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por todas partes de los horrores del fuego y precipicios del sitio, no volvía á parte la cara que no encontrase un peligro; pero Diego de Paradas, haciendo alto con los que le acompañaban, volvió el rostro al enemigo, y disparando sin cesar los arcabuces, por espacio de dos horas mantuvo firmemente el combate, resistiendo con valor el ímpetu de los bárbaros, que entre las confusiones del humo repetían con ligereza las carga de flechería; teniendo lugar Losada con esta diversión para poder salir á campo abierto y dar orden á Paradas para que procurase retirarse con la mejor disposición que permitiese el empeño en que se hallaba; resolución que ejecutó con la prudencia y arte que como á maestro antiguo en la milicia le tenía enseñada la experiencia, dejando antes armada una emboscada en un montecillo que había á mano izquierda del camino por si los indios prosiguiesen á embarazarle la marcha: disposición que le salió acertada, pues empeñados en conseguir la victoria, que reputaban por cierta, viendo su retirada pasaron adelante sin reparo; pero al llegar al lugar que ocultaba la emboscada (ó temerosos ó advertidos), hicieron alto con recelo del daño que prometía, acercándose sólo tres gandules, que con gentil denuedo, caladas las flechas en los arcos, hicieron frente á la emboscada apuntando al monte que la cubría; los nuestros entonces, conociendo por las demostraciones de los indios que ya estaban sentidos, por no perder la ocasión les salieron embistiendo con tal resolución, que Alonso Ruiz Vallejo de un revés le cortó el arco, flecha y brazo á uno de ellos, que después mató á estocadas; y haciendo Juan de la Parra lo mismo con otro que le tocó de parte, quedaron tan amedrentados los demás, que se fueron retirando, desfilando sus escuadras por una ladera abajo.

Hallábase á la vista Juan Serrano, y batiendo los ijares á un caballo cuatralbo, abierto de frente y de color castaño, muy arrendado y brioso, en que se hallaba montado, partió tras ellos, llevándose de encuentro al bote de la lanza el primer bárbaro que se puso por blanco de su enojo, aunque con tanto riesgo, que le valió para no precipitarse la gran

destreza del jinete y sujeción al freno del caballo, pues llamándole la rienda al ejecutar el golpe, como corría cuesta abajo, quedó balanceando el bruto entre el parar y caer; pero ayudado de su aliento, haciendo firme en los brazos quebró la fuerza á la violencia con que corría despedido, dejando á su dueño libre de la fatiga y del susto.

Retirados los indios, Losada, por dar alivio á su gente fatigada con los trabajos de aquel día, hubo de quedarse aquella noche á la entrada de unas montañuelas que llaman las Lagunillas, aunque no pudo lograr el descanso que desea ba, porque los indios, aprovechándose de la oscuridad, salían de las quebradas donde se habían ocultado, y valiéndose de una ridícula estratagema que les dictó su invención, se vistieron de la misma paja de la sabana, y como ésta por ser verano estaba seca y crecida, sin que pudieran ser vistos se llegaban hasta el mismo alojamiento y disparaban sus flechas, con notable daño de la gente de servicio que como más desprevenida era la más maltratada, hallándose por instantes sin saber por dónde heridos, sin que pudiese el discurso prevenir el origen de aquel daño, hasta que Diego de Henares, subiéndose en un árbol y tendiendo la vista á todas partes con cuidado, hubo de descubrir la máxima al movimiento que traían aquellos bultos de paja, y calando la cuerda al arcabuz, poniendo la puntería al uno de ellos, lo derribó muerto al golpe de la bala; de que escarmentados los demás tuvieron por mejor el retirarse, sin continuar la inventiva.

Había Losada hasta entonces hallado oposición sólo en los indios Arbacos, que eran los que habitaban aquellas serranías, porque la presteza con que ejecutó su entrada no había dado lugar á que se juntasen las demás naciones que poblaban la provincia para embarazarle el paso; pero llegado el día de la Encarnación á 25 de marzo (que cayó aquel año en lunes santo), al bajar al río de San Pedro, jurisdicción ya de los indios Teques, se le ofreció á la vista la más hermosa perspectiva que pudo tener Marte en sus campañas; pues coronados todos los contornos de banderas y penachos,

se halló con más de diez mil indios acaudillados del cacique Guaicaipuro, que al batir de sus tambores y resonar de sus fotutos le presentaban activos la batalla.

Hizo alto Losada con su gente, considerando el riesgo en que se hallaba, para determinar, con consulta de sus cabos, lo que debía ejecutar; y como en semejantes accidentes repentinos suele el terror pánico negar jurisdicciones al valor, no faltaron personas de las más condecoradas del ejército que, poseídas del susto y olvidadas de su nobleza, atropellando el pundonor, votasen la retirada, ponderando las contingencias de perderse si se exponían al lance de una batalla con fuerzas tan desiguales; pero Losada, en cuyo corazón magnánimo jamás halló acogidas el temor, despreciando la desconfianza de los suyos, manifestó la resolución en que se hallaba de abrirse el camino con la espada por las escuadras enemigas, queriendo más aventurar la vida en brazos de la temeridad con nombre de arrojado que afianzar la seguridad en la retirada con visos de cobarde; y así, animando á los suyos más con el ejemplo que con palabras, se dispuso al combate, y hallando oportunidad para empezar la batalla, alzó la voz apellidando á Santiago, á cuyo nombre, esforzados los jinetes, batiendo los ijares de los caballos armados, rompieron por la vanguardia, donde los más valientes gandules, cubiertos de penachos y pavesas, ostentaban su constancia expuestos á la oposición del primer choque; pero aunque intentaron resistir el ímpetu con que furiosos acometían los caballos, se hallaron atropellados cuando se imaginaban invencibles, y olvidados de las armas para su defensa, sólo se valieron de la confusión para la fuga.

Rota así y descompuesta la vanguardia, tuvieron ocasión oportuna los infantes para emplear á su salvo los aceros en los desnudos cuerpos que por el campo rodaban; todo era estrago, sangre y furor, no menos acrecentado de los jinetes, que unidos no perdonaban vida al terrible golpe de sus lanzas; pero este ímpetu de los caballos, que no pudieron resistir en la vanguardia donde peleaban los Teques,

sostuvo tan valerosamente el batallón de los Tarmas y Mariches, animados de sus cabos, que dió lugar para que las hileras descompuestas se pudiesen ordenar, descargando á un mismo tiempo tanta multitud de flechas, dardos y piedras, que cubrían el cielo al dispararlas y embarazaban la tierra al despedirlas.

Así guerreaban valerosos los españoles y temerarios los indios, con dudoso marte, cuando D. Francisco Ponce, seguido de Pedro Alonso Galeas, Francisco Infante, Sebastián Díaz, Alonso Andrea, Francisco Sánchez de Córdoba, Juan Serrano, Pedro García Camacho, Juan de Gamiz y Diego de Paradas, subiendo por la cuchilla de una loma cogieron á los indios las espaldas, y renovando con esta ventaja la batalla, se comenzó de nuevo la refriega con tanta obstinación y tal coraje, que cuanto mayores estragos ejecutaba el furor en aquellos bárbaros, con tanta mayor furia y más enojo se metían por las espadas y lanzas, sin temor de la muerte, que encontraban en los templados aceros; siendo tanta la lluvia de piedras y flechas que disparaban, que nuestros españoles, rotos ya y falseados los escudos, y atormentados los brazos y demás partes del cuerpo con la repetición de tanto golpe, con dificultad podían mantener el peso del combate, siendo tan patente el cansancio y quebranto en que se hallaban que lo manifestaba bien el desaliento con que jugaban las armas; pero Losada, encendido de aquella cólera española con que estaba enseñado á quedar siempre victorioso, vuelto á los suyos los animaba, diciendo: «Ahora, valerosos españoles, es el tiempo de conseguir los triunfos que nos ofrece la victoria que tenemos en las manos, vengando en estos bárbaros la sangre de nuestra nación vertida por ellos tantas veces;» á cuyas voces, volviendo en sí del desmayo en que se hallaban, con el recuerdo de los agravios pasados, sin acordarse de las fatigas presentes, intrépidos renovaron la pelea, haciendo tal estrago en los contrarios, que sólo se miraban por el campo arroyos de sangre, en que nadaban los destrozados cadáveres.

Dióse por perdido Guaicaipuro al ver el daño lamentable

de sus huestes; y temiendo la total ruina que amenazaba á sus tropas, tocó á recoger sus caracoles, y dejando el sitio sembrado de cuerpos y de penachos, se retiró presuroso, asegurando las reliquias de su ejército vencido. Señaláronse este día en singulares hazañas el invencible Diego de Paradas, que, como amenazaba cerca la fatalidad de su acaso, centellaron con más brío las luces de su valor; Francisco de Vides, Martín Fernández, Juan de la Parra, Pedro Alonso Galeas y Francisco Infante, quien se vió en términos de perder la vida, porque tropezando el caballo en lo más ardiente de la batalla, cayó en un hoyo, cogiéndolo debajo, donde hubiera perecido á no socorrerlo D. Francisco Ponce y Alonso Viñas, que se hallaron inmediatos, sacándolo del peligro, y sin embargo quedó estropeado de una pierna, de que padeció después por muchos días.

Retirado Guaicaipuro con su ejército deshecho, no quiso Losada quedarse en aquel paraje, aunque lo necesitaba la fatiga y cansancio de su gente, porque experimentado en la ventaja con que le acometían los indios en aquellas serranías, deseaba salir cuanto antes á tierra llana; y así, marchando dos leguas más adelante, llegó á hacer alto al pueblo del cacique Macarao, en la parte donde, juntándose el río de San Pedro con el Guaire (80), tiene principio, corriendo hacia el Poniente, el valle de Juan Jorge, llamado así desde que Fajardo en su primera entrada encomendó los indios que lo habitaban á aquel célebre varón, tan compañero suyo en las conquistas como lo fué en las desgracias.

Hallábanse los indios de Macarao cuando llegó Losada con las sementeras en flor, y temiendo no se las talasen los españoles no quisieron ausentarse de su pueblo, tomando por más acertado acuerdo valerse del rendimiento para excusarse del daño; y como no hay entendimiento, por bárbaro que sea, á quien no enseñe urbanidades la conveniencia propia, recibieron á nuestra gente con cuantas sumisiones pudo inventar el artificio: no ignoraba Losada el fin á que tiraba aquella paz tan repentina; pero aprovechándose de la ocasión que le ofrecía el propio disimulo de los indios, les

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