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la fuerza imperiosa de las revoluciones y el trastorno irresistible que producen sus actos espantosos, como pretender calificarlos de norma inviolable. Entre ambos estremos, igualmente perjudiciales y perniciosos, se presenta un medio mas justo, pacífico y conciliador, fundado en la misma naturaleza de las revoluciones, por cuanto permitiéndolas Dios, segun ya se ha observado, para castigos estraordinarios de los pueblos y ejemplar represion de los abusos de las autoridades, la razon dicta que, prescindiendo de los derechos que fueron arrollados para siempre, y sumergidos, por decirlo asi, en el fondo de la mar, nos contentemos con salvar aquellos que, flotantes en las playas, son susceptibles todavía de reparacion. Aplicando esta regla á las cuestiones eclesiásticas, objeto esclusivo de mis reflexiones, advertimos al instante, que tendiendo la vista en derredor de España nos encontramos con ciertas pérdidas que es imposible restablecer sin nuevos sacrificios, y tambien con varias otras de fácil restauracion y aun de mejora, dignas de la consideracion de los Obispos y de la del Gobierno de V. M. Sin embargo, si se preguntase á cada uno de los primeros cuál era el punto proporcionado de que se habia de partir para asegurar el orden eclesiástico, se tropezaria con un escollo insuperable en la consulta, pues apenas habria prelado que no se diferenciase en el dictamen. Uno propondria acaso, que lejos de guardar el mas mínimo miramiento, se res

tituyese todo al ser y estado que antes tenia, sin esceptuar siquiera los beneficios simples, tan mal sonantes en el derecho civil y en el canónico; otro reclamaria que se reparasen indistintamente los conventos y monasterios, imponiendo la obligacion de levantarlos á su costa á los causantes de su demolicion; quién habria tambien que, apoyado en las leyes comunes del despojo, solicitase la devolucion de las propiedades de la Iglesia y los conventos; cuál, mas acomodado á otras ideas propias del espíritu mundano, pediria que se aprobase todo lo mandado por las Cortes, subsanando su defecto de jurisdiccion con una medida supletoria; y asi por este estilo, abundando cada uno en dictámenes diferentes y aun abiertamente opuestos entre sí, se haria impracticable acordar una transaccion prudente que proporcionase una concordia.

Sin embargo, tantas y tan invencibles dificultades como nos salen al encuentro remitiéndonos al voto particular de los Obispos, se salvarian dichosamente apelando á la favorable disposicion que anuncié al principio, fundada en la adhesion unánime del obispado español á la Santa Sede; pues conviniendo todos los prelados en que al soberano Pontífice en calidad de cabeza suprema de la Iglesia pertenece la jurisdiccion universal, segun está mil veces declarado en varios Concilios generales, se deduce legitimamente, que concertándose V. M. con el Santo Padre sobre el arreglo futuro de las materias eclesiásticas, se zanjarian las controver

sias que tanto irritan los ánimos, y nos abrazaríamos con la paz, ganando todos en tranquilidad y en seguros intereses. Y nótese que en esta parte la posicion del Gobierno de V. M. escede infinitamente á la de Napoleon cuando negoció el célebre concordato con Pio VII, verdadero iris de la Francia y principal causa de su actual grandeza, por cuanto existian en aquel imperio dos elementos de discordia á cual mas impertinentes, el de los Obispos constitucionales y el de los legítimos que habian emigrado: los primeros díscolos, arrogantes y cismáticos; los segundos llenos de celo, pero que impregnados en las máximas galicanas jamás se han avenido á reconocer en el papado el derecho eminente de vacar ó restablecer las sedes, dispensándose en casos de escepcion de observar las reglas generales en uso de su derecho y en beneficio de las necesidades estraordinarias de la Iglesia. En España, por dicha especial de su catolicismo, no se presenta ningun inconveniente de esta clase, pues solo existen Obispos sumisos á la potestad civil del Gobierno y á la eclesiástica del sumo Pontífice, y por tanto todos se apresurarian llenos de júbilo á suscribir al concordato que se ajustase por ambas autoridades.

2. Además, ya que es preciso desenvolver las ideas sin velo ni disfraz en obsequio de la religion y de la patria, objetos predilectos de V. M., no omitiré añadir ahora que el trono se encuentra estrechado perentoriamente á en

tablar nuevo concordato y apresurar el momento de ajustarle, en razon á razon á que violado con arrogancia y precipitacion el antiguo, y hecho pavesas de resultas de la revolucion, raya en imposible que sirva de norma en adelante. Menos contrariedades ocurrieron en tiempo de Fernando VI, y sin embargo de estar por medio un monarca tan pacífico y la sabiduría de Benedicto XIV, se consideró indispensable proceder á nuevas negociaciones, acomodadas á bases mas ámplias que las adoptadas en tiempo de Felipe V. Por otra parte no debemos disimularnos nuestra crítica situacion: la justicia no permite tampoco que permanezcan las novedades eclesiásticas en el estado violento que ahora rige, pues para pasar por este estremo era preciso romper con la Santa Sede; y hemos observado ya que por fortuna no está al alcance de los revoltosos introducir cisma en la Iglesia de España, atendida la unanimidad de los Obispos y el celo de la clerecía; circuns tancia admirable y venturosa, que habilita estraordinariamente al Gobierno, y le aseguraria en su marcha de conciliacion sin necesidad de contemporizar con los adversarios de la Iglesia. De modo que V. M., por un conjunto de gracias distinguidas de la Providencia, visiblemente propicia al trono de San Fernando, libre de los obstáculos formidables que sobrevinieron á los reinos vecinos en sus revoluciones, descubre un camino llano, espedito y desembarazado para negociar un concordato plausible con

el Papa, que consolide la corona y restituya la tranquilidad á nuestra santa Madre Iglesia.

3. No negaré que tambien el concordato suena como una palabra de contradiccion á ciertos revoltosos de sistema encanecidos en su filosofismo, que no solo miran con desprecio las decisiones de la Iglesia y los principios inconcusos de la religion, sino que tampoco escarmientan en las lecciones repetidas de la esperiencia, á pesar de estar tocando casi con nosotros; y antes por el contrario suponen que el memorable ejemplo de Napoleon antes citado, tan imponente en todo el mundo y aclamado con aplauso, debe ser considerado como ardid funesto de un tirano para empuñar el cetro de Francia y asegurar el despotismo con la supersticion. Sin embargo, estas declamaciones añejas y despreciables, dignas de Lafayette y su comparsa, han caducado ya con el jacobinismo, y no sientan bien en boca de nuestros coetáneos, que habiendo sobrevivido á la época imperial observarian al mismo Lafayette y compañeros sostener el concordato de Napoleon en el reinado de Luis Felipe, y sobre todo que mal de su grado habrán visto á los príncipes protestantes adoptar con aceptacion la misma diplomacia para conservar la paz en sus Estados. La verdad es que á los enemigos de la Santa Sede les ànima un grande interés en levantar el grito contra el concordato de Napoleon, y que necesitarian un gran sacrificio para conformarse, pues acaso es

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