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lo tenía puesto su empeño, haciendo menosprecio de los nuestros y ostentación de su delito, dió en ponerse todas las mañanas sobre un peñasco á vista del alojamiento donde estaba Garci-González con su gente, y mostrando desde allí la espada que le había quitado á Diego Sánchez, decía: «Yo soy Parayauta, el que mató á vuestros compañeros, y si no os volvéis presto á la ciudad, tengo de hacer lo mismo con vosotros; volveos, pobres mal aventurados, que, engañados de vuestra soberbia, venís buscando la muerte, que os está prevenida en mi macana.»>

Bien quisiera Garci-González desde luego castigar la bárbara arrogancia del cacique; pero había de por medio una quebrada, que estaba al pie del peñasco, cuya profundidad, no dando lugar para poder pasar á la otra banda, sirvió los primeros días de embarazo á sus deseos, hasta que, viendo el desahogo con que aquel indio continuaba en publicar sus amenazas, determinó buscar forma para armarle con secreto una emboscada: á este fin salió una noche de su alojamiento con treinta hombres, y aunque á costa de grandísimo trabajo, por haber sido necesario caminar más de dos leguas y romper un pedazo considerable de montaña para descabezar la quebrada que le servía de embarazo, consiguió antes del amanecer poner su gente de la otra banda casi á espaldas del mismo peñasco, en parte donde no podía ser vista; y mandando subir en un árbol á un indio Tarma de los que llevó consigo, para que sirviese de atalaya y avisase cuando viniese el cacique, se estuvo quedo esperando la ocasión para lograr su emboscada, en que no tuvo lugar de consumir mucho tiempo, pues á poco rato después de haber amanecido hizo seña la vijía de que venía Parayauta con más de cien indios que le seguían armados; pero caminaba el bárbaro tan soberbio y orgulloso, que adelantándose de los suyos divertido, se metió solo en la emboscada, sin reparar en Garci-González, que con la espada en la mano, le iba saliendo al encuentro, hasta que volviendo por casualidad la cara á tiempo que le descargaba el golpe, con gentil desembarazo dió dos ó tres pasos atrás para te

ner lugar de dispararle una flecha; pero antes que pudiese llegar á batir la cuerda al arco se la tenía cortada GarciGonzález con un tajo, y asegurándole con otro, le dió una razonable herida en la cabeza, de que, atormentado el cacique, empezó á dar traspiés, pidiendo amparo á los suyos. Entonces los demás españoles que estaban en la emboscada salieron acometiendo á los indios, que presurosos, al ver herido á su cacique, ocurrían á la defensa; pero puestos con brevedad en confusión y desorden, quedaron desbaratados por el valor de los nuestros, pasando Parayauta por la fortuna infeliz de prisionero; si bien, como encontró con el magnánimo corazón de Garci-González, no tuvo lugar de experimentar los efectos de semejante desgracia, pues usando de la generosidad de aquel espíritu noble que le alimentaba el pecho, contra el dictamen de todos sus soldados, lo puso luego en libertad, haciéndole curar primero la herida de la cabeza; acción que fué bastante á conseguir el mejor éxito que se pudiera esperar de aquella guerra, pues agradecido el cacique á bizarría tan hidalga, convocó á los demás principales de aquel valle, y persuadiéndolos con razones á que dejasen las armas, les obligó su respeto á que, rendidos, solicitasen la paz, saliendo voluntarios á dar á Garci-González la obediencia, quedando por este medio reducidos con tanta facilidad aquellos pueblos cuya pacificación se había tenido poco antes por muy dudosa, para que se reconozca que no hay nación, por bárbara que sea, á quien no obligue la suavidad, al paso que desespera el rigor.

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CAPÍTULO XII.

Intentan los indios de Salamanca matar á Francisco Infantey á Garci-González: defiéndese éste con valor, y libra de la muerte al compañero.

Confieso que temeroso (y aun puedo decir que desconfiado) entro á tratar de la materia que ha de servir de asunto á este capítulo, por ser punto muy sensible, para quien se precia de verdadero, verse obligado por la puntualidad que pide la historia á referir algunos sucesos que, por lo raro de sus circunstancias, pueda quedar en duda su certidumbre, necesitando del piadoso consentimiento del lector para su asenso; pero hallando el presente acreditado con diferentes instrumentos auténticos, que con la antigüedad de más de un siglo aseguran su relación por evidente, y la asentada tradición con que de padres á hijos se ha conservado hasta hoy en esta provincia por cosa particular la memoria de este suceso, fuera pasarlo en silencio defraudar injustamente á su dueño de los aplausos que merece acción tan grande, sólo por la vana desconfianza que pudiera originar la temida contingencia de un recelo: pues si las hazañas de Fernando Cortés y las de Duarte Pacheco las hubiera dejado el temor de la incredulidad en el olvido, no hubieran llegado á eternizar sus nombres con la general aclamación que los celebra la fama, ni el uno hubiera con

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seguido ser asombro de las naciones de Oriente, ni el otro la gloria de que sus arrestos hayan sido la admiración del mundo; y así, menospreciando los reparos que pudieran dar votivo para acobardar la pluma, digo que habiendo Garci-González de Silva retirádose á la ciudad después de pacificado el valle de Tácata (como queda referido en el capítulo antecedente), no teniendo por entonces en qué ejercitar su valor, por hallarse ya sujetas y reducidas todas las naciones que componían la provincia de Caracas, determinó, con la seguridad que prometía la paz de que gozaban, dar una vuelta por modo de paseo, el año subsecuente de 77* á los pueblos que llamaban del partido de Salamanca, los cuales tenía en repartimiento de encomienda á medias con su cuñado Francisco Infante, á cuyo efecto, convidado éste y otros dos soldados españoles, ejecutaron el viaje todos cuatro, sin recelar los movimientos que podían originarse en la mudable condición de aquellos bárbaros.

Llegados á Salamanca, fueron recibidos de los indios con muestras singulares de amistad muy verdadera, porque en realidad el buen tratamiento y afable condición que siempre habían experimentado en sus dos encomenderos no merecían otra cosa que una correspondencia muy segura y una voluntad muy firme; pero como no hay servidumbre tolerable para quien tiene en la memoria que en otro tiempo fué libre, bastó el considerarlos como dueños para que su comunicación les fuese fastidiando poco á poco; y como en algunas ocasiones se juntasen los caciques á divertir su desventura con el alivio de comunicar unos con otros los desconsuelos de su pena, fueron de las mismas conversaciones tomando ánimo para resolverse á solicitar como pudiesen la restauración de su libertad perdida.

Y aunque para negocio tan arduo no dejaba de acobardarlos la consideración de las dificultades que traía consigo la materia que emprendían, fueron tan eficaces las persuasiones y consejos con que los animaba al rompimiento una

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