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de Polonia, que Holanda le llevaba: arruinada la industria no sólo por la expulsión de moros y judíos sino por el desprecio con que eran vistas las ocupaciones que se llamaban. mecánicas y cuyo ejercicio era incompatible con la hidalguía y la nobleza; vilipendiado el comercio como un oficio. casi degradante, la ruina económica de España se hacía cada vez mayor. Complicábase semejante estado social con el de la hacienda pública, que no podía ser más deplorable. Los deficientes que ya legara al tesoro el emperador Don Carlos fueron creciendo bajo sus sucesores de la casa de Austria y el abismo se ahondaba más y más á causa de las continuas guerras, sin que hubiera para colmarlo otra cosa que los metales preciosos de América, que ni siquiera quedaban en la metrópoli, sino que pasaban en derechura á Holanda, á Francia, á Inglaterra y á las demás naciones productoras, que, en realidad, eran las que enviaban á las colonias españolas sus productos y artefactos, ya valiéndose de mercaderes españoles ó ya empleando el cohecho, el soborno y el contrabando.

Como era lógicamente irremediable, la usura en todas sus formas se había implantado en aquel pueblo empobrecido y exangüe; y desde el postrero de los hidalgos hasta el rey vivían en manos del agio, que lo mismo se apoderaba de las últimas migajas de la riqueza de los nobles que de los despojos del tesoro real, obligado á arrendar los impuestos, lo que impedía alterarlos ó modificarlos, á pedir recursos á los empréstitos voluntarios, y cuando ya éstos no fueron posibles, porque ningún compromiso se cumplía, á los empréstitos forzosos, que si arruinaban á muchos particulares, ordinariamente extranjeros, arruinaban también á la nación. ¿Qué más? Hubo de recurrirse, entre otros expedientes para proporcionarse recursos, hasta á la falsificación de moneda, no sólo en la forma del curso forzoso de la de cobre por un valor que no tenía, sino en la de una rebaja clandestina en la ley de la plata que en la Nueva España se acuñaba, y que se llevó á efecto por órdenes secretas venidas del gobierno peninsular.

Si tal era la situación allá, ¿cómo esperar que las colonias americanas tuvieran mejor suerte de la que les cupo cuando, volvemos á repetirlo, lo que se les pedía, lo que se quería de ellas á todo trance, era que con su oro y su plata pagaran todas las guerras, colmaran todos los deficientes y enriquecieran á todos los individuos de un pueblo que carecía de cuanto elemento económico es indispensable para la vida, al grado de que muchos particulares, faltos de recursos y sin la costumbre ni la posibilidad de trabajar, ingresaban á los conventos simplemente para asegurarse el pan de cada día?

Esta situación hubo de empezar á modificarse con el advenimiento de los primeros monarcas de la casa de Borbón. El rey Don Felipe V y su ministro el cardenal Alberoni, animado el uno del espíritu de su abuelo Luis XIV y nutrido el otro en las enseñanzas de Richelieu y Colbert, abandonaron la tradicional política exterior de España y se consagraron á reconstituir, por medio de sabias medidas que es imposible enumerar aquí, la agricultura, la industria, la navegación y el comercio.

Este espíritu no podia menos de extenderse al régimen colonial; pero cuando adquirió su mayor ensanche fué bajo el reinado del preclaro monarca Don Carlos III, y por no salir del cuadro que nos traza el asunto que es materia de nuestro estudio, no habremos de referirnos ni á la expulsión de los Jesuítas, ni á la organización de la Real Hacienda y de las Intendencias, ni á las otras importantísimas y radicales reformas políticas y administrativas que caracterizan la época de los Floridablanca, Aranda y Campomanes, que comprendieron la urgencia de cambiar la orientación de la política colonial, para que la empobrecida metrópoli pudiera obtener de sus posesiones americanas los elementos de vida. de que ella misma carecía por completo.

Precisaba para ello ocurrir á métodos más liberales y humanos y á esto obedeció la real pragmática de 12 de Octubre de 1778, que se llamó del «comercio libre>> porque acordó numerosas franquicias mercantiles, abolió el sistema de flotas, habilitó para el tráfico diversos puertos españoles

en el Mediterráneo y en el Atlántico así como en las Antillas y en la Tierra-firme, rebajó mucho los impuestos á las mercancías españolas que venían á América, eximió completamente de derechos á ciertos productos coloniales cuando se consumían en la metrópoli y redujo otros considerablemente. También permitió, bajo ciertas condiciones, que de las islas Baleares y de las Canarias pudiesen venir naves á Indias; y aunque subsistieron en buen número las restricciones y aun algunas prohibiciones, con el intento de proteger la marina y la industria españolas, el comercio, hasta entonces encadenado, pudo moverse con relativa holgura.

Cierto que en un principio la Nueva España y Venezuela quedaron exceptuadas de estos beneficios y sólo se les ofreció «un particular arreglo y el permitir desde 1779 que los registros anuales de azogues lleven á Veracruz los frutos y manufacturas de estos reinos con la misma rebaja de derechos ó respectiva exención de ellos, que irán especificadas en esta concesión (1);» pero el primer paso estaba dado y poco a poco las colonias exceptuadas, no obstante la resistencia de los intereses creados á la sombra de un monopolio secular, fueron entrando en el nuevo régimen, hasta que el Real decreto de 28 de Febrero de 1789 extendió á ellas, sin limitación, los beneficios del comercio libre.

Por otra parte, el tratado de Utrecht, de 13 de Junio de 1713, había dado á Inglaterra el derecho exclusivo de hacer en diferentes partes de América el tráfico de esclavos negros y el de «llevar anualmente un navío de porte de quinientas toneladas cargado de géneros;» y aunque este pacto no se cumplió de pronto, sí se puso en ejecución más tarde, «siendo manantial fecundo, al decir de un autor español, del contrabando de muchos millones de pesos anuales, que se ejercitaba en el seno mexicano y por el istmo de Panamá, de que siempre fué Jamaica el gran depósito (2).» Algunas veces, y siempre á causa de la incomunicación que producía.

(1) Artículo VI de la pragmática.

2) Don José María Zamora y Coronado. Biblioteca de Legislación ultramarina. Madrid, 1844.

la guerra, llegaron á permitirse las expediciones de efectos. no prohibidos, en buques españoles ó extranjeros, desde los puertos de las potencias neutrales directamente á los de la América española; y por último, la célebre «Casa de Contratación», que ya desde 1717 se había trasladado de Sevilla á Cádiz, fué extinguida por Real decreto de 18 de Junio de 1790.

Nada hemos dicho hasta ahora de los Consulados de Comercio, y tiempo es ya de reparar esta omisión. Eran fundamentalmente tribunales que administraban la justicia. mercantil y se componían de un Prior con funciones de presidente, Cónsules, que eran los Jueces que acompañaban al Prior, y Diputados ó Conciliarios, que, sin dejar de tener ciertas funciones propias, fungian además como suplentes de los Cónsules. Formábanse estas corporaciones de comerciantes que no fuesen «extranjeros, ni hijos de ellos, ni sus criados, ni escribanos»; eran elegidos por los demás. miembros del gremio mercantil que reuniesen determinadas. condiciones de arraigo y capital, pero sin tener tienda abierta y parece que el primer Consulado se instituyó en Burgos (1494) y le siguió en breve el de Sevilla (1502), al lado y como complemento de la «Casa de Contratación». Las causas mercantiles de que juzgaban, y en las cuales estaban incluídas las de quiebra, debían ser decididas á verdad sabida y buena fe guardada, es decir, fuera de las complicadas y enredadísimas fórmulas jurídicas que prevalecían en el enjuiciamiento español y que, como incorregible mal hereditario, aqueja todavía á los pueblos de origen ibero. Al lado de estas atribuciones judiciales, estaban encomendadas á los Consulados otras puramente administrativas; pues esta confusión y promiscuidad de funciones parece haber sido otro rasgo característico de que la organización española no hubo de corregirse sino cuando las Cortes de Cádiz previnieron en la Constitución de 1812 la separación de los pode

res públicos, determinando claramente lo que correspondía al legislativo, al ejecutivo y al judicial.

A semejanza de los de Burgos y Sevilla, creáronse Consulados en México y en Lima desde 1592 y se les asignaron fondos especiales, que se tomaban de los impuestos con que el comercio estaba gravado, para los gastos que causaban la remuneración del Prior y Cónsules y la de sus empleados, entre los cuales se contaban el indispensable escribano y el no menos preciso asesor; porque, á pesar de todo intento en contrario, los letrados y leguleyos se hacían necesarios en todos los ramos de la administración. En México anduvo siempre dividido el comercio peninsular entre vizcainos y montañeses, que con sus disturbios, por una parte, y por otra con la ingerencia que el Consulado tomaba en la administración de la colonia, frecuentemente perturbaba ó dificultaba el ejercicio de las no muy absolutas facultades virreinales; motivo por el cual el insigne conde de Revilla Gigedo, fundándose en la abundancia de jueces y tribunales que había en México, llegó á señalar la conveniencia de suprimir el establecido en la capital de la Nueva España, sugiriendo que se estableciesen en otras ciudades y distribuídos á convenientes distancias.

Acaso á esta sugestión se haya debido que, en 1795, se mandase establecer un Consulado en Veracruz, dotándole de ordenanzas ó reglamentos tomados de los que el año anterior se aprobaron para el de la Habana. Sea como fuere, el hecho es que se produjo entre ambas corporaciones, la de México y la de Veracruz, una emulación que parece haber redundado en provecho público. A lo menos, cada Consulado procuraba mejorar más que el otro los servicios que le estaban encargados, entre otros la parte de camino entre el puerto y la capital que les estaba respectivamente asignada, y desde 1802 se publicaron en Veracruz los datos estadísticos más fidedignos que hasta nosotros hayan llegado sobre el comercio exterior de la Nueva España.

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