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mujer y chusma de hijos, que con voluntad los admitían y ocultaban los vecinos, movidos de compasión al ver aquellas inocentes criaturas sacrificadas al cuchillo del hambre y necesidad. El maestre de campo Alonso Bravo y su hermano Diego Bravo, que, como dijimos, se habían quedado en la Margarita, á los seis días después que salió de ella D. Pedro, acompañados de algunos de los soldados que los quisieron seguir, se embarcaron en un navío que iba para Cartagena, y tocando de camino en la Borburata, hallaron gran cantidad de ropa de Castilla y botijas de vino que había dejado allí D. Pedro, con treinta soldados de su guarda, y por no perder ocasión tan oportuna para hacerse pago de los mil ducados que le prestaron en España, cogieron las botijas de vino que les pareció serían bastantes para la satisfacción del importe de su deuda, y llevándose también algunos de los soldados que habían quedado de guarda, prosiguieron su viaje á Cartagena.

Los que permanecieron en el puerto avisaron luego á D. Pedro del extravío de su hacienda, quien sentido de la burla que le había armado Alonso Bravo, bajó á la Borburata, y haciendo información jurídica del caso, sentenció á los dos hermanos á muerte en rebeldía, desahogando con esta demostración más que aparente de los bochornos que había encendido su cólera; y haciendo trasportar á la Valencia las mercaderías que le habían quedado allí, trató de abreviar cuanto antes su partida, viendo que por momentos se le disminuía el número de su gente, pues habiendo sacado de España seiscientos hombres se hallaba ya con ciento y cuarenta solamente, con los cuales salió de la Valencia á 2 de julio del año de 69, entrándose por los llanos, donde lo buscaremos después.

CAPÍTULO II.

Entra Garci-González con ochenta hombres de socorro á la ciudad de Santiago: vienen los Caribes sobre Caravalleda, y hallando resistencia se retiran con pérdida.

Hallábanse las dos ciudades de Santiago de León y Caravalleda recién fundadas en la provincia de Caracas cuando D. Pedro de Silva llegó á la Borburata con su armada en los últimos lances del peligro, á que las había expuesto la discordia originada entre sus vecinos, pues, como referimos en el libro antecedente, sentidos todos los de la parcialidad de Diego de Losada del agravio que le había hecho el Gobernador en revocarle los poderes por las quejas de Francisco Infante, se salieron con él de la provincia, desamparando su conquista; y como éstos eran los más, fueron tan pocos los que quedaron en ella que en continuado trabajo, sin dejar las armas de las manos, apenas se podían mantener dentro del recinto de sus poblaciones por el tesón con que los molestaban los indios; y teniendo noticia los alcaldes ordinarios de las dos ciudades (á cuyo cargo estaba el gobierno de ellas por la muerte del gobernador D. Pedro Ponce) de la mucha gente que de la armada de D. Pedro de Silva había quedado esparcida por la Valencia y sus contornos, y que entre ella estaba el capitán Garci-González de Silva, sobrino de D. Pedro, persona noble, de valor y de

mucha autoridad para con todos, que, disgustado con el tío por la aspereza de su natural insufrible, no había querido seguirle, aunque venía por su alférez, le escribieron con Juan Serrano (á quien despacharon para esta diligencia), representándole la necesidad extrema en que se hallaban y el gran servicio que haría á Dios y al Rey si, juntando la más gente que pudiese de la que había venido con su tío, entrase á socorrerlos, por estar ya en términos tan apretados que les sería preciso abandonar lo conquistado por no poder man

tenerse.

Deseaba Garci-González que su suerte le ofreciese ocasión en que poder manifestar su bizarría y hacer alarde de aquel espíritu invencible que mantenía en el pecho; y como la fortuna le tenía destinada esta provincia para teatro en que representase las mayores hazañas su valor, desde luego se determinó á la empresa, tomando el socorro por su cuenta, fiado en el respeto y amor con que sabía por experiencia le miraban todos los que habían sido soldados de su tío, concepto en que no padeció engaño su confianza, pues publicada su intención, se le ofrecieron á seguirle ochenta hombres, todos extremeños, y los más hijos de la ciudad de Mérida, su patria, con los cuales marchó luego para el valle de Mariara, donde le estaba esperando Gabriel de Avila, que de orden de los alcaldes de la ciudad de Santiago había salido con quince hombres de á caballo para venirle acompañando, y prosiguiendo juntos desde allí, sin novedad que dé materia á nuestra historia, entraron en Caracas, donde los dejaremos por ahora.

En el intermedio de la salida de Gabriel de Avila á convoyar este socorro recalaron sobre la costa de barlovento de Caravalleda catorce piraguas de indios Caribes de la isla de Granada, que con su acostumbrada fiereza, hija de su misma barbaridad, venían destruyendo á sangre y fuego cuanto encontraban delante, saciando su bestial apetito con la carne de los miserables indios que pudieron aprisionar en los puertos: era su principal intención dar asalto á la ciu dad de Caravalleda, y aunque los pocos españoles de que se

componía en aquel tiempo, por medio de algunos indios amigos, tuvieron noticia del mal que les amenazaba con la inmediación de los Caribes, no quisieron dar crédito al aviso, y sólo se contentaron con poner aquella noche una centinela, algo apartada del pueblo, para que observase si había alguna novedad en los contornos, en cuya prevención, aunque tan leve, consistió por entonces su remedio.

Habían los Caribes echado en tierra aquella noche trescientos gandules, para que al romper el alba diesen el asalto á la ciudad, al mismo tiempo que las piraguas hiciesen el acometimiento por el puerto, y viniendo marchando á eje cutar su intento, los hubo de sentir la centinela; pero ya tan inmediatos, que sin tener otro remedio, valiéndose de las voces que le pudo permitir el susto, entró por la ciudad tocando alarma á tiempo que ya por todas partes resonaba el rumor de la guasabara, á cuyo estruendo los españoles, conociendo (aunque tarde) su descuido, echaron mano á las armas para hacer rostro al peligro, y aprovechándose de la confusión con que los bárbaros se divertían al pillaje y ha cer prisionera alguna gente del servicio, tuvieron lugar para juntarse en escuadrón hasta veinte hombres, que eran cuan tos había en la ciudad, y echando el resto al valor, embistieron con los Caribes, llevándose al filo de las espadas cuantas vidas encontraba su resolución, á que ayudó con más que varonil esfuerzo una mujer llamada Leonor de Cáceres, que, renovando la memoria de Tomiris y Genovia, embrazando una rodela y esgrimiendo una macana, que quitó de las manos á un Caribe, hacía en la común defensa mara villas.

Diéronse por perdidos los indios á vista de oposición tan temeraria, y reconociendo muertos ya sus más valientes guerreros empezaron á retirarse hacia la playa, al abrigo de sus piraguas, á tiempo que, entre la confusión de los que huían, alcanzó Gaspar Tomás á conocer una señora, mujer de Duarte de Acosta, que, cautiva entre los brazos de un bárbaro, pedía favor á los cielos; y calando al pecho un ar

cabuz, sin más puntería que la que gobernó el acaso, disparó con tal fortuna que, partiéndole la cabeza al bárbaro, le hizo soltar con la vida la inocente presa que llevaba: era este indio uno de los caciques principales, y su muerte acabó de declarar por entero la victoria, pues acogiéndose con acelerada fuga á las piraguas, se hicieron á toda boga el mar afuera, desquitando su braveza en los miserables indios que habían aprisionado en la costa, pues matándolos para celebridad de sus festines y borracheras se los fueron comiendo por aquellas playas, con la brutalidad que acostumbra aquella nación estólida, dando lugar en una de ellas. la embriaguez con que se hallaban para que se les pudiese escapar y venirse á la ciudad (donde después vivió avecindado algunos años) un español llamado Benito Calvo, que tenían cautivo había siete años, habiéndolo aprisionado en la isla Dominica de una saetía de un Pedro Méndez, que había varado en sus costas.

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