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tiempo, y para ello salió con setenta hombres, empezando por la provincia de los Teques, en cuyo distrito hizo alto en la loma que llamó de los Caballos, por los muchos que los indios le mataron en ella, valiéndose de una traza que les dictó su perfidia.

Vivía en aquel contorno el cacique Anequemocane, y fingiéndose hostigado de las incomodidades de la guerra y deseoso de las conveniencias de la paz, enviaba todos los días algunos de sus vasallos con diferentes regalos comestibles á Losada, y con este pretexto entraban en el alojamiento sin reparo, dejando las armas escondidas; pero en saliendo, si hallaban ocasión de que los españoles no los viesen, flechaban cuantos caballos encontraban paseando por el campo, ejecutándolo con tan diestro disimulo, que se pasaron seis días sin que llegase á maliciarse su traición, hasta que cayendo en ella, no quiso Losada dejar sin castigo esta maldad, y para poder lograrlo dispuso una emboscada en la parte más cercana al lugar de los forrajes.

El día siguiente vino en traje disfrazado el mismo cacique Anequemocane, acompañado de otros ocho, cargados de gallinas, aguacates y batatas, y habiendo cumplido con las ceremonias del regalo, sin que Losada se diese por entendido de la traición de su obra, salieron del alojamiento muy confiados, y al llegar al sitio donde estaban los caballos, viendo que no parecía persona alguna por allí, empezaron á flecharlos; pero los de la emboscada, que estaban á la mira prevenidos, apenas conocieron la intención de su mal ánimo, salieron acometiéndolos, y confuso Anequemocane al ver descubierta su maldad, no halló otro remedio que la fuga, con velocidad tan presurosa, que aunque corriendo tras de él Juan Catalán le dió una cuchillada que le partió el casco, sacándole un pedazo, no fué bastante. embarazo para que dejase de escaparse, si bien se le quedó toda la vida muy en la cabeza este suceso, pues con la señal y casco menos sirvió después muchos años á Lázaro Vázquez, á quien se lo repartió Losada en encomienda.

Los otros ocho compañeros, siguiendo el ejemplar de su

cacique, se metieron por el monte, tan cortados de su misma turbación, que sin acertar á huir, pensaron ocultarse subiéndose en los árboles; pero descubiertos por los nuestros, fué tal su obstinación, que sin quererse rendir, aunque les aseguraban las vidas, se valieron de las flechas, disparando desde arriba cuantas traían en la aljaba, con ánimo tan soberbio y corazón tan protervo, que habiéndoseles acabado todas las que tenían, se arrancaban del cuerpo con desesperación las saetas que los indios del servicio les tiraban desde abajo, y armándolas en los arcos con los pedazos de carne asidos en los arpones, las volvían á disparar contra sus dueños, hasta que indignados los españoles al ver barbaridad tan temeraria, los derribaron muertos á balazos, y empalándolos después, los dejaron puestos en la loma para escarmiento y terror de los demás.

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CAPÍTULO XI.

Prosigue Losada su reconocimiento: llega al sitio de Salamanca: atraviesa la provincia de los Mariches, y da la vuelta á la ciudad.

Después de haber estado Losada ocho días en la loma de los Caballos, levantó su campo con ánimo de reconocer toda la provincia de los Teques; y habiendo caminado todo el día, llegó á hacer noche á otra loma alta y limpia de montaña, poblada de diferentes caserías, que halló desamparadas de los dueños, de una de los cuales era natural aquel indio Guayauta que (como referimos en el capítulo iv de este libro) aprisionaron los españoles en la refriega en que murió Diego de Paredes, quien habiendo estado en compañía de Losada más de un año, con licencia suya había dado vuelta á sus países, llevando tan arraigado al corazón el odio contra los nuestros, que sin haber sido poderosa la comunicación, con los agasajos y buen trato que había experimentado en ellos, para apagar el incendio de su vengativo pecho, luego que tuvo la noticia de que Losada se encaminaba á su pueblo, valiéndose de ardides militares que como ladrón de casa había observado en los nuestros, sabiendo que lo primero había de buscar el agua, retiró todos los indios al secreto de una emboscada que dispuso en las márgenes de un arroyo que corría por la falda de una loma; y como nuestra gente con el cansancio y calor había llegado

sedienta, Alonso Quintano, Pedro Serrato y Diego Méndez, que iban de los delanteros, sin esperar á los otros, llevados de la fatiga que padecían con la sed, ocurrieron al arroyo, descuidados del mal que les esperaba y experimentaron luego, pues atravesados Serrato con una flecha por los pechos, y Méndez por las entrañas con otra, cayeron muertos, rabiando con la fuerza del veneno; Alonso Quintano, viéndose en aquel peligro, aconsejado de la necesidad en que se hallaba, hincó la rodilla en tierra, y encogiendo el cuerpo cuanto pudo se abroqueló de una rodela que llevaba, ofreciéndola por blanco á aquel diluvio de flechas que disparaban sobre él, hasta que, llegando los demás á socorrerlo, se retiraron los indios dejando libre el arroyo.

Sentidísimo quedó Losada con la desgracia sucedida en la muerte de sus soldados, y para tomar alguna satisfacción de su venganza mandó aquella misma noche á Jerónimo de Tobar que con cuarenta hombres se emboscase en la encrucijada que formaban dos caminos que bajaban de la loma, disponiendo la gente con tal arte que, cogiendo la frente de todas cuatro veredas, ocupase el paso de cualquiera de ellas por donde los indios intentasen hacer su acometimiento; ejecutó Tobar su diligencia, y al romper el alba al día siguiente se empezaron á descubrir como quinientos gandules, que bajaban por uno de los caminos que venían á parar en la emboscada; de que gozosos los nuestros (ocultándose cuanto les fué posible para no ser descubiertos) los dejaron empeñar para asegurarlos bien; y viendo que hasta cincuenta de ellos estaban ya metidos en parte que no podían escapar, dando Tobar la señal de acometer, los salieron embistiendo con resolución tan repentina que sólo libró la vida, por su mucha ligereza, un cacique llamado Popuere, llevando, para memoria del suceso, partido un hombro de una cuchillada que le dió Miguel de Santacruz, quedando los cuarenta y nueve hechos pedazos, para asombro de los otros, que absortos con el fatal destrozo de los compañeros, aunque al principio intentaron defenderse con osadía, después se reti

raron con temor.

Satisfecho Losada con esta demostración para el castigo, no quiso detenerse más en aquel sitio por no perder el tiempo, de que necesitaba para proseguir el reconocimiento que tenía entre manos; y así, atravesando el paraje á quien Juan Rodríguez puso por nombre Salamanca, y el valle de los Locos, salió á unos pueblos, que llamó los Estaqueros (por las muchas estacas y púas envenenadas de que estaban sembrados los caminos), y aunque todos los halló desamparados, había sido tan atropellado y reciente el retiro de sus vecinos, que sin tener lugar para poner en cobro lo corto de sus alhajas, habían dejado las casas al arbitrio de los huéspedes; y como en una de ellas entrasen ocho de los nuestros al pillaje y encontrasen una olla, que llena de batatas y pedazos de carne estaba puesta al fuego, por no malograr la conveniencia del banquete que hallaban prevenido se sentaron con gran brío á satisfacer sus buenas ganas, saboreándose en la olla como pudieran en el manjar más bien guisado, hasta que metiendo uno la mano sacó unos dedos con uñas y un pellejo con una oreja pendiente, y conociendo por las señas que era lo que habían comido carne humana, fué tal el asco y horror que concibieron que con mil ansias y trasudores volvían á lanzar con fatiga lo que habían gustado con ganas.

Llevaba Losada entre sus soldados uno llamado Francisco Guerrero, natural de Baeza, en la Andalucía, de más de sesenta años de edad, hombre célebre en los acaecimientos raros de su varia fortuna: había estado cautivo en Constantinopla veintitrés años, donde, oprimido con los trabajos de su esclavitud, pensando hallar remedio á su desdicha, renegó de la fe, y después arrepentido, buscando alivio á los desconsuelos con que lo martirizaba la conciencia, en compañía de otros cristianos en las playas de Calcedonia se levantó con una galeota de turcos, y valiéndose de la perfección con que hablaba la lengua arábiga y fingiendo iba de viaje á Navarino, pasó sin ser conocido por los Dardanelos, saliendo á navegar al archipiélago, y encaminando su derrota á Italia se reconcilió en Roma con la Iglesia, llorando

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