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vieja llamada Apacuane, madre del cacique Guasema, grande hechicera y herbolaria, que atropellando por los riesgos que prevenía su temor, quedó determinada entre todos la sublevación, á que habían de dar principio con la muerte de aquellos cuatro españoles; pero para conseguirla con más seguridad y menos susto, les pareció conveniente suspender la ejecución, disimulando su intento hasta que llegase el tiempo en que estuviesen de próximo para volverse á la ciudad.

Vivía Garci-González con los otros compañeros en una casa que había hecho fabricar para el efecto en el alto de un repecho que formaba la serranía á distancia moderada de los pueblos, y llegada la ocasión que deseaba la bárbara perfidia de los indios para lograr su maldad, la noche antecedente al día en que habían de hacer su viaje subieron á la casa hasta doscientos gandules, escogidos entre los que tenían por más valientes, dejando prontos á la mira otros dos mil, que habían convocado de toda la comarca, para que ocurriesen á la seña que les diese el alboroto; y ocultando la traición premeditada con los serviles rendimientos de una voluntad fingida, dijeron á Garci-González iban á dormir allá, para irle por la mañana acompañando hasta dejarlo en la ciudad; atención que, teniéndola su confianza por segura, aceptó desde luego, sin recelo del daño que podía encubrir la anticipada prevención de aquel cortejo.

Iban los indios, al parecer, sin armas, porque no las llevaban manifiestas, pero todos prevenidos de haces de paja y de leña para hacer camas y fuego con que poder calentarse aquella noche, y entre ellos, con gran recato, llevaban escondidas las macanas, para valerse de ellas á su tiempo, sin que alguno de los cuatro españoles llegase á penetrar lo que tenía forjado la cautelosa malicia de sus huéspedes, antes con gran seguridad se echaron á dormir en sus hamacas; pero los indios, que con cuidado observaban los movimientos para aprovechar la ocasión, luego que los sintieron dormidos se apoderaron de las espadas y demás armas que tenían en la casa, para quitar la esperanza á la defensa,

y

embistiendo con Francisco Infante y los otros dos soldados que estaban más á la mano, les dieron crueles heridas, á tiempo que Garci-González, despertando con el ruido que formó la bárbara confusión de aquel gentío, corrió á buscar su espada, llevando al brazo revuelta una frazada que le había servido de abrigo aquella noche para dormir en la hamaca; pero como no la hallase en parte alguna, apeló la necesidad al remedio más pronto que le permitió el aprieto, y echando mano de un leño de los que ardían en el fuego, encendido más en cólera de lo que estaba en llamas el madero, embistió con sus contrarios, asegurando la vida en la resolución de aquel arresto, pues convertida en furor su valentía, no daba golpe en que no fuese una muerte, ni hacía amenaza que no causase una herida; de suerte, que no pudiendo los indios tolerar la repetida ejecución de tanta ofensa, tuvieron por mejor cogerlo á manos, pareciéndoles más fácil sujetarlo por medio de la multitud á una prisión que quitarle la vida á fuerza de armas; pero engañóles la cobarde presunción de su confianza, porque si hasta allí había obrado en Garci-González el valor, al ver que se multiplicaba con mayores peligros el aprieto, pasó á ser desesperación lo que había sido defensa, pues habiéndolo cogido en peso los indios y llevándolo cargado, acertó alcanzar con la mano un acicate que el día antecedente había él mismo colgado de un clavo en la pared, y cobrando nuevo brío con la ayuda de aquel instrumento débil, fueron tales los golpes y heridas con que maltrató á los indios jugando el acicate á un lado y á otro, que se vieron obligados á soltarlo, saliéndose de la casa apresurados con atropellamiento tan violento, que no pudiendo caber todos por la puerta, derribaron con el tropel un lienzo del bajareque que servía á la casa de pared.

Entonces Garci-González, no contento con haber hecho retirar á sus contrarios, acudió á desatar un perro de armas, que aquella noche, porque no hiciese daño á los indios (teniéndolos por amigos) lo había mandado amarrar con una cadena á un poste; y como si con aquella diligencia hu

biese adquirido esfuerzo para sujetar un mundo, armado con la frazada, el acicate y el perro, salió á buscar á los indios, que á poca distancia de la casa se habían quedado parados, y rompiendo por medio del escuadrón con más braveza que un toro, sin que le acobardasen los golpes de la macanas con que le tiraban todos, iba hiriendo con desesperación á unos, mientras el perro con coraje despedazaba á otros, atravesando de esta suerte ya por una parte y ya por otra, dejando en todas las señales de su rabia rubricadas con sangre de sus contrarios en los destrozos que hacía, hasta que habiéndole dado un macanazo en las espaldas, que le obligó á hincar en tierra ambas rodillas, viéndose ya postrado, y sin la ayuda del perro, porque ya se lo habían muerto, apeló á la pronta viveza de su ingenio, y como si tuviera algunos soldados prevenidos para que pudieran socorrerle en aquel lance, levantó el grito, diciendo: «Ea, amigos y compañeros, ahora es tiempo de acometer á estos perros, para que no se queden sin castigo;» á cuyas voces, poseídos los indios de un pánico terror, sin saber de quién huían, dando confusos alaridos, con precipitada fuga se echaron por una ladera abajo.

Libre Garci-González de aquel empeño en que lo había metido su temeridad, volvió para la casa, á buscar á sus tres compañeros, á quienes hasta entonces no había visto, ni le había dado lugar la precisión del aprieto para saber si estaban muertos ó vivos, y hallándolos tendidos en el suelo, aunque con vida, reconoció estaban mortales, por las muchas heridas que tenían, pues solo Francisco Infante tenía doce, que siendo algunas de riesgo causaban todas cuidado, por la abundancia de sangre que vertían; y aunque GarciGonzález, no menos lastimado que los otros, se hallaba también con cinco heridas, una mano hecha pedazos y el cuerpo todo acardenalado y molido de los muchos golpes. que le habían dado los indios, sin embargo, no desmayando su aliento en medio de tantos riesgos, se quitó la camisa y los calzones blancos que traía puestos, y partiéndolos en tiras, fué ligando con ellas como pudo las heridas de Fran

cisco Infante y los demás compañeros, para ver si contenida la sangre con aquella aplicación cobraban algún vigor para poder caminar, pues en aquel conjunto de peligros de que se hallaban cercados, no había otra esperanza en que afianzar el remedio que intentar la retirada, dejando á la contingencia del suceso la fortuna de lograrla; á cuya resolución determinados todos cuatro, salieron de la casa aquella misma noche, con ánimo de caminar cuanto pudiesen, fiados en la conveniencia que les ofrecía la oscuridad para hacerlo con recato; pero como Francisco Infante se hallaba tan desflaquecido con la falta de la sangre y postrado al vehemente dolor que le causaban las heridas, apenas habían caminado media legua, cuando conociendo era imposible el pasar más adelante, pues sentía que por instantes se le acababa la vida, les pidió á los compañeros procurasen asegurar las suyas, prosiguiendo en su camino sin detenerse á esperarlo, pues habiendo él de morir en breve de una manera ó de otra, no se remediaba nada con que pereciesen todos, solo por acompañarlo, cuando valiéndose del vigor con que se hallaban, apresurando el paso podían conseguir la retirada antes que los indios los siguiesen.

CAPÍTULO XIII.

Carga Garci-González sobre sus hombros á Francisco Infante: camina con él toda la noche hasta llegar á los Teques, donde amparados de los indios aseguran las vidas.

Era Francisco Infante cuñado de Garci-González, por estar casado el uno con Beatriz y el otro con Francisca de Rojas, ambas hijas de Pedro Gómez de Ampuero y de Ana de Rojas (á quien por pasatiempo mandó ahorcar el tirano Aguirre en la Margarita); y así por este motivo, como por parecerle á Garci-González era descrédito de su valor y desaire de su punto el dejar desamparado el compañero en el rigor de aquel lance, se determinó á la más bizarra acción que pudo caber en pecho noble, pues resuelto á perder la vida antes que dejarlo solo, viendo que era imposible el caminar por los repetidos desmayos que le daban, se lo echó sobre los hombros, y atravesando con él por aquellas serranías, con ser el camino bien fragoso se portó con tan singular aliento, que habiendo muerto fatigados del cansancio y las heridas los otros dos compañeros, caminando él más de tres leguas con Francisco Infante á cuestas, llegó al ir amaneciendo á la quebrada de los Paracotos, último término de la nación Quiriquire y principio de la habitación de los Teques.

No bien habían desamparado la casa de Salamanca los

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