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Que la soberanía de España en Filipinas es soberanía de derecho, legítima, fundada en toda justicia, independiente de su actual aceptación voluntaria por el país; se probará en los catorce capítulos de esta primera parte.

CAPITULO I

De la necesidad de una autoridad soberana en cada nación y de los títulos en que se puede fundar

Para mayor solidez de nuestro raciocinio, y antes de tratar en concreto de Filipinas y España, me ha parecido tratar brevemente esta cuestión en abstracto.

Al hablar de la Soberanía de una nación, conviene distinguir cuatro elementos, que á menudo se confunden: la esencia de la soberanía, la existencia, el poseedor y los títulos en que se funda su posesión.

La Soberanía de una nación en su esencia, no es otra cosa que el derecho de gobernarla, ó sea la facultad moral suprema é independiente, de dirigir las acciones de todos los ciudadanos al bien común. Que en cada nación es necesario admitir una soberanía ó suprema potestad política, es cosa evidente; porque toda sociedad humana es unión de hombres, que tienden á un fin. Pero los hombres, siendo de diferentes talentos y sentencias, y pudiendo

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tender, en virtud de su ingénita libertad, á este ó al otro fin, por estos y por los otros medios; jamás se unirán para tender á un fin por determinados medios, si no se sujetan á una autoridad suprema, que los dirija y gobierne. Luego en toda sociedad humana, y por consiguiente en toda nación, es necesaria esa suprema autoridad, soberanía, ó fuerza moral irresistible, que obligue á los súbditos á ejecutar aquellas acciones que son convenientes al bien común de la nación.

Ahora bien; esa soberanía es ideal, mientras no se torne en real por medio de los hechos; esto es, por la existencia de una multitud á la que debe unir ó gobernar, y de una persona física ó moral en quien resida. Cuando los 300 espartanos cayeron en las Termópilas, supongamos que Leónidas les hubiese sobrevivido. ¿Tendría ya autoridad de General? No, porque le faltaba multitud á quien mandar. ¿Sería suficiente la existencia de los 300, para hacer que Leónidas tuviese el derecho de mandar? Tampoco, porque dicha autoridad podía residir en cualquiera otro de los 300. ¿Por qué, pues, entre 300 mandaba Leónidas? Porque descendía del Rey de Esparta, cuya monarquía era hereditaria. He aquí el hecho, el título, que determinaba el poseedor de la autoridad sobre aquellos valientes.

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Esto sentado, cuando se trata de averiguar cuáles son los títulos en que se fundan desde su principio las soberanías legítimas de los pueblos; hallaremos que estos títulos se pueden reducir á tres: voluntad manifiesta de Dios, legítima conquista, y consentimiento popular. En efecto; que la persona del soberano pueda ser designada por voluntad de Dios, independientemente del consentimiento de la nación, nadie, si no es ateo, lo pondrá en duda; puesto que, siendo Dios la fuente de la autoridad, puede comunicarla á quien quiera y como quiera. Así lo hacía en el pueblo de Israel, cuyo legislador Moisés, fué enviado por Dios. á Egipto antes de toda elección popular, y lo mismo sucedió con David. Este modo de elección usó Jesucristo para la soberanía de la Iglesia, designando á S. Pedro para ser su Vicario y Supremo Pontífice, que en su ausencia la gobernase. Y semejante á este modo, sería la elección de un Monarca, si el Romano Pontífice, á quien Dios confió el encargo de difundir el Evangelio por todo el mundo, independientemente de cualquiera autoridad terrena; designase el tal Monarca, para llevar á efecto la evangelización de un país bárbaro, que no puede evangelizarse, sin implantar allí la soberanía política.

El segundo título ó modo de adquirir legí

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timamente la soberanía de una provincia ó nación, es la conquista, como fruto de una guerra justa. Este es el origen de la mayor parte de las soberanías de la tierra. Las naciones, no creyéndose ninguna inferior á las otras ó dependiente de ellas, sucede que tienen entre sí conflictos lo mismo que los individuos. En este caso, si no quieren de común acuerdo elegir un árbitro, no tienen más remedio que apelar á las armas. La victoria decide la causa del justo vencedor; y la nación victoriosa tendrá entonces justo dominio sobre la otra, en la medida que fuese necesa rio para reparar la injuria ó para que no se repita. Augusto dilata los confines del Imperio Romano sobre los bárbaros del Danubio y del Rhin, á quienes sujeta. Carlomagno vence. á los sajones. Los Reyes Católicos, Fernando é Isabel, reconquistan el reino de Granada; y nadie duda de la legitimidad de estas sobe

ranías.

El tercer título en que se funda el derecho de mandar sobre una nación, es la elección y consentimiento popular, cuando la nación puede libremente hacerlo, sin perjudicar ningún derecho adquirido. Así sucede en las repúblicas y monarquías electivas, y así ocurría en España en tiempo de los godos; en

las monarquías hereditarias, aunque su legi

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