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chas ocasiones para la admision de los vocales electos, y jamás he visto que se haya hecho mencion de semejante circunstancia, sin embargo de que se han presentado en el Congreso personas públicamente desacreditadas por apóstatas y antagonistas de la revelacion. Sé bien la rectitud y religiosidad de muchos diputados, cuyo honor en general no me puede ser indiferente, contándose en su número dos hermanos mios, varios primos y muchos amigos esclarecidos con quienes estoy íntimamente estrechado; pero con todo el respeto que merecen estas consideraciones, siempre resulta que las Cortes, aun en el acto de estender sus facultades á la reforma de la Iglesia, no garantizan con las pruebas necesarias la ortodoxia de sus vocales, siendo asi que los concilios en actos semejantes nunca prescinden de esta prevencion. No hay escepcion en esta parte: desde el concilio de Jerusalén presidido por san Pedro hasta el de Trento, la primera diligencia que practican los Padres congregados es la protestacion esplícita de la fe. Por mas que asistan al concilio Obispos tan ilustres en defensa de la fe como el Crisóstomo y san Atanasio, tan milagrosos como el Taumaturgo, el acto de la protestacion de la fe no se dispensa, pues la Iglesia sabe que el hombre de un dia á otro puede variar sus opiniones é incurrir en algun error, y necesita por lo mismo estar asegurada de la ortodoxia de los Padres en el momento de hallarse congregados para dictar sus cánones. Con

este medio tan espedito, espresa el Tridentino, se ha conseguido en varios casos persuadir á algunos hereges, refrenar á otros y espulsar de los concilios á los contumaces. Así que, cuando la Iglesia se halla representada por sus legítimos Pastores, está siempre asegurada de la profesion de la fe de los que promueven y decretan las reformas, en vez de que, trasladada su representacion á los cuerpos legislativos, se espondria á que la gobernaran y reglamentasen sus mayores enemigos, los sectarios, hereges, materialistas, ateos, ó la raza infernal de jacobinos, como sucedió en la revolucion francesa. ¿Qué necesidad, pues, tienen las Cortes de cargarse con tal responsabilidad y el peligro de tan terribles contingencias? La Iglesia, Señora, cuando defiende su causa no aboga solo por su utilidad, sino tambien por la del Estado: las disputas de competencia son odiosas; son además impertinentes é indignas de las luces del siglo las contestaciones sobre las opiniones religiosas de los legisladores, y todas podian evitarse circunscribiéndose cada potestad á los límites que Dios les tiene señalados. ¿A qué viene renovar las envejecidas controversias de si la Iglesia está en el Estado, ó mas bien este en la Iglesia, sobre la disciplina interna ó esterna, entendida de este ú otro modo?

20. Es innegable que nuestro Señor por su inefable providencia dejó enteramente separadas la potestad de la Iglesia y la del Estado, proveyendo á cada una de todo lo necesario

para subsistir independiente y prestarse a la vez mútuos auxilios para su mayor engrandecimiento, si asi se concertaban; y toda tentativa para oscurecer esta verdad y poner la Iglesia en clientela, debe orillarse ya por insolente, Desde que la naturaleza, abriendo sus entrañas al gran Cuvier, y la antigüedad rasgando el velo que la ocultaba á nuestros antepasados, reveló en Calcuta sus monumentos irrecusables á los sabios, y se formó la generacion estudiosa, fuerte y emprendedora de este siglo que, arrojándose sobre el Babel de los enciclopedistas, echó abajo su ignominioso edificio, todos los planes contra la religion católica, todas las declamaciones de los antiguos sofistas se han quedado á cien leguas de distancia de la ilustracion del siglo: la Iglesia y el Estado, caminando paralelos sin inclinarse á un lado ni á otro, prosiguen á la vez, nunca encontrándose, hácia su término, la felicidad eterna y temporal; y la Union americana, que es la que mas rigurosamente observa este principio, y tambien la que mas progresa, presenta el modelo mas acabado á que deben dirigirse los gobiernos de todas las naciones. Los Obispos no aspiran á mas gracia, y por lo menos no se dirá asi, que pidiendo para la Iglesia el derecho que goza en el pueblo mas libre del universo, reclaman privilegios de los siglos bárbaros. Sin embargo, estando ya por medio el respeto de las Cortes y la sancion de tantas leyes espedidas para lo que se llama arreglo del clero y de

la Iglesia de España, se hace preciso tratar abiertamente esta cuestion nueva, y no disimularnos la situacion crítica en que nos constituye, si deseamos superarla con honor y con justicia. Yo tomaré á mi cargo ahora esta tarea, y mas que habiéndome desembarazado en lo ya espuesto de las pretensiones estrañas introducidas por los tumultuarios, despojádola tambien de las exageraciones de los partidos antagonistas, y puestola á salvo de las siniestras miras de las lógias, quedo espedito para examinar el punto con madura detencion, y sujetar á la sabiduría de V. M. el fruto de mis meditaciones, consagradas al servicio de la patria y gloria de la Iglesia hispana: de esta admirable Iglesia, Señora, que habiéndose dilatado por tan remotos climas, cobija bajo sus frondosas ramas mil naciones plantadas sobre la firme Piedra, todas unidas á la Santa Sede: Iglesia verdaderamente Apostólica, en la que se miraban las historias eclesiásticas por la pureza de su fe, la antigüedad privilegiada de sus cánones, la proverbial constancia de sus Mártires, la gloria de sus Vírgenes, la eminencia y al mismo tiempo santidad de sus Doctores, la magnificencia de su culto, y el protectorado ó sea patrimonio de María; pero Iglesia que contemplan ahora vilipendiada por sus hijos, atropellada por el poder, combatida por la sabiduría humana, desconsolada, huérfana, sin pastores, sin pan, sin un lienzo con que enjugar sus lágrimas, la irrision de los sectarios, toda

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desconocida; y para cúmulo de sus aflicciones, cuando habia de oir resonar en su defensa la voz de los Leandros, Isidoros, Fulgencios, Ildefonsos, la portentosa ciencia de los Tostados, Montanos, Suarez, Maldonados, apenas puede percibir el lamento de sus Prelados oprimidos, por haber sido entregada como esclava á las profanas manos del imperio temporal.

CAPÍTURO II.

Desde el siglo I hasta el VII.

que

1. Protesto ingénuamente, que al fijar la consideracion sobre un atropello tan sacrilego se me cae la pluma de la mano, y arrasados en lágrimas mis ojos no aciertan á leer lo iba escrito; pero no permitiéndome el ministerio episcopal desentenderme, voy á ver si, ya que he sido testigo de los estragos causados por los masones y comuneros á la Iglesia mas célebre del orbe despues de la de Roma, se encuentra medio de reparar parte de sus males, ó al menos atajar la total ruina que nos amenaza. Sentado pues, Señora, que la Iglesia defiende como un dogma correlativo de la fe su libertad é independencia para regirse y reformarse misma, y sentado tambien que las Cortes y el Gobierno de V. M., estrechados por el torrente

por

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