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menor comodidad, fueron llevados a Valparaíso, e inmediatamente embarcados en un pequeño buque de guerra a presencia de todo el pueblo. Los jenerosos oficiales encargados de su custodia hicieron cuanto era compatible con las órdenes que tenían, i los de marina manifestaron toda la atención que merece la inocencia perseguida.

«Entre tanto, el cabildo de la capital pide al presidente que oiga i juzgue según las leyes a los figurados delincuentes; afianza con las vidas i bienes de sus individuos la tranquilidad del país i las resultas de la causa; suscribe la garantía i obliga al presidente a que mande retener a los tres vecinos arrebatados de su seno. En efecto, fueron detenidos i puestos separadamente en un castillo; se multiplican las instancias por parte de los interesados para que se les tomen sus confesiones; i a los treinta i un días, lo hizo un oidor, que fue a costa de ellos a Valparaíso, i que, en vista de todo, les permitió vivir en casas particulares, i tratar libremente entre sí i con las jentes. El orden judicial hacía esperar que se oyese al fiscal i a los reos; i esto se pedía con frecuencia i enerjía en vista de la lentitud de tales causas, i porque, no solo no se divisaba sombra de delito, sino que aparecía un mérito positivo en los discursos i sentimientos de fidelidad i amor a la quietud, comprobados con las palabras de los mismos declarantes, con la certeza de no haber sido oídos. los que deponían a favor de los interesados, con los infructuosos rejistros de papeles i allanamiento es

candaloso de las casas, que denotaban el ridículo conato de hallar delincuentes a sus dueños.

«Esto mismo se descubría en las frecuentes providencias que excitaban la risa i el susto de todos. En los cuarteles, se tomaban precauciones para contener movimientos que no había, i que era solo capaz de producirlos la misma cavilosa estupidez que los figuraba. Las fincas inmediatas se hacían reconocer, como depósito de jente armada; i solo se encontraban pacíficos e inermes labradores, que disfrutaban la dicha de no conocer al que, por desgracia, los mandaba. En suma, a cada momento salían órdenes emanadas de las noticias que condu. cían los espías o las esclavas de las casas congregadas a la mesa de una gorda, vieja i asquerosa negra, digno depósito de la confianza del depositario de la autoridad i árbitro de la fuerza.

«Esta conducta hacía recelar a los conocedores que la natural inclinación a la crueldad i el temor de las resultas de la vindicación de estos individuos, determinarían al presidente a sofocar sus clamores, haciéndoles embarcar para que se alejasen o pereciesen; i concurría a esta presunción el envío misterioso de un oficial, propio para su confianza i conductor de un pliego cerrado, en que pliego cerrado, en que decía el presidente que se contenía la orden para sacar los presos de Valparaíso i entrarlos a esta ciudad en horas en que se escusasen el alboroto i celebridad que se preparaban, i que en cierto modo desairaban al gobierno.

«Esta aseveración de una persona constituída en aquella altura i poder, que es capaz de ennoblecer a las almas mas viles, i que hace increíbles las astucias i bajezas de la debilidad e impotencia, aquietó las conjeturas i recelos; pero, sobre todo las protestas que, con lágrimas de un cocodrilo, hizo al suegro de uno de los interesados (don José Ignacio de la Cuadra, suegro del doctor Vera) que le reconvino sobre la violencia que se anunciaba, a quien, con los ademanes de un energúmeno, hizo creer que eran infundadas las sospechas, que por fin acabó de disipar un ardid digno de sus falaces combinaciones. Llamó a una persona de carácter que tenía por interesada en la suerte de los desterrados, i le consultó si convendría hacerlos ir a sus haciendas antes de restituírse a la ciudad, para que, esparciéndose la nueva noticia, nadie dudase de su posibilidad.

«Todo esto sucedía el 10 de julio, en que los tres infelices fueron repentinamente llamados por el gobernador de Valparaíso en fuerza de una orden que le presentó el oficial comisionado en la hora que levantaba las anclas la última embarcación que había en el puerto. En conformidad de lo mandado, se les por un escribano que debían embarcarse, como lo ejecutaron, a escepción de uno (don Bernardo de Vera) que, gravemente enfermo, evitó los sufrimientos a que le habría entregado el ejecutor, si no lo hubiese resistido jenerosamente el gobernador de Valparaíso (don Joaquín de Alós). Un es

hizo saber

pectáculo propio para deleitar las almas de los Nerones conmovió los corazones de todas los habitantes de aquella ciudad. Con silencio taciturno i el dolor pintado en su frente, miraban indecisos aquella escena lastimosa. Todos a porfía desahogaban con sus lágrimas i con sus auxilios el sentimiento que les inspiraba la dura perfidia que habría conducido talvez a excesos, que solo pudieron escusar la habitud de obedecer i las medidas tomadas previamente para atajar los movimientos de la indignación.

«Un mallorquín de la hez de los mismos citados (los secuaces de Carrasco), confidente del jefe, i que mató, después de rendidos, a varios hombres de la tripulación del navío inglés que robaron, había armado a otros de su clase en virtud de orden del presidente; i puesto a su frente aceleró el embarco, e insultó a aquellos caballeros en términos de que solo es capaz la insolencia de los viles, cuando se ven sostenidos por la autoridad. Para completar la obra, despachó quienes atajasen los espresos que enviaron en el momento algunos bien intencionados, i que lograron, a pesar de tan inicuos esfuerzos, llegar prontísimamente.

«Apenas se divulgó al siguiente día un hecho, que puso a vista de todos la mas atroz perfidia, i lo que debían temer, se congrega sin deliberación la porción mas sana del pueblo, i se reúne en las casas del cabildo, reclama el desaire hecho a su garantía, piden que se les restituyan sus conciudadanos, i que se establezca la seguridad pública, Se envía una

diputación pidiendo audiencia al presidente, quien con arrogancia contesta: Que no quiere oír; que todos se retiren.

«Una respuesta propia de un sultán se oyó, sin embargo, con una quietud que hará honor a los chilenos; i en medio de la mayor ajitación de espíritu, se condujeron con la última moderación; i unánimes hicieron lo que previenen las leyes. Elevaron su recurso al tribunal de apelación, al que debe protejer el súbdito contra la opresión del que manda: se presentan a la real audiencia; le esponen su queja por boca del procurador jeneral (don José Gregorio Argomedo); se destina un oidor a llamar al presidente; i después de un instante vuelve con él.

«Carrasco afecta serenidad, i aún una risa insultante, fiado en las tropas que había antes llamado i en la artillería que mandó aprestar. Trató de inútil aquel paso, a que él mismo había compelido; amenazó a los circunstantes con un riesgo que a él solo amagaba, i que se habría realizado en cualquier otro pueblo menos prudente i circunspecto. Se pidió de nuevo la restitución de los espatriados; se inculcó sobre la garantía del cabildo i nobleza; se espuso el deshonor que resultaría al país de una nota, que abultarían sin duda el tiempo i la distancia; se pidió la remoción del asesor, secretario i escribano.

«Reunido el acuerdo en otra sala, hubo de usar de toda su sabiduría para hacer que el presidente se conformase con el dictamen que accedía a la so licitud del público. Allí mismo, sin embargo, pro

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