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pacio por haber hallado en un arroyo que lo atravesaba por medio tanta abundancia de pescado que lo cogían sin trabajo con las manos.

Notable fué el sentimiento de D. Pedro cuando recibió la carta que le escribieron sus soldados; y reventado de enojo, con el deseo de castigar su desacato, envió luego tras de ellos, con treinta hombres, á D. Luis de Leiva, uno de sus capitanes, mancebo de pocos años, pero de mucha prudencia, con orden para que, donde quiera que encontrase á Céspedes, lo ahorcase, y procurando reducir á los demás á la obediencia, se los trajese consigo; mas como ya estaba declarada contra D. Pedro la fortuna, el medio que pretendió aplicar para el reparo sólo sirvió para acelerar su perdición; porque D. Luis, pareciéndole más acertado el dictamen de Céspedes que el de su Gobernador, luego que se vió en franquía se determinó á seguirlo, y con otro indio que despachó para el efecto, avisó de su resolución á D. Pedro, previniéndole no se detuviese en esperarlo, porque no llevaba pensamiento de volver á verlo.

Bien descuidado de semejante novedad se hallaba Céspedes, gozando la conveniencia del pescado de las orillas del arroyo, cuando una tarde alcanzó á ver á D. Luis, que, siguiéndose por el rastro de sus trochas, venía bajando por las lomas hacia el mismo valle en que él estaba rancheado; y como á la primera vista no era fácil distinguir qué gente fuese ni los motivos que podía traer en su venida, asegurándose con la prevención anticipada para cualquier accidente, puso luego en arma sus soldados, resuelto á no consentir la más mínima molestia que se le intentase hacer; pero como la intención de D. Luis era muy diferente de lo que Céspedes temía, quedó en breve desengañado de lo vano que había sido su recelo, pues sin hacer caso D. Luis de aquel aparato militar con que lo estaba esperando, luego que entró al valle se metió por los cuarteles de Céspedes con su gente desarmada para que con aquella demostración tan de confianza conociese eran unos mismos los intentos que gobernaban á entrambos, de que quedaron tan alegres unos y

otros, celebrando la dicha de verse juntos, que, olvidados ya de los trabajos pasados, sólo trataron de congratularse en los regocijos presentes, teniéndose por felices en haber tomado la resolución de desamparar á D. Pedro, pues se hallaban libres de las rispideces de su natural acedo y de las molestias de su conquista desgraciada.

Cinco días había que descansaba la gente de D. Luis en el arroyo, gozando también de la abundancia del pescado, cuando, por no perder tiempo, trataron los dos capitanes de proseguir su viaje en buena compañía, gobernándose en todo por la derrota que había formado el mestizo; pero confuso éste en la demarcación, por haber torcido un poco á mano izquierda, debiendo caminar siempre al Poniente, perdió el tino de calidad que habiendo encumbrado una alta serranía y bajado á unas llanuras dilatadas, confesó estaba perdido, sin saber la parte en que se hallaba, si bien, por las señales que conocía en la tierra se afirmaba en que no podía distar mucho de allí Barquisimeto; y decía bien, pues á caminar dos leguas más por aquel rumbo hubieran salido al mismo camino real, que va de aquella ciudad para Valencia; pero como ya el mestizo había empezado á titubear en la baquía, receloso con su misma desconfianza, no se atrevió á proseguir por donde iba, y torciendo un poco más sobre la mano izquierda, vino á salir después de algunos días á las orillas de un pequeño río, por cuya margen continuaron caminando, sin tener otro alimento para sustentar las vidas que raíces y cogollos de visao, del que hallaban en las riberas, hasta que una tarde, cuando más desconsolados los tenía el sentimiento de verse perecer en aquellos despoblados sin remedio, subiendo á pescar por el río arriba un soldado italiano llamado Juan Bautista, encontró detenidas en un palo que atravesaba la corriente unas hojas de rábano y lechugas; y siendo aquellas verduras un género que jamás se había hallado entre los indios, conjeturó luego que sin duda había por allí cerca alguna población española, de donde venían por el río abajo aquellas hojas.

Con esta buena nueva volvió al instante en busca de los

compañeros, que incrédulos de tan no esperado acontecimiento, juzgaron á los principios era burla con que quería divertirlos (como solía otras veces) el alegre genio de Juan Bautista, hasta que viendo las hojas que llevaba en las manos, quedaron desengañados, conociendo por ellas la evidencia de su dicha; y por no dilatar el descubrirla, divididos unos por una banda y otros por otra, en aquella misma hora empezaron á marchar por el río arriba, sin dejar cosa alguna que no fuesen escudriñando en sus orillas. Poco más de dos leguas habrían caminado de esta suerte, cuando los que iban por el lado de la mano derecha dieron con una vereda ancha y trillada, y entrándose por ella, á breve rato vinieron á salir á una sabana, en que estaba poblado un hato de ganado vacuno de Pedro Velázquez, vecino de Barquisimeto, donde hallando caritativo hospedaje en la piedad de su dueño, pudieron reformarse de las calamidades contraídas en peregrinación tan trabajosa, para dividirse después, como lo hicieron, tirando cada cual por su camino, sin acordarse del desamparo en que quedaba D. Pedro; quien conociendo (aunque tarde) el mal estado á que lo habían reducido las sequedades de su trato, luego que recibió el aviso que le envió D. Luis de Leiva, participándole la intención que llevaba de incorporarse con Céspedes, viéndose ya abandonado hasta de aquellos cuya amistad le parecía tener asegurada la confianza, y que el número de gente que le había quedado era muy corto para empeñarse más en su conquista, trató también de retirarse, antes que imposibilitado de remedio perdiese la esperanza en la salida; y siguiendo las huellas de Céspedes y D. Luis, aunque con algún despacio, por los muchos enfermos que tenía, entró en Barquisimeto por el mes de marzo del año de 70.

Este fué el paradero que tuvo la jornada de D. Pedro Malaver de Silva para el descubrimiento del Dorado; este el fin de tantos gastos, empeños y diligencias como empleó aquel caballero en pretender su conquista, y si escarmentado con el conocimiento de lo mal que le corría la suerte hubiera tomado el partido de retirarse, pudiera te

nerse por feliz, pues excusara padecer las desdichas que le acarreó su destino, y no hubiera dejado motivo al sentimiento para llorar las circunstancias de su lastimosa muerte; pero tenía tan arraigada al corazón la vanagloria de eternizar su fama con la conquista del Dorado y que su nombre igualase al de Cortés y Pizarro en los aplausos que les tributaba el mundo, que no bastando á desengañarlo las pérdidas y contratiempos de esta primera jornada, pasados pocos días después que llegó á Barquisimeto, partió para Chachapoya, donde estaba avecindado, y vendiendo cuanto tenía para juntar dinero, volvió segunda vez á España, pareciéndole que con la experiencia de lo sucedido podía lograr el acierto, encaminando por otra parte más acomodada su conquista; pero engañóle en todo su desgracia, pues armado nuevamente en Sanlúcar con un navío bien pertrechado y ciento sesenta hombres, intentó su descubrimiento el año de 64 por la costa que corre entre el Marañón y el Orinoco, donde con lamentable estrago perecieron todos, unos al rigor de las enfermedades que les causó la destemplanza de la tierra y otros á manos de los indios Caribes, entrando en esto D. Pedro y dos hijas doncellas que llevaba consigo, que sin duda sacrificarían gustosas la vida en aras del honor, por excusar la contingencia de ver ajada su hermosura en la desatención grosera de aquella nación tan bárbara, de cuya fiereza sólo quedó libre entonces un soldado, llamado Juan Martín de Albujar, á quien reservó la Providencia para que después se supiesen por su relación las circunstancias de este caso, pues habiendo quedado cautivo entre aquellos infieles, á costa de inexplicables peligros y trabajos, por varios accidentes de su fortuna, hubo de salir al cabo de diez años á la boca del río Esquino, en la provincia de los Arbacos, indios pacíficos y que en aquel tiempo tenían trato y comunicación con los españoles de la Margarita, por cuyo medio logró el pasar á aquella isla y después á esta provincia, donde vivió avecindado algunos años, dejando en la ciudad de Carora ramas de su descendencia, que hasta hoy conservan su memoria.

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