Imágenes de páginas
PDF
EPUB

SESIÓN DEL DÍA 25 DE OCTUBRE DE 1892.

Presidencia.

Excmo. Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo, Presidente del Consejo de Ministros y del Congreso Jurídico Ibero-Americano.

Excmo. Sr. D. Fernando Cos-Gayón, Ministro de Gracia y Justicia. Excmo. Sr. D. Raimundo Fernández Villaverde, Ministro de la Gobernación.

Excmo. Sr. D. José Carrera, Ministro Plenipotenciario de Guatemala, Vicepresidente honorario del Congreso.

Excmo. é Ilmo. Sr. D. Carlos Zeferino Pinto Coelho, Vicepresidente honorario del Congreso.

Sr. D. Prisciliano María Díaz González, Vicepresidente del Congreso.

Secretarios.

Excmo. é Ilmo. Sr. D. José da Motta Prego.

Sr. D. Carlos González Rothvoss.

DISCURSO

DEL

EXCMO. SR. D. ANTONIO CÁNOVAS DEL CASTILLO

SEÑORES:

Anoche me dispensasteis el honor de nombrarme vuestro Presidente en los debates de este Congreso Jurídico Ibero-americano; y sé bien la obligación que eso me impone, de dirigiros al fin de ellos algunas palabras, ciertas observaciones, al menos, ya que un verdadero resumen de todo lo que aquí se diga paréceme difícil hacerlo.

Pero esta noche no. vengo aquí principalmente con el carácter de Presi dente del Congreso Jurídico, aunque no sea posible que del todo separe los distintos caracteres que en mi persona se juntan en este sitio, sino que mi intento inmediato es felicitaros á todos, sin excepción, y especialmente dar la bienvenida á los extranjeros aquí asistentes, en nombre de S. M. la Reina Re.

gente, que sé yo tendría particular gusto en concurrir, si las circunstancias se lo permitieran, así como en nombre también del Gobierno de S. M. que tengo la honra de presidir.

Reunido el Congreso bajo la protección del Gobierno, natural es que éste tenga grandísimo interés en su feliz desarrollo, y es por lo mismo cosa natural que yo me congratule asimismo al ver cuánto número y qué clase de personas se han reunido para dilucidar las importantísimas cuestiones señaladas en el programa que todos conocemos.

Tiene por necesidad este Congreso un carácter tal, que no sólo importa su buen éxito al actual Gobierno español, sino también á todos los del mundo, porque importa á la teoría y la práctica de todos, y aun á la ciencia misma del gobierno en general.

Sean cualesquiera las posibilidades de ejecución que el porvenir ofrezca respecto á las cuestiones que han de ser objeto de vuestros debates, una cosa hay desde luego incuestionable; y es, que ni los Gobiernos podrán emprender cosa ninguna de provecho, ni las naciones podrán tampoco realizar nada en la materia, que primeramente no esté bien dilucidado en la esfera de la ciencia, nada que no haya sido precedido por soluciones teóricas y prácticas en reuniones de esta naturaleza.

Sin duda á los Gobiernos les incumbirá en el porvenir hacer mucho á favor de varias de las resoluciones que hayan de dar por resultado estos debates; pero á los hombres de ciencia, á los hombres de doctrina, en este género de reuniones se les imponen todavía deberes más brillantes é inmediatos.

Por eso, señores, á título de hombre de gobierno, y con la representación que actualmente ostento en mi país, felicito tan de veras, como antes he dicho, á todos los señores que concurren á este Congreso; pero muy especialmente, repito, á aquellos que, ó bien desde una nación vecina y hermana, ó bien desde lejanas tierras y con los sacrificios particulares que esto siempre impone, han acudido aquí para dilucidar fraternalmente los problemas que todos nos proponemos resolver.

Naturalmente, no he de entrar ahora yo en el examen de esos problemas, cuya dilucidación á vosotros, que no á mí, en primer término corresponde. Habré de decir, sin embargo, que si se convirtiera éste, con ocasión del primero de los temas puestos á discusión, en un Congreso de la paz, donde de una ó de otra manera se admitiese la hipótesis de la paz universal, confieso que, con sentimiento á lo menos, me prestaría á presidirlo yo, juzgándolo inútil. Soy yo, señores, de los que creen que no es posible, en cuanto la previsión de la humana razón puede alcanzar y penetrar, figurarse el día en que la guerra deje de ser una triste necesidad de los pueblos.

Cuando se trata en el seno de la vieja Europa, de la Europa actual, aunque sea de un modo científico, del arbitraje, reparadlo bien: siempre apare. cen, como no pueden menos de aparecer, reservas por todas partes; y esto nos enseña que no es con el arbitraje con lo que pueden evitarse los terribles conflictos militares y políticos que aún están amenazando á la Europa entera.

Acontece con la lucha que en conjunto mantienen las naciones, lucha también de competencia ó concurrencia, algo muy parecido á lo que ocurre en su trabajo individual; y es que cada cual de ellas, y á medida que son más fuertes, pretenden más sobreponerse á las otras, obteniendo mayores provechos. La lucha por la vida se acentúa actualmente entre los más poderosos Gobier

nos, como entre las grandes industrias y en las relaciones de hombre á hombre. Sin duda existe en los tiempos modernos una grandísima aspiración, y aspiración unánime, á la paz, á la concordia, á la harmonía de los intereses y de las voluntades, á la igualdad de los derechos humanos, al repartimiento equitativo de las ganancias, á todo lo que es consecuencia lógica, aunque algu nos no lo reconocen, de la hermosísima civilización cristiana. Pero enmedio de esta aspiración de sentido común y cosmopolita, hay dificultades, no ya de momento, sino nacidas en la propia naturaleza de las cosas, que oponen obstáculos á su realización, y tan grandes que á primera vista pudieran parecer invencibles. No ya sólo á la igualdad y hermandad de los productores, sino al simple derecho á la vida, se opone el acrecimiento inevitable de la producción y de la concurrencia. A la hermandad entre las naciones se oponen igualmente sus distintas situaciones, sus diversos intereses, la oposición de miras y tendencias que entre ellas suele haber. Y, sin embargo, señores, ¿quién porque sea esto verdad, quién porque no se pueda afirmar, sino entregándose abiertamente á las ilusiones de la utopia, que alguna vez dejará de existir toda oposición, por ejemplo, entre el capital y el trabajo, abandonará el estudio cada día más urgente y necesario de la cuestión social? ¿Quién renunciará á la esperanza hermosa de que la humanidad mejore, lo mismo en las relaciones de los individuos que en las relaciones de las naciones? ¿Quién á lo menos no ha de querer que se medite y se trabaje para conseguir algo, mucho tal vez, aunque no sea todo lo que se pudiera esperar y apetecer? En estos límites está en mi concepto encerrada la utilidad, de todos modos grandísima, del presente Congreso.

Volviendo ya al arbitraje, si no puede evitarse que dados los anteceden. tes del actual estado político de Europa y dada la creciente toma de posesión, por parte de las grandes potencias civilizadas, del mundo por civilizar,la guerra sea imprescindible, procúrese cortar el número de estas tristes ocasiones. Así en el reparto de Africa como en la reorganización de las unidades nacionales de Europa, ó en su simple conservación, por desgracia caben futuros é inevitables conflictos que ningún arbitraje prevendrá ni remediara. Mas lo que ciertamente puede impedirse es que en el porvenir, por motivos leves, por cuestiones de amor propio, aunque se las declare de dignidad, por litigios verdaderamente jurídicos, que debe resolver el arbitraje racional, se turbe en lo sucesivo, como tantas veces se ha turbado, la paz, y derramadose un torrente de sangre.

Y observad que entre tales cuestiones, á mi juicio resolubles por el arbitraje, incluyo aquellas que se llaman generalmente de dignidad, porque la dignidad en las naciones, como en los individuos, más que un sentimiento siempre elevado, aunque lo sea muchas veces en origen y móviles, principalmente consiste en tal ó cual excitación del amor propio, recordando en prueba de ello, las que más sangre y oro han costado á las naciones contemporáneas. Pienso, pues, que de una manera importantísima los arbitrajes responden á las necesidades de la civilización, y que, por tanto, ha sido grande, utilísimo, excelente el acuerdo de los organizadores de este Congreso, que han incluído tal tema en su programa.

Llegaremos con todo, y como es natural, una vez aceptado el principio, á tropezar también con las dificultades de la práctica; mas esas dificultades precisamente son las que han de tratar de vencer vuestras fecundas discusiones. Menos imposible de realizar, á mi juicio, que la paz perpetua, pero tam

bién ilusorio por hoy, sería imaginarse que, de una vez ó siquiera pronto, y con facilidad se habría de cumplir en todo el mundo civilizado, cuando me nos, la unidad ó la universalidad del derecho, y que, salvo aquellas diferencias territoriales, locales, y nacidas en el orden histórico y moral, que engendran las naciones, cuanto es universal en la razón pueda trasmitirse á los hechos siempre informados de lo particular y contingente. Ciertamente que los pueblos ganarían con ello y sería la obra más grande y más fecunda de la civilización misma. Marchemos, pues, á procurarlo también; mas en la medida de lo posible.

A ello aspiran varios de los temas del programa que ha de ser objeto de este Congreso, y aunque su realización ofrezca siempre dificultades prácticas, no temo yo, sin embargo, que siempre sean invencibles, ni mucho menos. Por mi parte abrigo la más viva fe en que respecto á aquello que no afecte á los sentimientos patrios en las personas, y á la integridad autonómica de las naciones, se llegará á la celebración de utilísimas inteligencias, con ó sin tratados previos. El derecho civil, y todavía más el marítimo, son susceptibles de grandes concordias entre las naciones, y ni son siquiera del todo imposibles en el derecho penal.

Esta idea de que dentro de lo posible el derecho humano universal traspase las fronteras, de que el hombre civilizado sea el mismo en todas partes salva su personalidad nacional, de que sus derechos y obligaciones sean esencialmente idénticos, é idénticas las facilidades para realizar los comunes fines de la vida, sin duda es demasiado grandiosa en sí, y además bastante útil, para que ni se pueda ni se deba renunciar á ella, por lo cual debemos abrigar todos la esperanza de que en lo suficiente al menos se realice y que su realización se cuente al fin y al cabo entre las maravillas de nuestra civilización.

Bastantes maravillas ha producido nuestra civilización ya en el orden puramente material: de esas maravillas se acumulan todos los días, y verdaderamente nos sorprenden, por acostumbrados que estemos á ellas los hombres de la generación presente. Pero es preciso convenir en que tales ventajas materiales y prodigios del progreso no se están hoy logrando de igual manera, ni en tanto grado, por lo que toca al mundo moral. Ni falta quien piense que el mundo moral, en vez de ganar, ha perdido durante el trascurso de las ultimas revoluciones y transformaciones de la humanidad; y acaso pueda esto sostenerse con bastante razón respecto á ciertos puntos interesantísimos de la vida humana y referentes al ser social.

Mas, sea esto así ó no lo sea, parece de todas suertes indudable lo que antes he dicho, á saber: que el mundo moderno debe preocuparse en mantener al propio compás y paralelamente á su desenvolvimiento material el acrecentamiento de su progreso moral. Y una de las cosas que más necesitan y más se prestan á dicho desenvolvimiento, al progreso mencionado, es, sin duda alguna, el derecho de gentes; porque el derecho de gentes es la parte más atrasada aún del derecho en general.

Parece, señores, como que no cabía dentro de la civilización helénica y romana, ni mucho menos en las demás de la antigüedad. Nació el verdadero derecho de gentes con el cristianismo, y lentamente fué ya desarrollándose hasta su inesperado y grandioso florecimiento en la escuela salmantina, por medio del maestro de todos Francisco Vitoria, de Domingo de Soto, de Francisco Suárez, tan célebre en Portugal como en España, de Baltasar de

« AnteriorContinuar »