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cripto, por ejemplo, el mas ínfimo de los Obispos españoles, el último de su clase preconizado en Roma, y el único que goza el alto honor de haber llevado de Isabel II las preces para la confirmacion, dirigí á V. M. mi representacion el dia 1. de mayo de 1836, y cerré su conclusion con el mismo idéntico testo, ejemplo y sentido con que selló la suya el 27 de junio de 1837 mi metropolitano el Emmo. Cardenal Cienfuegos. Muchos rasgos de esta naturaleza era facil anotar si lo exigiese la comprobacion; pero considero por mas oportuno remitirme á la lectura de los documentos depositados en la Secretaría de Estado, en la que acaso existirán mas de los han llegado

á mi noticia.

que

10. Sin embargo, de las representaciones que han salido á la prensa resulta, que aun cuando los clamores y ruegos de los Obispos versan sobre ocasiones diferentes, todos convienen en el punto principal, y la causa por la que dirijo á V. M. esta esposicion, á saber, que las Cortes fueron, son y serán siempre tribunal incompetente para arrogarse la facultad de reformar la Iglesia, pues esta atribucion pertenece esclusivamente á los Obispos en union de la Santa Sede, sin perjuicio de la intervencion y honorífica inspeccion que corresponde al Gobierno en las materias que guardan relacion con el orden civil y seguridad del Estado; y aunque en la primera esposicion antes citada del año 36 pienso que dejé demostrada esta

verdad, y me permitia dispensarme de entrar de nuevo en su examen en cuanto á los principios generales, no sucede lo mismo, supuestos los sucesos que han sobrevenido, con respecto á la aplicacion que necesitan ahora. Digo esto, porque segun se advierte de la esplicacion de algunos ministros llamados moderados, y de las máximas vertidas por los pocos escritores periodistas propicios á la Iglesia, podria creerse que dejando al clero una decente dolacion y un arreglo político acomodado á las ideas de ciertas personas de influencia, se conciliarian los ánimos y los intereses, y que de este modo se saldria de dificultades. Pero apreciando como es justo las buenas intenciones de los que han propuesto estas medidas, permítaseme advertirles que, engolfados en el Océano de la política humana, se han olvidado del espíritu de la Iglesia católica. Tan lejos están los sacrifi¿ cios que hizo en Inglaterra renunciando á su representacion, su opulencia y antiguo ascendiente, y cargándose con el desprecio, pobreza y execracion por no supeditarse al Gobierno temporal? Fuerza es repetirlo: los Obispos preferirian combatir á brazo partido con el jacobinismo, á ceder en lo mas mínimo la autoridad que han recibido del Espíritu Santo. La Iglesia en efecto puede permanecer sin diezmos, propiedades, frailes, monjas y aun sin templos, mas de ningun modo sin libertad é independencia. Este elemento es tan indispensable para su régimen moral, que concediendo

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por un instante su enagenacion, se concebiria el punto, el fin y el término del catolicismo; por cuanto habiendo estado hasta aqui el gobierno de la Iglesia en los Apóstoles y sucesores, si consintieran los Obispos en trasladarle ahora á la potestad civil, resultaria que su gobierno, como todos los del mundo, era variable, defectible, y sujeto á las contínuas mudanzas de las constituciones políticas, segun observó ya en sentido inverso el sapientísimo Cappellari antes de ser Papa escribiendo contra los jansenistas. La independencia, pues, de la Iglesia es un dogma correlativo de la fe, su gobierno inmutable, su poder divino; y para que jamás se suscitase duda bajo ningun pretesto de esta importante verdad, el Señor dejó delegada á los Obispos la misma potestad con que le envió su Eterno Padre. Con una prerogativa tan prodigiosa, no hay que parar ya la consideracion en las personas. Como hombres podrán comparecer oscuros, débiles, humildes de nacimiento, y acaso alguna vez peregrinos en literatura, ciencias y artes; pero en calidad de Obispos siempre representarán los conductos ordenados por el Espíritu Santo para el gobierno de su Iglesia, con la ha de permanecer hasta la consumacion de los siglos. 11. Esta doctrina católica, que en el origen del cristianismo sonaba como una hipérbole á los sabios del mundo, se presenta cada dia mas inteligible á proporcion de como van sucediendose los siglos, pues en el espacio de diez y

que

ocho y medio en que brilla la antorcha de la fe, se ha conocido el fin y término de innumerables reinos, imperios y naciones, miles de trastornos en los pueblos, sus idiomas, leyes y usos, desapareciendo unos tras de otros sin trasmitir mas que una memoria confusa de su antigua nombradía, mientras que la Iglesia de Dios, figurada en la parábola del grano de mostaza, levanta su cabeza segun la estaba vaticinado sobre todas las islas, mares, climas y regiones, y mira unidos sus numerosos hijos al mismo gobierno con que la dejó fundada Jesucristo. d Cómo pudieran los Obispos haber intentado, proseguido ni propuestose llevar á cabo tan portentosa empresa, si el Espíritu Santo no les asistiese en su gobierno? Ahora bien, siendo innegable tal prodigio, se deduce hasta la evidencia que la autoridad temporal no puede invadir el gobierno de la Iglesia sin oponerse á la ordenacion de Dios. Bien sé que los novadores nos contestan que no intentan someter la Iglesia en la respectivo al dogma, sino tan solo en la disciplina; pero aun pasando tan insidiosa esplicacion me permitirán replicarles que profesan una doctrina herética, mil veces anatematizada, en atencion á que la Iglesia desde su nacimiento necesitó de disciplina para gobernarse, y por consiguiente la formó, mantuvo y varió á su agrado con absoluta independencia; y les añadiré tambien, que la mano de Dios se ha manifestado visiblemente en esta parte, castigando de un modo

conocidamente prodigioso al soberbio Titan del siglo que la atacara. En efecto, Napoleon en su rompimiento con la Santa Sede no intentó nunca impugnar los misterios de la fe ni la divina moral del Evangelio, sino precisamente dominar la Iglesia arreglando la disciplina á sus planes políticos, con particularidad en punto á la confirmacion de los Obispos y gobiernos de los nombrados, teniendo para el efecto á su favor, además del prestigio de su nombre, medio millon de bayonetas y doscientos mil ginetes, y por adversario un anciano Pontífice de cerca de ochenta años, privado de sus consejeros, y sin pluma, papel, ni aun Breviario con que rezar las horas. Todo parecia ya dispuesto para trastornar el gobierno de la Iglesia, y gozosos en esta confianza lo anunciaban asi los enemigos de la Santa Sede en el Parlamento inglés y en los escritos públicos que salieron á la prensa entonces; y es necesario confesar, que humanamente hablando no habia un pronóstico mas verosimil. Pero el que en tiempo de Heliodoro atendió á los ruegos del gran Pontífice Onías, sabido es que oyó en esta ocasion los lamentos del ultrajado Pio VII, y envió en su auxilio, de un estremo á otro de Europa y confines de Asia, cosacos, calmucos, prusianos, alemanes, ingleses, españoles, y cien torrentes de legiones de todas lenguas y cultos, paganos, cismáticos, hereges, protestantes y católicos que, obedientes todos á la voz de Dios, se arrojaron sobre la Fran

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