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CAPÍTULO VI.

Envía Alfinger á buscar gente de socorro á Coro: atraviesa la sierra del Valle de Upar, y llega hasta la provincia de Tamalameque.

Habiendo gastado Ambrosio de Alfinger cerca de un año en revolver y trasegar todos los ríos, ancones y esteros de la laguna, sin que fuesen bastantes á llenar los huecos de su codicia las considerables porciones de oro que había adquirido, ni la cantidad de indios que había aprisionado, dió la vuelta á su ranchería con ánimo de intentar nuevos descubrimientos, entrando la tierra adentro hacia el Poniente, y ver lo que le deparaba á la mano su fortuna; pero hallábase falto de gente para ejecutar esta jornada, así por la que le habían consumido las enfermedades originadas del mal temperamento y humedades de la laguna, como por los muchos soldados que, descontentos, se habían retirado á Coro fugitivos, no pudiendo tolerar el áspero natural de Alfinger, ni el modo tan extraño que tenía de gobernar, castigando por leves causas con azotes, horcas y afrentas á muchos hombres de bien por mano de un Francisco del Castillo, que era su maestre de campo, hombre cruel y de

malvada intención.

Para remediar el inconveniente de esta falta que padecía, despachó á Coro todos los indios prisioneros para que se vendiesen por esclavos á los muchos mercaderes que allí asistían, enriquecidos con las viles ganancias de este trato, con cuyo producto y algún oro que remitió para el efecto,

le llevaron de socorro algunos infantes y caballos, armas y demás pertrechos de que necesitaba; de suerte que, compuesto ya su campo de ciento ochenta hombres útiles para la guerra (dejando en la ranchería los enfermos á cargo del capitán Vanegas, natural de la ciudad de Córdoba, á quien nombró por su teniente), salió de allí el año de 1530, y caminando al Poniente, después de haber andado aquellas veinte leguas que hay de tierra llana hasta llegar á la cordillera, atravesó las serranías que llaman de los Itotos y salió al Valle de Upar, donde, sin hacer reparo que se hallaba ya fuera de los límites de su gobernación, por pertenecer aquel distrito á la jurisdicción de Santa Marta, lo corrió todo, talando, robando y destruyendo á sus miserables habitadores, y sin que la hermosura de tan alegre país fuese bastante á templar la saña de su cruel pecho, convirtió en cenizas todas las poblaciones y sembrados, valiéndose á un mismo tiempo de las voracidades del fuego y de los incendios de su cólera, con extremo tan atroz, que en más de treinta leguas de tierra que en él halló pobladas, no encontró después el capitán Cardoso casa en pie en la entrada que hizo el año siguiente, de orden del Dr. Infante, que por muerte de García de Lerma gobernaba á Santa Marta.

Asolado y destruído el Valle de Upar, siguiendo las corrientes del río Cesaré, llegó Alfinger á las provincias de los Pocabuces y Alcojolados (8), cogiendo de camino buen pillaje en porciones de oro del mucho que tenían estas naciones y otras que encontró, hasta dar con la laguna de Tamalameque, que llaman de Zapatosa, que, aunque poblada en su circuito de innumerables pueblos, los halló todos desiertos, porque habiéndose anticipado la noticia de las crueldades que había obrado en el Valle de Upar, no quisieron sus moradores exponerse al riesgo de experimentarlas, y tomando por asilo, para evitar el riesgo que les amenazaba, las islas de la laguna, se habían refugiado en ellas, recogiendo todas las canoas para que los españoles no tuviesen en qué pasar á buscarlos en las partes que se juzgaban seguros; pero como los nuestros desde la tierra firme

alcanzasen á ver (por no estar muy distante) que los indios, fiados en la dificultad de estar de por medio la laguna, andaban en cuadrillas, sin recato alguno, por las playas de las islas vecinas, adornados de chagualas y orejeras de oro; incitados de la presa que apetecía su desmedida codicia, hallándose sin embarcaciones en que pasar á lograrla, Juan de Villegas, Virgilio García, Alonso de Campos, Hernán Pérez de la Muela y otros veintiseis se arrojaron á la laguna montados en sus caballos, que, gobernados del freno y animados del batir del acicate, atravesaron nadando hasta llegar á las islas, de cuya resolución inopinada atemorizados los bárbaros, sin que les quedase aliento para levantar las armas ni para calar las flechas, unos fueron destrozo miserable de las lanzas, y otros fatal estrago de su misma confusión, pues atropellándose unos á otros por ocurrir á las canoas para escapar presurosos, anegándose en las ondas se encontraban con la muerte donde buscaban la vida.

Desbaratados los indios de esta suerte, tuvieron lugar los españoles para lograr el fruto de su temeridad arrojada, aprovechándose del despojo, que fué considerable, por las muchas piezas de oro que cogieron; y lo que más les importó por entonces fué haber quedado prisionero el cacique principal de la laguna, llamado Tamalameque (de quien tomó nombre la provincia), pues recelosos los indios de que pudiese peligrar la vida de su príncipe, no sólo no intentaron algún movimiento de armas para poder libertarlo, pero valiéndose de la sumisión y rendimiento, consiguieron su rescate á precio de oro; y conociendo Alfinger por las muestras el jugo y sustancia del país en que se hallaba, aunque algunos de sus capitanes fueron de opinión que pasasen adelante en sus conquistas, no quiso desamparar la provincia que gozaba hasta disfrutarla toda, trasegándola por diversas partes con diferentes escuadras, en que gastó cerca de un año, con aprovechamiento conocido de más de cien mil castellanos de oro fino, sin lo que ocultaron los soldados, que fué cuasi otro tanto.

CAPÍTULO VII.

Despacha Alfinger al capitán Bascona con veinticinco hombres á buscar gente á Coro, y mueren todos de hambre en el camino.

Hallándose Alfinger tan crecido de caudal como falto de gente, por la mucha que había perdido en su jornada, determinó enviar al capitán Iñigo de Bascona (natural de la villa de Arévalo (9), hombre de experimentado valor) á la ciudad de Coro con veinticinco soldados que le acompañasen, y sesenta mil pesos del oro que había adquirido, para que manifestando las muestras del logro de sus conquistas, se animasen á venirle á seguir en la prosecución de sus empresas, y con este motivo solicitase traerle cuanto antes la más gente que pudiese, y los pertrechos de que necesitaba, dándole por orden que si de vuelta no le hallase en Tamalameque (donde procuraría esperarle), le siguiese por el rastro que iría dejando en sus marchas.

Con esta disposición y algunos indios que llevaban cargado el oro, se despidió Bascona, tomando la derrota para Coro; pero guiado de la estrella de su mal destino, no quiso gobernarse por el rumbo que habían llevado á la ida, discurriendo que, estando, como estaba, el paraje en que se hallaban más metido hacia la tierra adentro de la parte donde le demoraba la laguna de Maracaibo, podría con

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