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CAPÍTULO I

El primer beneficio y ventaja que la soberanía de España ha traído á Filipinas es la Religión Católica única verdadera con abolición de la idolatría

Entre los beneficios que el pueblo filipino ha recibido de España, el más grande y trascendental, y necesario para obtener la felicidad temporal y eterna, sin el cual los filipinos todos se habían de condenar para siempre, es el de la única Religión verdadera, ó sea la Religión Católica, Apostólica, Romana, con la abolición de la idolatría, usos y supersticiones gentílicas.

¿Qué eran los filipinos antes que Magallanes y Legaspi aportaran á estas islas, en punto á Religión? Eran lo que son ahora la inmensa mayoría de los chinos, los japoneses, los igorrotes, los manobos y los salvajes de las altas cordilleras de Mindanao, todavía no convertidos á la fe cristiana: sabeístas y adoraban á los astros, al sol, á la luna y á las estrellas. No tenían idea de un solo Dios, espiritual, infi

nito, eterno, criador de cielos y tierra y Padre bondadoso del género humano; hallaban dioses en las plantas, en las aves, en los cuadrúpedos; y hasta las mismas peñas, escollos y puntas del mar se convirtieron para ellos en objeto de suprema adoración. Así se explica cómo daban culto los filipinos á un pájaro azul llamado tigmamanuquin, á quien honraban con el nombre de bathala, que designaba entre ellos la divinidad; los mismos honores tributaban al cuervo, á quien llamaban maylupa ó señor de la tierra; y al caimán, á quien saludaban, cuando le veían en el agua, con el nombre de nono, que quiere decir abuelo; y rogábanle cariñosamente que no les hiciese. mal; y para eso le ofrecían algo de lo que llevaban en sus barcas.

Entre las peñas, á las cuales adoraban y ofrecían presentes, fué muchos años ídolo de aquella pobre gente, una que había á orillas del Pásig, cerca de Guadalupe, que decían era un caimán transformado en piedra. Adoraban á un árbol viejo llamado balete, y no se atrevían á cortarlo. Tenían en sus casas muchos ídolos, ó imágenes monstruosas, que los bisayas llaman diuata y los tagalos anito. Había anitos, según ellos, de los campos, y les pedían licencia para andar por ellos; anitos de las sementeras, en cuyas

manos estaba la fertilidad de la tierra; anitos por el mar, encargados de alimentar á los peces y dirigir las embarcaciones; anitos para cuidar de la casa y de las criaturas que nacían ó tomaban el pecho. Veneraban también los filipinos á sus antepasados, como lo hacen los chinos; y muchos viejos, para hacerse adorar después de muertos, afectaban aire y porte divino en sus palabras y acciones.

Desfiguraban la creación del mundo y el origen del hombre con fábulas groseras. Decían que antiguamente andaban reñidos el cielo y el agua; que un milano se mezcló entre ellos, y para que las aguas no subieran al cielo, cargó sobre ellas las islas, y así resultó el mundo, que para ellos estaba reducido á una porción de islas. El primer hombre y la primera mujer salieron, según los filipinos, de un trozo de caña bambú; iba esta caña flotando sobre las aguas, la arrojaron las olas al pie del milano, el cual, enojado del golpe, la abrió á picotazos, y salió de un cañuto el hombre, y del otro la mujer. Creían que las almas de los difuntos eran materiales y comían morisqueta y bebían tuba, lo mismo que los hombres cuando eran vivos, y así al enterrar á los muertos ponían manjares sobre sus sepulcros.

En lugar de sacerdotes, generalmente tenían sacerdotisas, que los bisayas llaman bay

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lanas, y los tagalos catalonas, que solían ser algunas viejas ridículas, astutas y endiabladas, que en las fiestas hacían sacrificios de animales y áun de víctimas humanas. Cuando un principal caía enfermo y no hallaba remedio en las medicinas, llamaban á la sacerdotisa: ésta colocaba un cerdo, ó un esclavo, amarrado junto á la cama del doliente; después empuñaba una lanza, y, bailando á son de campanas, que llaman águnes, arremetía á la víctima, y le hería de un lanzazo, con cuya sangre ungían al enfermo, y luego abrían las entrañas del animal ó del esclavo, y las examinaban á manera de arúspices; y la baylana, fingiendo con visajes y espumarajos, que se apoderaba de ella el genio profético, vaticinaba al enfermo el resultado de la dolencia. Si el vaticinio era de vida, comían y bebían todos alegremente hasta emborracharse; si era de muerte, consolaba al enfermo, diciendo que se preparase para subir al cielo por el arco iris.

Los filipinos no tenían templos, pero todas sus casas les servían de capillas y adoratorios. Creían en una multitud de agüeros y supersticiones. El canto de la lechuza anunciaba la muerte; en viendo en el camino una culebra, no pasaban adelante. El estornudo de una persona, el chillido de un ratón ó de una lagar

tija, era para ellos un aviso del cielo. Todavía creen muchos indios en un brujo ó genio maléfico llamado asuang, que toma la figura de un cabrón, y entra de noche por las casas haciendo daño á las personas que mal quiere.

Esto eran los filipinos antes que viniesen aquí los españoles; pero ahora, merced al celo y trabajos de los Religiosos, han desaparecido de la mayor parte de las islas las tinieblas de la superstición, y esparce claros sus rayos el Sol de justicia, Cristo Jesús, Dios y Salvador del género humano. Ante el trofeo de la Cruz ha huído, vencida y humillada la idolatría, volviendo á esconder en el abismo la ignominia de sus mentidas deidades, con la memoria de sus inmundos ritos y sangrientos sacrificios.

Los Religiosos han sido los maestros de la nación filipina, y con su mansedumbre y caridad la han impulsado por la senda de la cultura y perfección moral, en que ha llegado á sobrepujar, con mucha gloria del nombre español, á todos los pueblos de la Oceanía. Ellos le contaron la historia de la Religión, y al contársela le enseñaron la historia del mundo, le explicaron los profundos misterios de la fe, y de esta manera le comunicaron las más sublimes nociones de la filosofía. Ahora ya saben siete millones de filipinos que existe un

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