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CAPÍTULO III.

Llega D. Diego de Serpa á los Cumanagotos: puebla la ciudad de los Caballeros: intenta dar principio á su conquista, y muere á manos de los indios con la mayor parte de su gente.

Dejamos á D. Diego Fernández de Serpa detenido en Madrid solicitando la restitución de la gente que le habían embargado en Sevilla para ocurrir al levantamiento de los moriscos de Granada; y aunque á costa de tres meses de dilación que gastó en la solicitud de este negocio, habiendo conseguido despacho para que se la volviesen, bajó á la Andalucía, y recogidos con presteza sus soldados, se dió á la vela en tres embarcaciones que tenía prevenidas en el puerto de Sanlúcar, con las cuales, por fines del año de 69 llegó á dar fondo en la costa de los Cumanagotos, nación en aquel tiempo tan guerrera como numerosa, y que siendo comprendida en los términos de su capitulación, la había escogido por primer asunto de sus armas, para dar principio por ella á sus conquistas, huyendo de los riesgos á que exponía su armada, si entrando por la boca de los Dragos las hubiese de emprender por el Orinoco arriba.

Traía D. Diego consigo cuatrocientos hombres escogidos, y entre ellos muchos caballeros y soldados de los que habían militado en la Europa en las famosas ocasiones de aquel tiempo, y como le acompañaba alguna chusma de

mujeres y muchachos, así por desahogarse de este embarazo en la inexcusable fatiga de las marchas, como por dejar en la costa asegurada la puerta á los socorros, por común parecer de todo el campo pobló luego en la boca del río Salado una ciudad, á quien intituló Santiago de los Caballeros, y dejando en ella las mujeres y niños, con los vecinos necesarios para su manutención y su defensa, salió á campaña con el resto de su gente, con ánimo de atravesar la provincia siempre al Sur, hasta descubrir por aquel rumbo las aguas del Orinoco.

Habían estado los indios á la mira desde que D. Diego mojó las anclas en su playa, observando los movimientos de los nuestros para descubrir los fines á que se encaminaban todas aquellas disposiciones de su armada; y advirtiendo la población que tenían hecha, y que dividida la gente trataban de penetrar la tierra adentro, dieron por segura la ocasión para derrotar los forasteros y dejar libre el país de la opresión violenta de sus huéspedes. A este fin llamaron en su ayuda con presteza á la nación Chacotapa, su confinante y amiga, y juntos de unos y de otros más de diez mil combatientes, dejaron empeñar á D. Diego por lo cerrado de una montaña baja, hasta salir al sitio que llaman Comorocuao (tres jornadas distante de la costa), donde cogiéndolo fatigado con la molestia de la marcha, lo ardiente del terreno y la rabiosa sed que padecían los soldados por no haber agua en todo aquel distrito, lo atacaron con valerosa resolución por todas partes; y aunque D. Diego, acordándose de su sangre y del empeño en que lo había metido su fortuna, procuró acreditar su valor en ocasión tan urgente, anduvo tan desgraciado, que tropezando á los primeros lances el caballo, lo derribó en el suelo; y aunque su sargento mayor Martín de Ayala (que con el mismo empleo había servido en las guerras de Lombardía y del Piamonte) acudió luego á socorrerlo, sólo sirvió su diligencia para que fuese mayor su desventura, pues muertos ambos á manos de los indios, y turbados los demás con la inopinada confusión de tal desgracia, quedaron todos ex

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puestos al golpe de las macanas, sin que hallase defensa el desconcierto para poderse librar de la bárbara crueldad de aquel gentío, que embravecido al ver el desbarato de los nuestros, ni conocía la piedad, ni daba lugar á la clemencia, pues en menos de media hora quedaron por despojo de sus manos ciento ochenta y seis españoles, que tendidos en el campo, acompañaron á su General en la desgracia para dejar con su sangre á lo futuro rubricada la memoria infeliz de este suceso.

Cuatro días después de la muerte de D. Diego y de la lamentable rota de su campo, llegaron con la noticia á la nueva ciudad de Santiago de los Caballeros los pocos que pudieron escapar de la refriega, pero tan heridos y postrados, que murieron en breve los más de ellos: gobernaba la ciudad Guillermo Loreto, á quien se la había dejado don Diego encomendada, y discurriendo como soldado que los indios, en prosecución de la victoria, habían también de atacarla, trató de prevenirse para sufrir el asedio ó resistir el asalto, á que no dió mucho lugar la priesa acelerada de los indios, porque el día siguiente amanecieron sobre la población sus escuadrones.

Hallábase Loreto falto de bastimentos y de un todo; pero empeñado el valor en la defensa, acreditó con las obras lo que puede en tales ocasiones la constancia, pues no contento con resistir catorce días el ardimiento con que peleaban los bárbaros, sacó su gente fuera de las palizadas para buscar al enemigo en la campaña, á tiempo que llegó de la Margarita el capitán Francisco de Cáceres con algunas piraguas y gente de socorro, con cuya ayuda consiguió atemorizar algo á los indios para que aflojasen un poco en el combate; pero reconociendo que con la muerte de don Diego era imposible ni mantener la ciudad ni llevar adelante la conquista, se resolvió á desampararla voluntario, antes que la necesidad le obligase á abandonarla con descrédito, y embarcando en las piraguas las mujeres, niños y gente de servicio, haciéndoles escolta con los soldados por la playa, se retiró á Cumaná.

Este fué el paradero que tuvo D. Diego Fernández de Serpa (82) en su jornada á que lo empeñó la vanagloria y el deseo de hacer su nombre eterno y memorable con las acciones que pensó ejecutar en sus conquistas, pues hallándose vecino rico en Cartagena, trocó las conveniencias que gozaba en la quietud de su retiro por los afanes, gastos y cuidados con que destruyó su casa para comprar con ellos la muerte lastimosa que hemos visto, dejándole á su hijo D. García vinculada por herencia su desgracia, pues queriendo llevar adelante las capitulaciones de su padre, consumió sin provecho en diferentes entradas y armamentos las cuantiosas rentas y tributos que como á su encomendero le rendían las grandes poblaciones de Turuaco y Cipacua, hasta que perseguido de los contratiempos de su fortuna, perdió también la vida en la demanda.

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CAPÍTULO IV.

Sale Garci-González en busca de Paramaconi: nombra la Audiencia por gobernador interino á Juan de Chaves, y los indios de Mamo matan á D. Julián de Mendoza.

Libre la ciudad de Santiago de los temores en que la tenían los indios, y animados sus vecinos con el socorro que introdujo Garci-González de Silva, trataron luego de salir á tomar satisfacción de los aprietos que habían padecido en aquel tiempo; y siendo Paramaconi, cacique de los Taramainas, de quien tenían recibidas más ofensas, por ser quien con más hostilidades se había esmerado en molestarlos, determinaron fuese el primero que experimentase en el castigo los efectos de su despique, á cuyo fin, cometida la expedición por los Alcaldes ordinarios al mismo Garci-González (para que á la fineza del socorro se agregase el deberle también el desquite á los agravios), salió con treinta hombres de la ciudad al ponerse el sol, por no ser visto ni sentido de los indios, y llevando por guía á un muchacho de once á doce años de edad, Taramaina de nación, caminaron hasta llegar poco después de media noche á los pueblos de Guaremaisen, Parnamacay y Prepocunate, que estaban inmediatos unos á otros, en ocasión que los indios, entretenidos con bailes y regocijos, en junta general de los caciques consultaban al demonio por mano de sus mohanes, pidién

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