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imputacion tan hiperbólica, pero nunca salvarán su prurito en defender que los presentados á las prebendas por sus reyes no necesitaban recibir la institucion canónica de los ordinarios, sin embargo de que asi estaba prescrito en el Concilio Tridentino, y que de otra suerte la Iglesia no puede estar segura ni aun de la fe de sus ministros. Esta fatal tendencia al despotismo del imperio la llorará Francia con el tiem. po, y causará por su influencia literaria un perjuicio general á las demás naciones; pero prescindiendo de este incidente, que ocupará despues un lugar mas estenso y oportuno, lo que me importa observar ahora es, que á consecuencia de las opiniones vertidas en la citada asamblea, el Papa denegó las bulas de confirmacion á los presentados que habian suscrito la doctrina, resultando asi vacantes. cerca de cuarenta Iglesias catedrales, por cuyo motivo propusieron los fiscales del Parlamento, Mres. Harlai y Talon, "que supuesto que antes del concordato celebrado con Roma los Obispos electos por los cabildos catedrales recibian la confirmacion de los metropolitanos, se volviese á usar del mismo derecho sin necesidad de recurrir al Sumo Pontífice." Esta desavenencia de la corte de Francia con la de Roma es el secreto de la política, cuya influencia anuncié antes preparaba las agitaciones de España; porque los franceses, maestros de la literatura en aquella época, y preocupados al mismo tiempo de las máximas llamadas galicanas, y acostumbra

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dos á resistir al Papa apelando al Concilio ge-. neral, ansiaban propagar sus opiniones en toda Europa, y la España les ofrecia la ocasion mas oportuna para conseguirlo, por un acontecimiento desgraciado que la sobrevino de donde menos lo esperaba. Es el caso, que amedrentado Clemente XI de las amenazas de Austria, reconoció el año 1709 al archiduque Carlo's Rey de España, faltando tímidamente á la obligacion que habia contraido con Felipe V.

por

10. Si la corte de Francia no hubiera estado impregnada de las máximas de los apelantes y otros novadores insidiosos, una palabra de Luis XIV bastara para apagar el incendio que iba levantándose, por cuanto aquel monarca poderoso, al que debia Felipe V su corona y respetaba estraordinariamente, mandaba la corte de España por el conducto de su embajador Amelot, lo mismo que la de Francia. Ahora bien, este Amelot colocó de principal ministro al célebre Orri, tambien francés, y uno y otro enteramente adictos á las máximas galicanas; y particularmente estrechados con los fiscales ya nombrados del Parlamento de París, lejos de proponerse ahogar en su origen la discordia con la corte de Roma, se valieron de un error político para acalorar el ánimo del monarca, y en su real nombre estender en España el principio subversivo de la apelacion al Concilio general, emancipar su Iglesia de la Santa Sede, y regirla ministerialmente bajo el pretesto de soberana proteccion. Con este objeto, repitiendo en Ma

drid el año 1709 la misma escena de París en 1682, se formó la Junta llamada Magna, y se recogieron de los archivos todos los papeles y escritos susceptibles de alguna falsa interpretacion; porque en honor de la verdad, ni el memorial célebre de Chumacero, ni el dictamen de Melchor Cano, ni la representacion del Arzobispo de Granada Albanel á Felipe IV, ni ninguna otra de los Obispos españoles adolecen de las máximas galicanas; pero comentados los manuscritos á su modo por Orri y Amelot, ganaron el ánimo del Rey para que firmase su famosa carta á Clemente XI, en la que estrañándose S. M. de la cuestion política, se envolvia en puntos religiosos, sosteniendo en suma el mismo dictamen de los fiscales del Parlamento de París, y añadiendo con baldon, y sin el mas ligero fundamento; que los Reyes de España por derecho de conquista habian nombrado siempre Obispos y toda clase de beneficios, hasta que Fernando é Isabel la Católica permitieron la intervencion del Papa Sixto IV. Cuanto mas se lee el contesto de esta carta, mas nos admiramos de que hubiese personas que abusasen tanto de la bondad y confianza de aquel monarca religioso, y no podríamos comprender el arrojo de Amelot y Orri en redactarla, si no considerásemos en primer lugar que los franceses nunca han estudiado bien las antigüedades de España, y en segundo si no supiésemos por la historia eclesiástica que Amelot, habiendo pasado de embajador á Roma despues de su sa

lida de España, combatió secretamente la bula Unigenitus, y era fautor de los apelantes. Con estos antecedentes ya se entiende por qué comprometieron la firma del Rey en una carta que estaba en oposicion abierta con las noticias históricas, con las reglas del derecho civil y canónico, y con los testimonios auténticos de los archivos nacionales. Estas observaciones no se encontrarán en Wiliam Coxe ni en sus traductores, tan peregrinos como él en el derecho canónico y civil de España, pero no por eso dejarán de ser ciertas y fundadas. En cuanto á la contradiccion de la carta con las noticias históricas salta á los ojos al punto, pues segun aparece de las leyes de Partida y las del ordenamiento, antes insertas, las elecciones de los Obispos pertenecian á los cabildos catedrales, en cuyo ejercicio perseveraron hasta Fernando el Católico. Igualmente ofendia la carta al derecho canónico en lo mas sustancial de su doctrina, constando de ella, que establecida la Iglesia libre é independiente por su divino Fundador, no reconoce derecho ninguno de conquistas para nombrar Obispos, antes por el contrario todas sus concesiones son gratuitas, y procedentes de la espontánea voluntad de los Concilios y los Papas, de cuya verdad incontestable deponen el' código civil y la ley de Partida infrascrita, muy anterior á los Reyes Católicos. Ultimamente, el contenido de la referida carta era diametralmente opuesto á los anales gloriosos de la historia de España, y solo un ministro estran

gero, insensible al honor nacional, pudo dejarse decir que nuestros monarcas reconquistaron para sí y por sus propias fuerzas, como si hubieran ido mandando un ejército de esclavos. Los descendientes de Fernan Gonzalez, del Cid, de Gonzalo de Córdoba, &c., &c., prestaron tambien á la patria servicios importantes, y acreditaron con magníficas fundaciones al mismo tiempo que su piedad las hazañas de su brazo: los maestres y caballeros de las órdenes militares abundan de testimonios semejantes; y en general los belicosos pueblos que rescataron su patria del yugo sarraceno á costa de sus fatigas y su sangre, sin haber trasmitido á sus herederos ni siquiera un palmo de tierra, son quizá mas acreedores por este desinterés al aprecio de la posteridad que los cortesanos de la Junta Magna, bien provistos de empleos y pensiones.

Ya es tiempo, Señora, que se quite la máscara á los aduladores y parásitos del despotismo, y suene la voz de la razon y religiosa libertad, característica de los buenos ciudadanos. El camino de negociar con Roma no era el que aconsejaron los cortesanos á Felipe V, haciéndole instrumento de la política francesa. Pluguiera á Dios que yo me equivocase, y que los avisos que me repite el corazon fueran ilusiones; pero si mis juicios no me engañan, desde que se apoderó de Luis XIV la falsa política de trasladar al imperio la autoridad independiente de la Iglesia, y se inspiró á la de Felipe V esta fatal tendencia, se abrió en Francia

NIVER

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