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I.

Talvez ningun hombre público de Chile ha llamado mas la atencion que don Diego Portales, con la particularidad de que a ninguno se le ha quemado mas incienso, a ninguno se le ha elojiado mas sin contradiccion, mas sin discusion sobre su mérito.

Portales dominó durante su vida a sus adversarios i persiguió a sus enemigos, sin dejarles un respiro. Despues de su muerte hicieron otro tanto sus partidarios, i hasta la época en que escribimos, su nombre ha llegado siempre unido al predominio i a la gloria del partido que ha gobernado la República con el sistema político que estableció aquel personaje i que afianzó con su martirio.

¿Quién ha podido contradecir su mérito, quién ha podido juzgarlo? Durante su vida habria sido una temeridad estudiarlo, i en esa época tanto como en la que sucedió a su muerte, no habia ni pudo haber intelijencia alguna libre de preocupaciones para estudiar al hombre ni para apreciar imparcialmente su obra. Por esto es que jamas se ha levantado una voz para contradecir el unísono coro de alabanzas que ha ensalzado siempre el nombre de Portales; i por estc es que hasta ha parecido de mal tono, o se ha miradc como un bostezo de pasiones mal disimuladas, cual quiera palabra, cualquiera objecion que se haya hechc

oir en público o en privado contra el hombre que han dado en presentar como el primer estadista de América.

La jeneracion presente ha entrado a la vida, hallando en pié esa gran figura histórica, i no se ha atrevido a tocarla; así como sucede con esos ídolos que, a pesar de su deformidad, llegan a ser sagrados a fuerza de ser adorados por todas las jeneraciones anteriores.

Los estranjeros que han venido a Chile, o que han querido conocerlo o estudiarlo, han hallado tambien én pié ese coloso de reputacion, i guiándose por los juicios apasionados de sus adoradores, han concluido tambien por creer que en Chile nada hai mas alto que Portales.

Amen de todo esto, la imbecilidad ha venido a prestar su irrevocable sancion al voto que nos han trasmitido los amigos de Portales, i para ella es poco ménos que una herejía el no creer en el ídolo, o atreverse a tocarlo sin estar a su altura. No es estraño: la pasion con que se abraza un partido, sea político, sea relijioso, hace aceptar siempre sin discernimiento todo lo que se inventa i se dice de sus héroes; i así se forman esas famas prestijiosas, en que los prosélitos creen con entera fé, que admiran con entusiasmo, i que atestiguan bajo juramento, aunque no les consten los hechos de que dan testimonio.

Pero cuando uno de esos héroes ha coronado su prestijio con un martirio cruento, entonces la admi. racion se convierte en simpatía i la creencia en sus virtudes pasa a ser adoracion. Tal es lo que ha sucedido a don Diego Portales. Víctima inmolada al furor

de una revolucion vencida, fué tambien, no solamente para su partido, sino para la nacion entera, objeto de la veneracion i del respeto, porque nadie quiso hacerse cómplice del crímen, i todos prefirieron participar de la gloria de la víctima inmolada.

Portales fué un hombre público feliz, murió mui oportunamente para su gloria. Si hubiera sobrevivido al combate del Baron i muerto despues tranquilamente en su lecho, sin mas dolores que los de un achaque ordinario, su gloria no habria sido tan viva, ni habria despertado el entusiasmo de sus amigos. Su nombre habria pasado silenciosamente a la historia, despues de unas cuantas ceremonias oficiales destinadas a hacer el duelo.

Veinte i cuatro años nos separan de él, i por lo mismo podemos ya pronunciar un fallo desapasionado, puesto que formamos su posteridad. El que estas líneas escribe no está ligado a la memoria de Portales por ningun móvil personal de odio o de amor. Dedicado desde mis primeros años al estudio de la ciencia política, con la noble aspiracion de influir alguna vez en el gobierno de mi patria, aunque he llegado a viejo sin realizarla, era natural que estudiase tambien con interes al hombre que se presenta como el primer estadista hispano-americano; i al emitir sobre él mi juicio, no hago mas que trazar una pájina para la historia. Puede ser que yo provoque alguna refutacion, que subleve alguna pasion en mi contra; ¡qué importa! La historia recojerá lo que juzgue verdadero, si es que, al lado de mi juicio, llega a manos de quien la escriba lo que se diga de estos renglones trazados con calma i seguridad.

Don Diego Portales vivió solo cuarenta i cuatro años (junio de 1793 a junio de 1837,) i al morir estaba todavía en todo el vigor de su juventud, ájil, lozano, bien apersonado, ceño severo i un tanto burlesco, fisonomía imponente i altanera. Tenia la conciencia de su superioridad, i estando habituado al respeto de todos, miraba i trataba a los que le rodeaban con tal cual aspereza i con modales i palabras que estaban mui distantes de ser dulces i afables.

Aunque era jóven cuando estalló la revolucion de la independencia, no se apasionó por ella, como todos los jóvenes de su tiempo, i antes bien guardó en jeneral cierta prescindencia que no se conformaba. con el entusiasmo de muchos de sus amigos i de no pocos de sus parientes por la libertad de Chile. Ménos se conformaba su prescindencia con sus antecedentes personales, porque mientras fué estudiante en el colejio de San Carlos, se distinguió, mas que por sus talentos, por un carácter dominante, travieso i arrojado, que auguraba en él mas al revolucionario que al hombre de letras i de estudio. Portales no aprendia nada en el colejio, pero subvertia el órden a cada paso e incomodaba a todos, tanto a los superiores como a sus compañeros, con picantes travesuras i estravagantes ocurrencias.

Fuera ya del colejio, se ocupó en el empleo de ensayador de la Casa de Moneda, cuyo jefe era su padre, i mas tarde se dedicó al comercio, llevando en uno i otro jiro una vida oscura en medio del estruendo de la guerra, i consagrada a sus afecciones privadas. Pero allí en la oscuridad era siempre el dominador de todo lo que le rodeaba. Dotado de una voluntad

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