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nos causaria tambien enternecernos con lamentos semejantes á los que nos arrancan aquellos cinco niños españoles, Arcadio, Probo, &c., martirizados en Africa y celebrados por Honorato Antonino, ó edificarnos con padecimientos iguales á los que sufrieron los Prudencios, Laureanos, Eugenios, Montanos, y tanta multitud de Obispos como se ilustraron durante ciento veinte años de la persecucion arriana, que no empeñarnos en la defensa del clero coetáneo de Witiza, viniendo á parar, despues de apurar todos los discursos del ingenio, al silencio de aquella época inmediata. ¿Qué prueba el silencio? Pluguiera á Dios que en vez de un silencio tan vergonzoso oyéramos una voz de trueno como la de San Ambrosio, fulminando el anatema contra el rey Witiza.

Nadie duda que los Obispos de aquellos desgraciados dias fueron católicos y amantes de la religion (sobre cuyo punto tampoco ocurre escrúpulo á ningun sabio, puesto que, dóciles á la voz de Dios que les despertara del letargo, y arrostrando despues mil géneros de peligros, consiguieron conservar la fe en toda España durante la dominacion de los sarracenos), pero tampoco se nos oculta que, amedrentados en cierto tiempo con el genio violento del monarca, dejaron equívoca su fama por no haber tenido firmeza para representar siquiera como Osio al Emperador Constante. De todos modos salta á los ojos, que si se hubiera imitado en aquella época el celo de San Leandro, se sal

vara acaso la patria y religion; ó por lo menos, dado que el Señor por sus altos juicios tuviese decretado ya el castigo, les quedaria el consuelo á los Obispos de que no le habria acelerado la falta del cumplimiento de su obligacion: y véase la causa que me empeña irresistiblemente en el presente escrito, y la que no me permite respirar hasta llevarle á cabo.

En efecto, algunas veces, meditando conmigo mismo sobre el espantoso poder de los revolucionarios, la gran distancia que me separa del centro de la monarquía, la nulidad de mi persona y medianía de mis talentos, no deja de representarseme como superior á mis fuerzas, y al mismo tiempo infructuoso, el trabajo que me tomo en probar la independencia constante de la Iglesia de España para atraer á la razón á sus enemigos; y aunque, gracias á la Providencia, jamás me ha asaltado en el curso de mi vida aquel temor degradado que hace desertar las banderas de la verdad al pusilánime, no desconozco el peligro de que entre las vicisitudes contínuas políticas de la nacion nos alcance alguna deplorable, que transfiera las riendas del gobierno de los actuales Ministros á otras personas violentas que, calificando de un crimen horrendo la defensa de la potestad eclesiástica, calumnien de insidiosos mis principios, esponiéndome á la venganza de su partido pero á pesar del respeto que por necesidad impone siempre este cuidado á un Obispo, menos por la pérdida de su tranquilidad

y la de los bienes temporales que por las desagradables consecuencias que produce en las relaciones de la sociedad civil, cuando se me representa por otra parte el espantoso castigo que arrastraron Witiza y D. Rodrigo, no vacilo un momento en elevarme al trono y ofrecerme en sacrificio por mi patria. Porque, contrayéndome rigorosamente al caso, ¿de qué sirviera á la nacion el deplorable silencio, por no llamarle connivencia, de los Obispos de aquella edad, sino de precipitar la ruina y perdicion de España? El atropello de las leyes eclesiásticas cometido en su reinado, fue como la señal dada á la relajacion, al desorden y á un desenfreno que, cundiendo de los grandes á los Obispos y de los magistrados á los clérigos, se propagó como un incendio por todas las clases del Estado, disolvió el vínculo de amor y proteccion entre los reyes y los pueblos, entre los sacerdotes y los fieles, estinguió los de obediencia y subordinacion entre los soldados y sus gefes, contaminó las costumbres, pervirtió los corazones, corrompió, á las mugeres, afeminó á los hombres, y atrajo por último la maldicion sobre el ejército español de Guadalete, derrotado, acuchillado por el alfange sarraceno, y espantado sin honor hasta abandonar á merced de la morisma á aquella nacion belicosa, llamada por antonomasia en otro tiempo terror del imperio. ¡No quiera Dios que conjure yo con una afrentosa indiferencia otra catástrofe semejante, y antes bien caigan sobre mí todos los trabajos y

tribulaciones á costa de salvar los timbres de la Religion y de la patria! ¿Quién sabe si las aflicciones de los prelados han sido aceptadas por Dios para conservar ilesa la independencia eclesiástica ?

Lo cierto es, que tan pronto como despues de la desaparicion de D. Rodrigo, despertando los Obispos del letargo, se presentaron en defensa de sus derechos, la Iglesia recuperó su libertad y la nacion continuó siendo católica; pues á lo menos no se dirá que se postraron á Baal los que bajo el yugo sarraceno profesaron la fe públicamente, ni tampoco los que, cargados de reliquias y vasos sagrados, se retiraron con D. Pelayo á las Asturias á formar en sus montañas una nueva Roma, que dilatára con el tiempo mucho mas que la antigua los límites de su glorioso imperio. Los prodigios de constancia y de valor, á los que estaba reservada esta aventura, no son enteramente estraños á mi propósito, antes bien servirian para continuar la prueba de la independencia de la Iglesia; pues asi como no he ocultado la tendencia opresiva adoptada por los reyes desde que al fin del siglo VII intentaron deponer prelados y nombrarlos arbitrariamente con violacion manifiesta de los cánones, asi tambien es de justicia traer ahora á la memoria, en primer lugar que los Obispos de las diócesis ocupadas por los sarracenos, constantes en la antigua disciplina de la Iglesia hispana, aseguraron la contínua sucesion en todas ellas de

legítimos pastores, é inspiraron á los fieles bastante celo y espíritu religioso para esclarecer sus iglesias con gran número de gloriosos mártires; y en segundo, que muchos otros prelados, agregándose con espíritu marcial á D. Pelayo, escitaron en el ánimo del esclarecido príncipe y sus valerosos compañeros aquel entusiasmo religioso que, animando la fe de los combatientes, nunca vieron la patria sin la Iglesia ni la Iglesia sin la patria. En este punto no se presenta diferencia ninguna de opiniones, pues todos convienen unánimemente en que el joven Pelayo, preservado por la gracia de Dios de la corrupcion de aquel siglo escandaloso, habiendo recogido las reliquias dispersas de la derrota de Guadalete, y tomado bajo su proteccion los Obispos y sacerdotes mas edificantes, se encaminó en buen orden á las Asturias; y que fortificándose en sus desfiladeros y montañas escarpadas, logró contener en un principio á la defensiva la marcha victoriosa de los moros, hasta que estrechado despues por los bárbaros cerca de Covadonga se arrojó espada en mano sobre los enemigos, haciendo de ellos una carnicería tan espantosa que no ha podido esplicarse nunca sin milagro. Todavía despues de tantos siglos señalan los naturales de la sierra de Liébana ciertos sitios por donde corrió la sangre mora, y resuenan en las márgenes del rio Deba sus canciones con los nombres de Soliman y Monnuza derrotados por D. Pelayo; y aunque sería ciertamente im

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