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gentil resolución á que le echasen el perro, teniendo por tan seguro en aquella ocasión el vencimiento, que al verlo venir á acometerle, enarbolando la macana, dijo en su lengua Maricha: <«<Hoy morirás á mis manos, y sabrán los españoles que no hay peligro en el mundo que acobarde á Tamanaco;» pero engañóle la vana presunción de su confianza, pues huyendo el cuerpo el perro al golpe que le descargó con la macana, sin darle lugar á que pudiese componerse para asegundarle con otro, revolvió sobre él con tal ferocidad, que haciéndole presa de los pechos, le derribó en el suelo, y encarnizado con el coraje que le engendró su braveza, sin que bastaren para estorbarlo las diligencias con que el bárbaro procuraba defenderse, le separó del cuerpo la cabeza, sirviéndole las garras de cuchillo para fatal instrumento del degüello, causando horror tan lastimoso espectáculo aun á los mismos que arbitraron la disposición de semejante suplicio, cuya noticia, divulgada con brevedad entre los indios, los atemorizó de suerte que absortos entre el asombro y el miedo, por no exponerse á la contingencia de padecer otro tanto, ocurrieron á dar la obediencia á Pedro Alonso, quedando por este medio sujeta la rebeldía de aquella nación obstinada.

CAPÍTULO VIII.

Entra Gabriel de Avila en los Teques y puebla el real de Minas de Nuestra Señora: hace Garci-González diferentes correrías y sujeta con ellas los indios de aquel partido.

Conseguida por Pedro Alonso la pacificación de los Mariches, restaba, para la quietud y aumento de la ciudad de Santiago, sujetar la provincia de los Teques, cuya nación activa, conservando todavía las antiguas máximas de su cacique Guaicaipuro, no sólo se mantenía rebelde á la obediencia española, pero fomentaba á las demás con sus arbitrios para dificultar por todos lados su conquista; y así por quitar este embarazo, como por el provecho que esperaban con el beneficio de las minas de oro que descubrió en aquel partido Francisco Fajardo y tuvo pobladas Juan Rodríguez, se determinaron los vecinos el año de 63 á procurar su pacificación á fuerza de armas, y cometida la diligencia á Gabriel de Avila, actual alcalde ordinario de aquel año, salió con setenta hombres de la gente más lucida; porque como el interés era común, se alistaron los más principales á porfía, y sin hallar oposición en los indios, llegó á la antigua casa de las minas y real de Nuestra Señora, donde probados los metales, hallando que correspondían en el rendimiento á la fineza de sus vetas, pobló su ranchería para dedicarse de asiento al beneficio; pero cuidadoso por el retiro y suspensión que experimentaba en los indios, deseando

enterarse bien de la disposición en que se hallaban y ver la forma que mejor podía tener para portarse con ellos, encomendo á Garci-González de Silva (cuyo valor era en todas ocasiones el primero) saliese con treinta hombres á dar una vuelta por las poblaciones inmediatas; y encaminándose de noche á la del cacique Conopoima, que estaba situada en la profundidad que forma el pie de una eminente roca á quien llaman el peñón de los Teques, dejó en lo alto de la loma á Martín Fernández de Antequera y á Agustín de Ancona, hombres de á caballo, con seis soldados de á pie, para que le guardasen las espaldas, asegurando con aquella prevención la retirada, y con el resto de la gente bajó á la población, que halló desierta, porque avisados sus moradores de los indios que trabajaban en las minas de que iban los españoles á buscarlos, mudaron las mujeres y chusma de muchachos á otras poblaciones más distantes, y todos los varones capaces de tomar armas se habían retirado á unas caserías separadas el valle abajo como tres tiros de escopeta, dejando en la población dos indios escondidos para que les avisasen en sintiendo venir los españoles.

A éstos alcanzó á ver Garci-González al salir por la puerta falsa de un bujío, y corriendo tras ellos, acompañado de un mestizo del Tocuyo llamado Araujo, le dió á uno una estocada, de que cayó luego muerto, y prosiguiendo tras del otro, que á grandes voces iba llamando á los indios, lo alcanzó en una sementera de yuca, que estaba en una ladera, y tirándole una cuchillada á la cabeza, se la llevó tan de lleno, que le partió la mitad del casco y le echó los sesos fuera: á esta ocasión llegó Francisco Sánchez de Córdoba, y juntándose á Garci-González, cogieron los dos una vereda que corría de la misma ladera para abajo, por la cual al mismo tiempo iban subiendo los indios, que habiendo oído las voces que les dió su centinela, volvían á procurar con las armas la defensa de su pueblo; pero como la noche era algo oscura y el pajonal estaba bastantemente crecido, no pudieron descubrirse unos á otros hasta que llegaron á encontrarse cara á cara,

Entonces Garci-González y Córdoba, aunque los indios eran muchos y ellos solos, valiéndose de la conveniencia que les ofrecía la disposición del sitio, pues lo estrecho de la vereda no permitía capacidad sino para que peleasen dos á dos, remitieron el desempeño al corte de las espadas, y embistiendo con los indios, habiendo muerto luego á los primeros, los demás se fueron atropellando unos á otros; y como entonces, á las voces que dió Garci-González y al ruido de la pelea, ocurriese el resto de nuestra gente, que había quedado en el pueblo divertida, hallando á los indios ya desordenados, tuvieron poco que hacer para ponerlos en huída, con muerte de cuarenta y dos, que perdieron la vida en la ladera; y siguiendo el alcance hasta las casas que les habían servido de retiro, apoderados de ellas los nuestros, hallaron dentro algunas cotas de malla, espadas, barras de hierro, diferentes piezas de plata labrada, sortijas y otras alhajas de las que habían robado cuando mataron á Luis de Narváez, entre las cuales conoció luego por suyos Pedro Garcia Camacho unos botones de oro, guarnecidos de diamantes, que perdió cuando, por favor particular de su fortuna, escapó con la vida de aquella rota miserable en que perecieron todos.

Recogidos con brevedad estos despojos y cuatro indios prisioneros, que se hallaron escondidos en las casas, antes de amanecer volvió Garci-González con su gente á subir á lo alto de la loma, donde había dejado á Martín Fernández de Antequera con Agustín de Ancona; pero seguido del cacique Conopoima (que recogidas sus descompuestas escuadras pretendía tomar satisfacción del desbarato que padeció aquella noche), antes de llegar á la cumbre de la loma se halló acometido por la retaguardia, con densa nube de flechas que disparaban los indios; y aunque el daño que causaron fué muy leve, sin embargo mandó Garci-González á uno de los indios que llevaba prisionero, llamado Sorocaima, dijese á los demás que no tirasen, porque si le herían algún soldado manifestaría su enojo haciéndolos empalar á todos cuatro; pero pudiendo más en el bárbaro

la gloria de su nación y el rencor de su venganza que el aprecio de la vida, burlando de la amenaza, en lugar de ejecutar aquello que le mandaban, levantó la voz animando al cacique Conopoima para que con más resolución apretase la batalla, asegurándole que eran los nuestros tan pocos que podía tener por cierto el triunfo si proseguía con tesón en el empeño.

Esto irritó á Garci-González tanto, que mandó le cortasen una mano y lo soltasen, para que de aquella suerte fuese á aconsejar de más cerca á Conopoima; pero el bárbaro, sin inmutarse en nada al oir la pronunciación de su sentencia, extendió el brazo con tan gallarda entereza, que aficionado Garci-González á su garbo y desenfado, lo mandó poner en libertad, suspendiendo la ejecución y remitiendo. el castigo; pero esta generosidad, tan propia de su nobleza, no tuvo, al juicio de sus soldados, la general aceptación que merecía, pues no faltaron dos de ellos, y de los más principales (cuyos nombres remitimos al silencio por excusar á sus descendientes el rubor que podrá causarles la memoria de acción tan indigna y fea en quien tenía sangre noble), que llevando á mal la moderación piadosa de su cabo, no contentos con la civilidad de murmurarla, sin que GarciGonzález lo supiera, cogieron á Sorocaima y le cortaron la mano, sin que les moviese á compasión el sufrimiento con que toleró el prolongado rigor de aquel martirio, pues como si lo practicaran en un bruto (sólo con el fin de atormentarlo) le cortaron el pellejo en redondo á la muñeca, y después, buscándole la coyuntura con la punta de un cuchillo le dividieron la mano, separándola del brazo; tormento en que mostró tal constancia, que en el dilatado espacio de sufrirlo, manteniéndose inmoble al padecer, ni se le oyó un ay, ni se le escuchó un suspiro; antes con singular desembarazo pidió le diesen su mano después que se la cortaron, y cogiéndola en la otra que le había quedado entera, sin pronunciar más palabra, se fué muy paso entre paso para donde estaba Conopoima, á quien manifestó su desventura y representó su agravio para que vengase con

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