. El mexicano estaba confinado exclusivamente á los estanquillos, ó expendios de tabacos, á los tendejones de barrio y á otros ramos de comercio igualmente pobres ó inferiores (1).

La culpa de esta situación, en el concepto público, no la tenían los mexicanos sino los extranjeros, y, como siempre, se ocurrió al omnipotente legislador para prohibirles, por decreto de 23 de Septiembre de 1843, el comercio al menudeo. Excusado es decir que tal prohibición no pudo llevarse á efecto; pero de tal estado de cosas había de resultar, y resultó, un mal gravísimo, que era, sin embargo, inevitable: la intervención de ministros y agentes diplomáticos en nuestros asuntos interiores, porque el extranjero que era víctima de alguno de tantos ataques como el derecho individual sufría y que muchas veces llegaban á las proporciones de verdaderos atentados, se acogía á la protección de

(1) Otra causa de este abandono del comercio por los nacionales está bien puntualizada por el publicista venezolano Dr. don Nicolás Bolet Peraza en las siguientes líneas: Tan pronto estalla la guerra, el comerciante nacional se ve obligado á afiliarse al partido de uno ú otro de los beligerantes, interrumpiendo así sus negocios con el resto del país, cuando no abandonándolos por completo y dejando, en consecuencia, al extranjero en plena posesión del campo industrial. El gobierno respeta y protege al último y los revolucionarios no se atreven á molestarlo. Protegido así, comercia, compra, vende, sale y entra; aprovechándose de este monopolio singular, pero tanto más legítimo cuanto que se lo hemos dado nosotros, los ciudadanos, que mientras tanto nos ocupamos en la agradable tarea de degollarnos fraternalmente.»

su ministro, quien con frecuencia, exagerando las cosas y amparando intereses de muy dudosa legitimidad, decidía á su gobierno á intervenciones deplorables y muchas veces vergonzosas para todos. Recuérdense, entre otros hechos muy conocidos, el bombardeo de Veracruz, en 1839, por la escuadra francesa y las Convenciones francesa, española é inglesa, en que, bajo la garantía de la fe internacional, nuestros gobiernos se obligaron á reconocer, liquidar y pagar los créditos que los súbditos de estas nacionalidades tuvieran contra el erario, ya por contratos no cumplidos ó ya por perjuicios causados en nuestras inacabables revueltas. Y como los mexicanos veían que contra las arbitrariedades y atropellos de la autoridad el único amparo medianamente eficaz se encontraba en las legaciones, muchos hubo, especialmente entre los que más especulaban con el tesoro y más pingües ganancias obtenían por medio de contratos usurarios, que ocurrieron al indigno expediente de renunciar á su nacionalidad para ponerse bajo la protección de algún ministro extranjero.

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Fatiganse el espíritu de considerar y la pluma de escribir una serie tan continuada de infortunios; y omitiendo la relación de otros de menor cuantía, ya sólo consagraremos unas cuantas palabras, por su gravedad é importancia, al funesto error que, en punto al régimen monetario, se cometió durante el luctuoso período en cuya historia nos ocupamos.

Consistió este error en la ilimitada acuñación de la moneda fraccionaria de cobre sin restringir su poder liberatorio; y con sólo enunciar el hecho, fácil es comprender sus lamentables consecuencias para el comercio y la riqueza pública en general. Una primera ley de 28 de Marzo de 1828, autorizó al gobierno para mandar acuñar seiscientos mil pesos en esa moneda; y luego, en 11 de Agosto de 1832, se amplió esta autorización, haciéndola completamente

ilimitada y sin otra taxativa que la de informar al Congreso, de tiempo en tiempo, sobre las sumas acuñadas. En manos de gobiernos siempre en bancarrota y que, además, desconocían completamente las más elementales leyes económicas, esta facultad tenía que convertirse pronto en fuente de recursos para aprovechar la diferencia que había entre el costo del metal, aumentado con los gastos de acuñación, y el valor ficticio que le daba la ley. Así sucedió, efectivamente; y sin duda el trastorno público llegó á ser profundísimo, cuando tan claro se ve en la ley de 17 de Enero de 1837 el pánico que dominaba al Congreso que la sancionó, mandando establecer un Banco de amortización de la moneda de cobre, cuyos directores debían ser una persona nombrada por el Congreso, un eclesiástico condecorado designado por el Cabildo metropolitano de México, un comerciante, un labrador y un minero, que tuviesen, cuando menos, un capital de cien mil pesos cada uno, electos por sus respectivos gremios. Esta Junta quedó investida de facultades amplísimas, sin tener otra dependencia del Gobierno que rendirle anualmente cuentas de su administración», se la dotó con fondos que se creyeron bastantes, y entre ellos se incluyeron «los bienes raíces de propiedad nacional existentes en toda la República» y los productos de la renta del tabaco, que se restablecerá al sistema de estanco en toda la República, excepto en Yucatán, y se le autorizó para emitir cédulas á fin de amortizar la moneda de cobre, para tomar los capitales que se le confiaran y por los cuales podría abonar hasta un diez y ocho por ciento de premio al año, y aun para negociar un préstamo extranjero por cuatro millones de pesos.

Esto demostrará la magnitud del desacierto que se trataba de reparar; y á sus calamitosas consecuencias hay que añadir todavía que muchos Estados de la República, entre otros San Luis Potosí, Zacatecas y Guanajuato, ocurrieron al mismo expediente financiero, que en el fondo no era más que la emisión de una moneda falsa, cuya cantidad se aumentaba por la imitación que muy fácilmente podía hacerse y

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