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CAPÍTULO XIII.

Intentan los Mariches, con el pretexto de una paz fingida, asaltar la ciudad de Santiago: descúbrese su traición y mueren empalados los cómplices del delito.

Pasados algunos días después de la muerte del cacique. Guaicaipuro, sin que en todos ellos ni de paz ni de guerra se hubiese dejado ver algún indio en la ciudad, entrado ya el año de 69,* sabiendo los Mariches que Losada había hecho el repartimiento de los pueblos, señalando á cada parcialidad su encomendero á quien acudiesen con los servicios y demoras, parecióles buena ocasión para dar algún desahogo á su venganza, valiéndose del pretexto de dar la obediencia y reconocer vasallaje á sus nuevos dueños, y con este mo tivo poder con más conveniencia y disimulo lograr su intento depravado á la sombra de una sumisión afectada y á vueltas de una paz fingida; para lo cual, juntándose hasta quinientos gandules, los más esforzados de su nación, se vinieron á la ciudad separados en cuadrillas (por no hacerse sospechosos) y entrándose por las casas con aquellos rendimientos que usa un ánimo alevoso, para paliar su traición manifestaron á los españoles el deseo que tenían de verse libres de las hostilidades de la guerra y gozar los beneficios

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de la paz, que tanto amaban: motivo que obligaba á cada uno á solicitar el conocer la persona á quien había de servir, para empezar desde luego á tratarla como á dueño.

Era el ánimo de aquellos bárbaros (según constó del proceso que se fulminó contra ellos) asegurar á los nuestros con la familiaridad de su asistencia, y en viéndolos descuidados, procurar esconderles una noche las armas y frenos de los caballos, para que cogiéndolos desprevenidos, no hallasen resistencia en el acometimiento que habían de intentar; pero, ó fuese porque estando la determinación entre muchos no pudo durar oculta, ó porque en realidad nunca tuvo esta conjura más fundamento que el que le dió la sospecha, ayudada de los recelos que causaba en los vecinos el ver tanta gente junta, empezó á correr la voz del riesgo que amenazaba; y como en semejantes ocasiones aun las conjeturas imaginadas pasan plaza de evidencias innegables, cogió tal cuerpo la noticia, que en las acciones más casuales de los indios hallaban circunstancias para confirmarla por muy cierta; y deseando atajar el daño antes que llegase á efecto lo que temían, ocurrieron á Losada para que aplicase el remedio, castigando la traición que juzgaban evidente; mas Losada, que no ignoraba la emulación que padecían sus acciones entre algunos de los suyos, conociendo la poca justificación que tenía la materia, pues sólo se fundaba en las débiles apariencias que había formado el temor, gobernándose con aquella prudencia nacida de su experiencia, no quiso meterse en ella, y huyendo por todos lados el cuerpo á la censura, dió comisión á los Alcaldes ordinarios para que procediesen á la averiguacion por vía jurídica.

Eranlo en aquel año D. Pedro Ponce de León y Martín Fernández de Antequera, y examinados testigos, tomadas las declaraciones y ajustada la sumaria (con verdad ó sin ella, porque esto quedó siempre en opiniones), resultó justificarse el delito, y pasar á poner en prisión veintitres caciques y capitanes, que parecieron ser los más culpados, los cuales, sin más términos, defensas ni descargos, fueron con

denados luego á muerte, cuya ejecución corrió tan por cuenta de la crueldad, que parece que en este caso se olvidaron nuestros españoles de las obligaciones de católicos y de los sentimientos de humanos, pues faltando á los respetos de la piedad, entregaron aquellos miserables á los indios amigos y del servicio, para que les quitasen las vidas á su arbitrio; y ellos, como bárbaros vengativos y crueles, intentaron un género de muerte tan atroz, que sólo pudiera su brutalidad haberla discurrido, pues metiéndoles por las partes inferiores maderos gruesos con puntas muy agudas, partiéndoles los intestinos y atravesándoles las entrañas, se los sacaban por el cerebro: martirio que, sin mostrar flaqueza alguna en el ánimo, sufrieron con gran valor y tolerancia, clamando al cielo volviese por la inocencia de su causa, pues no había dado motivo la sinceridad de su proceder para pasar por el tormento de suplicio tan horrible.

Sucedió en esta ocasión un caso digno por cierto de que, grabándose en mármoles, se eternizase su memoria en los archivos del tiempo para norma de la lealtad y ejemplo de lo que puede el amor en el pecho de un vasallo: era uno de los veintitres destinados á la muerte un cacique llamado Chicuramay, y sabiendo Cuaricurian, un indio vasallo suyo, que lo llevaban ya al patíbulo, con intrepidez bizarra y resolución más que magnánima, quiso hacer demostración de los limites hasta donde pudo llegar la fuerza de la fineza, pues saliéndoles al encuentro á los verdugos, les dijo: «Deteneos, y no por yerro vuestro quitéis la vida á un inocente: á vosotros os han mandado matar á Chicuramay, y como no tenéis conocimiento de las personas, engañados habéis aprisionado á quien no tiene culpa alguna ni se llama de esa suerte: yo soy Chicuramay, quien cometió el delito que decís, y pues á voces lo confieso, dadme á mí la muerte que merezco y poned en libertad á quien no ha dado motivo para que en él se ejecute;» y de esta suerte, sacrificando su vida por librar la de su príncipe, se ofreció gustoso al suplicio, poniéndose en manos de los que lo habían de ejecutar, que ignorantes del engaño, pensando que era verdad

lo que decía, lo empalaron como á los otros, dejando libre á Chicuramay, para que con los demás indios de su nación, que habían venido á la ciudad huyendo de su desdicha, se retirase á las montañas, donde las consideraciones de su pena fuesen más tolerables, teniendo por consuelo vivir en parte en que no oyesen ni aun mentar el nombre de españoles, contra cuya opresión, ni armados hallaban defensa, ni rendidos encontraban alivio.

CAPÍTULO XIV.

Revoca el Gobernador, por quejas de Francisco Infante, los poderes que tenía dados á Losada: desampara éste la conquista de Caracas, y muere en el Tocuyo.

Siempre ha sido reputado por muy difícil entre los políticos el arte de gobernar, y cuando no tuviéramos tantas experiencias que acreditasen por evidente esta verdad, nos ofrece esta nuestra historia un ejemplar en Diego de Losada para comprobación de su certeza, pues aunque sus acciones, gobernadas con las reglas de su natural prudencia, jamás excedieron los límites de una moderación justificada, no pudieron ser tan agradables á todos que se librasen de la emulación de algunos, principalmente de la de Francisco Infante, con quien desde los principios de la conquista empezó á tener algunos desabrimientos, que empezando por quejas particulares y secretas, interviniendo después chismes y cuentos, se fueron aumentando, de suerte que llegaron á parar en sentimientos declarados; y como en el repartimiento de las encomiendas cada cual de los conquista. dores esperase la más pingüe, por parecerle que sus méritos eran acreedores de justicia á la mejor conveniencia, no pudo ser el tanteo y regulación que hizo Losada tan á satisfacción de todos que no quedasen muchos quejosos, sintiéndose agraviados en la graduación del premio: sinsabor que, hallando apoyo en el fomento de Francisco Infante, cobró tal

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