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No obstante, es innegable que desde la referida época aparece el primer signo de agresion del gobierno civil contra la independencia de la Iglesia, pues efectivamente el Emperador Constante trató de dominarla abiertamente; pero debe advertirse que esta primera funesta tentativa, lejos de prestar apoyo á nuestros adversarios sirve para confundirles; lo uno porque el Emperador Constante, desgraciadamente seducido por los arrianos, era fautor de su heregía, y por consiguiente sus atentados merecen execracion á los gobiernos católicos; y lo otro porque, á propósito de la Iglesia hispana, el mencionado Osio la dejó estampada una doctrina que siempre ha corrido de boca en boca, escitando la admiracion universal. "He dado testimonio, dice al Emperador Constante, de mi fe en la persecución de vuestro abuelo Maximiano; y si os preparais á repetir la misma prueba, estoy pronto á sufrir todos los tormentos antes de faltar á la verdad mancillando mi inocencia. No intervengan vuestros gobernadores en las decisiones de la Iglesia; dejad de desterrar á los Obispos, cuyo crimen á vuestros ojos consiste en no prestarse á los abusos. ¿Acaso vuestro augusto hermano hizo nunca cosa semejante? No olvideis, Emperador, de que á pesar de este magnífico título no dejais de ser hombre, ni de estar menos sujeto á la muerte. Temed la eternidad. No os mezcleis en las cosas eclesiásticas: en esta materia no teneis órdenes que darnos, antes bien debeis recibirlas

de nosotros. El Señor os ha entregado las riendas del imperio y á los Obispos el gobierno de la Iglesia; y asi como quebrantaríamos el orden de Dios si atentásemos á usurpar vuestro poder, del mismo modo no podeis apropiaros sin pecar lo que nos pertenece." Al hacer mérito de este precioso documento que nos ha conservado San Atanasio en su apología, no intento corroborar la independencia de la Iglesia con la autoridad de un varon tan esclarecido como Osio. La palabra de Jesucristo, en la que está apoyada, triunfa por sí sola; sí sola; lo que sí intento espresamente es llamar con su carta la atencion de V. M. á ciertos discursos vertidos por los declamadores, sumamente injuriosos al Obispado actual de España. Tales lenguas, cuantas veces han empeñado la cuestion de los derechos de la Iglesia, tantas han pretendido sostener sin miramiento que los Obispos se oponen á ciertas novedades, porque preocupados con las falsas decretales se dirigen segun la corriente de los siglos bárbaros; y con la carta de Osio se demuestra patentemente que seiscientos años antes de haber sido aquellas fraguadas, la Iglesia hispana profesaba su libertad con una fortaleza digna de tan justa causa. Han vociferado tambien en varias ocasiones que los Obispos, arrastrados de las máximas ultramontanas; olvidaban las lecciones de la antigüedad y doctrina de los Santos Padres, degenerando asi de la ilustre nombradía que acompañó á sus ante. cesores; y con la carta de Osio se comprueba

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que semejantes imputaciones solo pueden caer en gracia á oyentes peregrinos en las materias eclesiásticas, por cuanto aquel inmortal Obispo, casi tocando en los primeros años con los tiempos apostólicos, varon prodigioso, que mereció redactar el simbolo de Nicea, y fue el alma, segun San Agustin, de todos los Concilios de su prolongada vida; aquel renombrado Obispo, digo, proclamó á mediados del siglo IV la misma independencia de la Iglesia que ahora defienden los Obispos á mitad del XIX.

4. Verdad es que la influencia de Osio se eclipsó despues de su prision; pero esta fatalidad nada se roza con la cuestion que nos ocupa, ni fue tampoco tan duradera que la Iglesia hispana no se congratulase en breves dias con la posesion de su sapientísimo Prelado, cuya poderosa influencia por sus estraordinarios talentos, y tambien como encargado de los Padres del Concilio de Nicea para estender el conocimiento de sus decisiones en el Occidente, contribuyó en sumo grado á que se estableciesen en España con el tiempo las cinco sillas metropolitanas, y se tomase gusto á la celebracion de los Concilios, depósitos de su antigua gloria, que aún subsisten á la vista para justificar á los Obispos y confundir á sus calumniadores. Abranse, pues, el primero de Zaragoza y de Toledo, celebrados en el siglo IV, además del Iliberitano; registrense sus actas una por una, y en todas se observará que los Obispos se congregan, deliberan, decretan, corroboran ó forman

nuevos cánones y los circulan sin la mas remota intervencion de la autoridad civil: de lo que resulta que á la cuenta de los trescientos años que ya iban comprobados se agrega nuevamente el siglo IV, que no permite tampoco la mas ligera objecion contra la independencia de la Iglesia.

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5. El quinto y sesto que van á ocuparnos ahora se presentan con el carácter mas espantoso de cuantos habia hasta entonces y han transmitido despues los anales de la Religion; pesar de todos sus estragos no quedará menos manifiesta la independencia de la Iglesia. Ya se ha visto que la de España, gobernada sin intermision por los Obispos durante tres siglos y medio, habia echado raices tan profundas al fin del cuarto, que contaba cinco Metropolitanos de sillas fijas y el competente número de sufragáneos; y que formada la gerarquía al tenor del Concilio de Nicea, celebraba Concilios oportunamente, y mantenia una comunicacion constante con los Papas. Todas estas y otras muchas ventajas tan recomendables, eran debidas en parte á la tolerancia, por no llamarla proteccion, de los romanos, quienes menos adversos desde la paz de Constantino, trataban á los fieles sin dureza, y guardaban consideracion á los Obispos. No obstante, la soberbia Roma, que habia atado al carro de sus triunfos todas las naciones conocidas estaba amenazada entonces de una tempestad que, centelleando por los remotos ángulos del Norte, venia adelantándose á descargar sobre ella de

una vez todo el peso de las plagas que habia causado á los pueblos su pesado yugo durante los once siglos de su dominacion. Guerreros feroces, indígenas de aquellas regiones destempladas, ennoblecidos con una talla agigantada y una robustez pasmosa, pero mas crueles que las fieras, se arrojaron sobre el imperio romano; y entrando á sangre y fuego por las poblaciónes mas hermosas y opulentas, sin dar oidos á las capitulaciones ni al vasallage con que se habia intentado hasta entonces contener la espada de los conquistadores, desoláron la desventurada Europa, degollando hombres y mugeres de todas clases y edades, y asemejando en la devastacion el exterminio del universo. Nada templaba la crueldad de aquellos tigres sanguinarios. Los habitantes que resistian eran pasados á cuchillo; los que se entregaban no libraban mejor suerte: talaban los campos, incendiaban los bosques, casas y templos; ciudades enteras quedaban reducidas á cenizas. Su estrategia era poco adelantada, pero ningun capitan ha tomado una plaza por arte con mas rapidez que los godos con su inhumanidad: su modo de asediar las fortalezas era hacinando cadáveres de cautivos y prisioneros degollados á sangre fria á sus muros, cuyo hedor y pestilencia infestaban á los sitiados y los rendia á discrecion. Procopio, aunque gentil, tira la pluma al llegar á estas abominaciones; San Isidoro vierte lágrimas al referirlas; San Agustin ruega á Dios que le saque del mundo por no verlas.

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